Jorge Fernández Granados

Francisco Brines, el mal de ser

 


Francisco Brines (Oliva, España, 1932), contemporáneo de José Ángel Valente, Jaime Gil de Biedma y Claudio Rodríguez, en la que se ha conocido como La generación del 50 en su país, emprende otro camino de seguimiento de la semilla cernudiana. En este caso podríamos hablar de la asunción del vacío, o de la Nada, como él prefiere llamarla; de una obra abisal que finamente ha dejado su estela de sombra.

Sorprende cómo este autor sabe instalarse desde el principio (Las brasas, 1960) en un tono sombrío y cansado, incluso monótono. Una y otra vez describe una atmósfera utilizando muy pocos elementos: el transcurso del tiempo, la casa, el huerto, la noche... Los pocos elementos aparecen casi estáticos o interactúan apenas en una lenta sucesión de variaciones. Esa atmósfera, elegíaca, crece en los siguientes libros hasta contenerlo todo, hasta representar un universo dispuesto con autosuficiencia, el cual parece transmitir sus tonos grises a todo lo que entra en él.

Quien se define como “un creador de palabras de sombra” se propone desde entonces contar elreiterativo drama del alma que deambula sin razón y sin sentido por un mundo crepuscular o nocturno, acechado por los recuerdos. Recuerdos que actúan como agujas para conmoverse o descarnarse. Alma vieja que no sabe morir sin anestesia, enamorada de los matices ocres de un otoño permanente, frío, deshabitado:

Al hombre, algunas veces, le duele esa sombra que desconoce, y que está dentro de él. Sabe entonces cuán ruin sustentador es el cuerpo.
Ama esa carne y su sombra, porque es eso a lo que llama vida. Y ama también el soplo que habrá de deshacerle para siempre, porque no existe otro destino.*
 

Siempre existe esta atmósfera en los poemas de Brines: una habitación, una casa o una ciudad lastrada de tiempo oculto; una arquitectura interior donde alguien entra y sale con la lentitud de quien conoce minuciosamente cada umbral, cada tarima, cada puerta; caminos en penumbra que se recorren por costumbre, con la extraña sensación de que somos los personajes de un lejano recuerdo que apenas permanece despierto o una sombra que cultiva el atardecer sobre los muros. Tardes en la soledad de una casa o noches en el laberinto de una ciudad donde con el sonido de los pasos, en cada rincón, se despierta el polvo deplorable de lo desaparecido.

Pronto aparecerán dos elementos en su obra, sin los cuales el posterior desarrollo de los temas y hasta cierto descenso abisal que en ella puede seguirse son incomprensibles: la pérdida de toda fe religiosa (Materia narrativa inexacta, 1965) y su homosexualidad (Palabras a la oscuridad, 1966). Estos elementos, si bien no explican ni agotan la concepción de su discurso, sí ayudan a desentrañar importantes columnas de significado. Es notable, por ejemplo, cómo el primer Brines, atmosférico y fantasmal, de Las brasas se transforma en el poeta cáustico y sarcástico de Aún no (1971); o cómo aquella descripción vigiladamente objetiva de Materia narrativa inexacta sobre ciertos símbolos sagrados se convierte en la abierta enunciación herética de Insistencias en Luzbel (1977). Sin abandonar del todo sus temas iniciales el autor los transfigura progresivamente en sus siguientes libros para llevarlos a un desvelamiento amargo y descarnado, casi cruel, de su verdadera naturaleza.

Pero este itinerario de exploración y desvelamiento surge de una firme convicción: la de que el poema es ante todo un instrumento de conocimiento. Un instrumento que cuanto más se afina más descubre pero que también cuanto más descubre menos sabe, paradójico al fin: “La poesía no es un espejo, sino un desvelamiento. En ella nos hacemos a nosotros mismos; no buscamos allí reconocernos sino conocernos [y quien la practica] sólo pretende un nuevo conocimiento que habrá de afectarle grandemente, pues lo recibe de sí mismo”** El poema es entonces para él una suerte de sintetizador de lo vivido sin que necesariamente esta síntesis sea solución ni cura, pero a fin de cuentas cifra exacta de lo conocido, como la que entregaría algún instrumento de precisión.

A estas alturas –entre Aún no e Insistencias en Luzbel– firme su mano en el descenso hacia el conocimiento de sí mismo, sin concesión alguna a lo atesorado o atesorable por la vida, su nihilismo se sostiene, sin embargo, sólo por un instinto imbatible, por un puro acontecer erótico. Llegamos así, en un poema como el titulado “La dama”, a un macabro manifiesto vital:

 
 

Hemos gozado mucho de la dama,
aunque alguno, inocente en demasía,
detrás de la apariencia vio algún engaño oculto,
y no siguió nuestro gozar frenético:
como dama escogió a la insípida muerte.

Gocemos de la vieja prostituta, tan sabia
en el amor, y aunque nos manche nuestra joven carne
con hediondos afeites,
no hay otra vida que escoger podamos
sino esta vieja y negra prostituta.

 

Brines se acoge sólo a la vigilia de su corazón, que le advierte que no elija nada para amar o creer más allá de lo que le ofrezca el instante, pues ello lo pondría en desventaja frente a una realidad fundamentalmente sin significado alguno. Lo único de verdad extraño en el mundo, concluye, es la necesidad humana de creer en algo que lo rebase o sustente, que esté más allá precisamente de ese mundo.

 
 

Es mi existencia fiel al eje que caduca
la sola realidad, en lo visible vive

Ya que ha reconocido que, por lo menos en nuestra dimensión:

 
 

Mas sin carne, la luz no hubiera sido

La esperanza de una trascendencia y no el mundo en sí parece ser entonces lo que lleva engañosamente al hombre a la decepción, al frío suelo de la pérdida. El error no parece estar tanto en la realidad como en lo que nos impide desprendernos de ella sin dolor. Brines, en este sentido, es la luz más oscura de la pérdida. No espera nada, no cree en nada, asume la Nada como sinónimo de Dios y ni siquiera le da carta de salvación a la muerte, pues si la vida es resultado de un accidente sin significado, tampoco la muerte tiene por qué tener alguno.

El itinerario de este descenso no podía, por lo tanto, interrumpirse en ninguna creencia. Así como se había venido despojando de la fugitiva juventud, de la engañosa fe, del simulacro social y de los espejismos del deseo, ahora se despoja de la imperfecta divinidad del creador de todo ese mundo. Cuando llegamos a su libro Insistencias en Luzbel ya las primeras líneas nos ubican en el nuevo ordenamiento de su visión:

 
 

Descifremos el mito:
el Ángel es la nada;
Dios, el engaño.
Luzbel es el olvido.
[...]
El nombre de la vida es el Engaño

Y uno de los últimos engaños particulares, en su caso la escritura, la escritura poética, no puede estar fuera de este orden azaroso y vulgar, por eso ella también ha de ser reducida a su miseria. En el último poema de este libro confiesa:

 
 

No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.

Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.
[...]
En el aprendizaje del oficio se logran resultados:
llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de lenta
reflexión y el gratuito,
y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,
pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.

 

Estamos en el punto más profundo de este descenso. La negación ha recorrido, inversamente, el orden de la Creación: de la herramienta al hombre, del hombre al mundo, del mundo a su creador, de este creador al verbo. Lo único que puede sobrevenir ahora es una destrucción o una reconciliación. Y ella tiene lugar, de alguna manera, en los dos libros siguientes, El otoño de las rosas (1986) y La última costa (1995). En ellos una creciente nostalgia por los lugares de la infancia, una calma contemplativa de la naturaleza, una reminiscencia de la belleza poseída y recordada, acuden en breves elegías.

Con todo, en este invierno tan lejano,
hay un calor de vida ya gastada,
la seca aceptación del mal o la alegría,
un secreto entusiasmo de haber sido.


Tal vez por esto el tono lapidario de los libros inmediatos anteriores ha cedido a un tono testamentario, de despedida:

 
 

Este sabor que tanto me ha negado
quiero dejarlo aquí, que tú lo lleves
(mi secreto lector), hasta tu boca,
y así sepas conmigo qué es la vida.

Esta reconciliación, que es más bien el deseo de resumir lo vivido, no es más grande después de todo que la decepción y la pérdida; pero esta pérdida ha dejado de ser beligerancia para ser asunción. El descenso ha recogido, pese a todo, el fruto infernal y lo ha devuelto a la luz. La luz ya no está –ya no puede estar– en el tiempo, sino en un espacio posible de la memoria. En Brines, además, la melancolía cernudiana ha conocido un saber estar sin rencor, una aceptación dentro del devenir del tiempo que, siendo destrucción, también es conocimiento. La pérdida, finalmente, se invierte y lo que desaparece no es lo vivido sino la dimensión del tiempo que lo contuvo:

 
 

Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde

 

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*Todas las citas de poemas están tomadas de: Francisco Brines, Ensayo de una despedida. Poesía completa 1960-1997, Barcelona, Tusquets Editores, 1997.
** Francisco Brines, Selección propia, Madrid, Cátedra, 1984. Recogido en: Pedro Provencio, Poéticas españolas contemporáneas, I, Madrid, Ediciones Hiperión, 1988.

Jorge Fernández Granados

Jorge Fernández Granados, "Francisco Brines, el mal de ser", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII, p. 174-178.