Tomás Segovia

Con los mejores deseos

 

 

Mi querido Noé:

No sé si compartirás mi entusiasmo por algunos aspectos (no todos, no todos) del bendito estatuto de jubilado. Estoy pensando en nuestros medios, por supuesto; no quiero generalizar y pretender que para un investigador microbiólogo o para un tenista estrella, por ejemplo, la jubilación sea necesariamente una bendición. Pero en nuestros medios de humanidades académicas, ¿no sientes que estar jubilado es un poco como empezar a pensar fuera del carril, o sea empezar a pensar de verdad? No es que se vuelva uno del todo montaraz, pero no es lo mismo pagar el gravoso tributo a la autoridad de los maestros, atados a ellos con las duras ligaduras de la bibliografía, las notas al pie, las ediciones subrayadas y la asfixiante lápida del fichero, que encontrarse al azar de las correrías, digamos, con Nietzsche o con Kant o con el latoso de Hegel, e irse con ellos a discutir en un banco del parque o en un café con humo o paseando por la santa calle.

O digamos que deambulando cerca de mis antiguos parajes, me asomo a ver en qué andan por allí, y me encuentro que se preparan unas ceremonias en honor de Noé Jitrik, y una de ellas se llama "El deseo de la obra". Hombre (me digo), no está mal eso. Y se me hace presente la maravillosa ventaja de estar jubilado de las obligaciones académicas. Porque qué suerte poder hablar del deseo sin tener que hacer antesala ante el cubículo de Freud o del de aquel irritante Lacan que nunca nos miraba de frente o tener que establecer impertinentes entrevistas con Platón, aunque no sea en su cubículo sino en ese lugar suburbano que en griego se llamaba Academia y que debió prestarse mucho más a toda clase de tianguis que a lo que ahora llamamos academias; o con Aristóteles en su no más respetable Liceo, lugar de lobos, mucho más cubil que cubículo; o con los románticos, grandes deseadores todavía hoy tildados de noveleros y de revoltosos extra muros.

Lo que quiero decir en todo caso es que un tema como el deseo de la obra me incita a pensar, y cuando ese tema se presenta ligado a tu nombre, me hace imaginar gozosamente que voy a pensar contigo, o sea dialogando contigo frente a frente, como tantas otras veces, pero cada vez más lejos de nuestros cubículos. Y así el deseo de la obra es para mí en seguida el deseo de pensar –la dicha que es pensar sin la cubicación de un cubículo.

Y ya que estamos en eso, ¿no podríamos empezar por ahí? Quiero decir por lo que asemeja y distingue al deseo de la obra y el del pensamiento; o a la obra misma y el pensamiento mismo; o por lo que asemeja y distingue al deseo de pensar y la dicha de pensar; o al deseo mismo y la dicha misma –y por inevitable rebote, al deseo de la obra y la dicha de la obra.

Y una vez más me congratulo de estar jubilado, y jubilado en estos tiempos. Porque en otros tiempos tal vez era necesario liberarse de los medios académicos para liberarse de la tradición, pero en estos tiempos hay que liberarse de los medios académicos para liberarse de la modernidad, convertida en retorcida tradición y triunfalismo oficial y constrictivo. Porque si está uno demasiado apegado a esa oronda modernidad, tal vez se le escape a uno lo que un griego, me parece, vería claramente: que nuestra imagen del deseo es demasiado lóbrega. Interrogados sobre el deseo de la obra, estoy seguro de que el tic moderno nos empujará de inmediato a dos extremos: por un lado las raíces de ese deseo, descritas a no dudarlo en términos de represión, tachadura, carencia, ausencia, nonada o no-ser, cuando no directamente de cercenamiento, escisión y castración; por otro lado su desenlace, descrito, podría jurarlo, en términos de alucinación, imposibilidad, frustración, impotencia, imaginario (el imaginario, por supuesto), enmascaramiento, o en el mejor de los casos realidad inventada o sustituta, o sea irreal.

En cambio, una vez alejado del cubículo, sin tener que agotarse en demostrar día a día que está uno al día, puede uno mirar con impertinencia ese deseo sin querer reducirlo necesariamente a sus propios orígenes y sus propias consecuencias. Y sin tener, por supuesto, que ponerse a cualquier precio en buenos términos con ninguna escolástica, incluso disimulada bajo alguno de sus nombres modernos, como escuela o círculo o tendencia o teoría... Porque sólo un verdadero jubilado, uno que no tome la jubilación como una exclusión de un ámbito profesional, sino como una reintegración a la vida común, sólo ése, digo, podría pensar en el deseo fuera del cubículo y del diván, liberado de la tradición académica estrechamente occidental, moderna y gremial, para abrirse en lo posible a una tradición más ancha y vaga, más inestable y libre.

Y no es que ignore –todo lo contrario– que liberarnos absolutamente de nuestra tradición es seguramente una aspiración utópica, entre otras cosas porque se corre el riesgo de borrar toda tradición, cuando lo que busca en realidad quien lucha por salir de su tradición es no aislarse de esa tradición más amplia de la que hablaba yo, pues en efecto la idea de algo humano sin tradición es una estupidez que sólo el simplismo del dogma moderno pudo llevar a algunos a casi defender. Pero lo que puede hacerse lejos del cubículo es intentar pensar sin ser presa de ninguno de esos dos prejuicios complementarios: que la tradición moderna, por ser reciente y vigente, no es una tradición, o por lo menos no es una tradición deformante; y que se puede pensar fuera de toda tradición.

Me tomo pues todas las libertades del mundo, como es ahora mi derecho, para preguntarme qué pienso cuando pienso en el deseo de la obra. Y si busco en mi experiencia algo que pueda llamarse, por ejemplo, desear hacer un poema, lo primero que se me ocurre es que ese deseo, que tiende a lo que imagina como una dicha, es ya en sí mismo una dicha. Debo confesar que lo segundo que se me ocurre es que tal vez el deseo de un poema no es exactamente lo mismo que "el deseo de la obra", como tampoco el deseo de leer, o quizá de poseer, un poema o una obra poética es lo mismo que el deseo de hacerlo o hacerla. Pero estas consideraciones prefiero decididamente dejarlas para después y empezar ateniéndome al sentido del deseo de la obra como el deseo de crear una obra, como por ejemplo un poema.

Ese deseo, repito, es de por sí una dicha. Incluso, mirada desde cierto ángulo, la dicha por excelencia. Porque es claro que uno de los sesgos efectivamente irrectificables de nuestra tradición moderna es que somos lo más antiestoico que pueda imaginarse. No creo que el hombre pueda, por ahora, volver a convencerse de que su salvación está en matar el deseo. Me parece evidente, y no porque sea una idea freudiana, sino porque salta a la vista, que la imagen de un hombre sin deseo es para nosotros la imagen de un hombre literal o metafóricamente muerto (o muerta, se sobreentiende). Pues lo que hay detrás de esa valoración del deseo es una más general y vaga valoración de la vida por encima de la muerte. Un ejemplo pintoresco: esa famosa frase fascista "¡Viva la muerte!" nos parece con razón una expresión de extrema barbarie, pero no hace demasiado tiempo hubiera sido la frase "¡Viva la vida!" la que se hubiera juzgado bárbara, o por lo menos nada noble, sino digna de un vivalavirgen. Parecería que en eso somos bastante griegos, ¿no?; que seguimos en la tarea de un prolongado Renacimiento, una reiterada restauración del vitalismo pagano contra una oscura edad de sombrías pleitesías a la muerte. Pero entonces ¿de dónde vienen nuestras sombrías pleitesías a la frustración, a la ausencia, a la castración, a la tachadura, la borradura, la fractura?

Yo diría, con un sugestivo juego de palabras, que a este respecto Occidente estuvo siempre desorientado. O casi siempre, porque si a alguno le parece que la Grecia presocrática lo estuvo menos, es que justamente estaba más orientalizada. Y diría también que esa desorientación es extremadamente compleja y sutil, porque consiste, por lo menos en gran parte, en que el aspecto perturbador y escandaloso del deseo impide ver su aspecto fundador y dador de sentido. Y es que detrás de ese aspecto escandaloso se esconde otro escándalo mucho más escurridizo porque es bien difícil de pensar. Digámoslo así, para retomar mi fórmula anterior: si estar sin deseo es para nuestro antiestoicismo la mayor desdicha, la desdicha de estar muerto, entonces el deseo no es sólo la búsqueda de una dicha (o aunque sólo fuera esa forma plana de la dicha que es una satisfacción), sino que es él mismo la suprema dicha de estar vivo. Pero Occidente, que ha inventado mil fórmulas para decirnos la trivialidad, por lo demás casi siempre falaz, de que lo que importa no es la meta, sino el camino, es prácticamente incapaz, en cambio, de pensar esta otra cosa: el deseo, esa dicha que busca una dicha, esa plenitud hambrienta de plenitud, esa búsqueda que busca lo que ella misma es. Tan incapaz, que hasta ahora no he podido encontrar más que un personaje conocido (aparte de mí mismo, claro) que exprese algo de ese tenor, pero eso sí, de incomparable autoridad en la materia: una muchachita de escasos catorce años llamada Julieta, que en su primera y última noche de amor nos dice:


and yet I wish but for the thing I have...

(Romeo and Juliet, II.i, 174)


Y admirando la enorme sabiduría de la trágica niña, se pregunta uno si no será por machismo (o para decirlo en estilo moderno, por falocentrismo y "adultocentrismo") por lo que insistimos en que no se puede desear the thing one has... Lacan, sin ir más lejos, nos apantalla, como decimos en México, con el brillante quiasmo de que la mujer, que es el falo pero no lo tiene, desea consiguientemente tenerlo, mientras que el varón, que lo tiene pero no lo es, desea consiguientemente serlo. Una afirmación así no necesita demostraciones: casa demasiado bien con nuestros tics mentales para que no nos la traguemos sin masticar. Pero no voy a entrar a discutir si eso que Julieta sigue deseando aunque ahora lo tiene (sin duda apresado entre las piernas), y que para un lacaniano se llama falo, lo tiene de verdad o es sólo ese phantasme que tus compatriotas traducen por "fantasma" como si fuera lo mismo que fantôme. No lo voy a discutir porque ya te dije que quiero pensar por mi cuenta, y para mí la distinción entre una vivencia real y muchas otras cosas está llena de sentido, pero entre una vivencia y un phantasme es puramente escolástica. En ese terreno sigo siendo asiduo de la tertulia de Husserl, y no de la de Derrida-Lacan, Jano bifronte de nuestras academias.

Emperrándome pues en que desear significa desear, y tener, tener, vuelvo a nuestro tema para repetir que el deseo de la obra me parece una idea enormemente sugerente. Una idea que, si logramos superar el automatismo mental de pensar que hoy, gracias al Segismundo del Norte (Sigmund), sabemos por fin lo que es el deseo, y de imaginar consiguientemente el deseo de la obra como una aplicación más de ese deseo entendido como Freud manda, entonces puede quizá hacernos ver con toda sencillez que la noción de deseo es más amplia que la noción de deseo-freudiano. Y se nos puede ocurrir por ejemplo que, si en un sentido de "desear" parece claro que alguien que desea hacer una obra, es que no la ha hecho, y el que desea tenerla (o quizá tan sólo contemplarla), es que no la tiene (o no la está contemplando), si pensamos en cambio en la humanidad como tal, la cosa no es tan clara. Porque el hombre como hombre tiene todas las obras humanas y las contempla todas, y sin embargo las desea todas. Quiero decir incluso individualmente: yo como hombre deseo todas las obras que como hombre tengo.

Pero ¿no será porque lo que me hace hombre es justamente desear la obra del hombre? Y empieza uno a sospechar que tal vez al tomar "desear" en ese sentido de desear lo que no se tiene y casi como la prueba de que no se tiene, estamos tomándolo más bien en el sentido de "querer". Sin embargo, lo mismo en los antiguos que en los freudianos está claro que desear algo no es simplemente proponérselo. Que el deseo tienda a su objeto como la voluntad tiende al suyo no quita que debajo de esa similitud haya tantas diferencias como para que puedan llegar a menudo a resultar antitéticos. No es nada infrecuente desear lo que no se propone uno ni proponerse lo que no desea. Pero lo que resultaría contradictorio sería desear lo indeseado. Incluso desear lo indeseable, y ya sé que al decir eso parezco de una ingenuidad tan simplona como anticuada. Pero es que me refiero al nivel polar del sentido. Sé que en algunos de los avatares del sentido estaría justificado hablar de un deseo de lo indeseable, pero creo que esos avatares están organizados y jerarquizados y hay unos niveles de sentido que fundan a otros sin estar fundados por ellos, porque no es casualidad que sentido sea sinónimo de orientación.

Y puestas las cosas así, podemos dar un paso más y preguntarnos si el deseo no podría iluminarnos sobre el ser y el tener, y tal vez recíprocamente el ser y el tener sobre el deseo. Porque es claro que se pueden querer cosas, pero ¿el ser? ¿No estará ahí la distinción clave? Cuando decimos, como tantos filósofos después de Platón, que el hombre "aspira al ser", ¿queremos decir que lo quiere o que lo desea? ¿Se puede querer el ser? ¿Cómo se refleja aquí la diferencia entre desear y querer? Inventemos que alguien dijera: "Quiero con todas mis fuerzas ser poeta (o campeón olímpico o ejecutivo de mi compañía), aunque no me hace ninguna gracia"; y otro: "Me muero de deseos de ser poeta (o campeón, o ejecutivo), pero por nada del mundo me lo propondría". Me parece que el conflicto es el mismo en uno y en otro, aunque invertido. Es el conflicto de buscar algo que no se valora o valorar algo que no se busca. Lo que me autoriza a cambiar "desear" por "valorar" es que son éstas las dos cosas más sumergidas en el círculo hermenéutico que puedas imaginar. Valioso quiere decir deseable, y si lo deseable es aquello que el deseo desea, a la vez el deseo es deseo porque desea lo deseable.

Ahora voy a dar un salto un poco más brusco, porque estas disquisiciones, como seguramente sospechas desde hace rato, vienen de una reflexión más ancha, larga y lenta. Voy a saltar a la sospecha de que si el deseo en cuanto distinto de la voluntad apunta al valer, es probable que la voluntad en cuanto distinta del deseo apunte al ser. O sea a la necesidad y a la identidad en cuanto distintas de la libertad y... ¿y qué? ¿Qué opondremos a la identidad? Yo propondría la significación. Podríamos proponer que los dos modos de ser son ser-idéntico y ser-significativo. O más sintéticamente que hay el ser y hay el significar. O más pragmáticamente que la realidad está hecha no sólo de lo que es, sino también de lo que significa.

Y aquí aparece un poco más dibujado un nexo que podía adivinarse vagamente, me parece, desde el comienzo de esta reflexión: un nexo entre el deseo y la significación. Porque desde la época en que unos alemanotes seriecísimos pusieron de moda el terminajo "axiología", no ha dejado de repetirse que valer no es ser, aunque según yo nadie parece haber sacado mínimamente las consecuencias de eso. Pues si lo que hay se reparte entre ser y valer, es un poco difícil pensar que se reparte a la vez entre ser y significar. Más bien parecería que lo que no es "propiamente" ser es o valer o significar, según como se mire. Y consiguientemente o deseo o significación, según como se mire. Y en seguida se le ocurre a uno un nexo opuesto o complementario entre voluntad e identidad. ¿Y qué nos sugiere eso? Que querer es querer cosas, entes, que son los únicos que tienen identidad, mientras que desear es desear valores, que no son cosas, que no son identidades sino significaciones. Pero también que la voluntad pertenece al mundo de la identidad y la necesidad, en cuyo horizonte planea siempre ominosamente la determinación, mientras que el deseo pertenece al mundo de lo imprevisto, lo inventivo y libre, lo incalculable. Y el siguiente salto sí que da un poco de vértigo, porque nos planta quizá en la pregunta más tremenda, o una de las más tremendas, con que tropezaremos en esta exploración. Concedámosle párrafo aparte.

La confusión entre querer y desear, ¿no será una confusión interesada? Desde Platón por lo menos, Occidente ha intentado siempre meter en cintura al deseo: en la cintura de la necesidad, que es lo que, mirado desde otro ángulo, podemos enunciar como el sometimiento del valer al ser. Desde Platón por lo menos y hasta Lacan por lo menos. Porque por muchas vueltas que se le hayan dado (y se le han dado), desde el Aristófanes platónico y su hombre partido por el eje, el deseo sigue siendo para nosotros tajo, cercenamiento y carencia. Sólo la niña Julieta, al parecer, intenta abrirnos los ojos a todos los Romeos de Occidente haciéndonos ver que nunca aprendimos a desear más que for the thing we have not. Hasta ahora, me temo, muy en vano. Los Romeos no nos sentimos tranquilizados si no nos convencemos de que es el no tener el que produce el desear. Julieta desea a Romeo cuando lo tiene, pero claro, es que es una pobre mujercita. Un verdadero hombre, un Romeo fuerte y viril, dominante y voluntarioso, sólo deseará a Julieta cuando no la tiene y porque no la tiene. Sin duda porque lo que desea no es admirarla, arrobarse ante su pura existencia, hacerla feliz, ser dichoso de la dicha de ella, hacer de ella su amor e intentar hacerse el amor de ella..., sino tenerla, ser su amo o su propietario. Y no estoy pensando en eso que los que no han leído a Platón llaman "amor platónico": es en la cama donde se nota la diferencia entre entregarse a no entregarse a un ser amado, someterlo o no someterlo.

Parecería que este Romeo virilizado piensa en español, esa lengua bárbara que confunde amar con querer. Porque en su sentido recto "te quiero" significa "quiero tenerte" –o poseerte, como decíamos hace unos lustros. (Limpiemos un poco las culpas de la lengua española observando que, por fortuna, todo sentido es en realidad oblicuo, aunque, aun así, sigue siendo peligroso dejar al alcance de cualquier cejijunto recurrir al sentido recto.) La cuestión es que las confusiones de este tipo no son sólo de palabras, sino de nociones, de orientaciones, de horizontes del sentido. En la imagen del deseo que todos (incluyendo al doctor Freud) hemos heredado de Platón, por ejemplo, el deseo se presenta como hijo de la carencia y a la vez de la necesidad. Y en un nivel bastante burdo, en efecto, mucha gente cree (o cree creer) que el "deseo" (quieren decir el impulso fisiológico sexual) es una necesidad. Y sin embargo está claro que, en el hombre, ni siquiera como tal impulso fisiológico es una necesidad en ningún sentido de esta palabra. Ni en el sentido en que es necesario comer, porque uno se muere de no comer pero no de no hacer el amor; ni en el sentido en que son necesidades las leyes cósmicas, porque ningún diván del mundo ha permitido nunca enunciar probatoriamente las leyes del deseo ni prever sus fenómenos.

Pero incluso cuando pensamos con más sutileza que el deseo no es fisiología del sexo ni más en general necesidad material; incluso cuando rescatamos la figura de un Freud francamente simbolista inmunizado contra el positivismo e insistimos en que trieb no es instinto sino todo lo contrario o casi ("pulsión", se dice ahora), incluso entonces seguimos poniendo al deseo al lado de la necesidad, aunque sólo sea porque seguimos convencidos de que tal vez la necesidad no causa el deseo, pero sí lo suscita. Quiero decir que aunque el deseo no sea necesidad, es deseo de la necesidad, o sea deseo del ser. Y eso, visto desde este mundo, es deseo de lo imposible. De ahí el canon occidental del deseo, desde Plotino hasta Hollywood, como pasión por lo inalcanzable, lo ausente, lo imaginario, lo frustrante, lo esquivo –y como pasión por la muerte, porque el ser es absoluto y en esta vida lo único absoluto es la muerte.

Tal vez ya he divagado bastante como para empezar a acercarme al corral. Todo empezó porque pensé que tal vez "deseo" no quiere decir exactamente lo mismo cuando hablamos del deseo de la obra y cuando hablamos del deseo de eso que en el freudismo oficial se llama redundantemente, hasta el final, "objeto del deseo". Y a continuación pensé que ese sentido diferente es prácticamente imposible verlo desde la perspectiva del cubículo académico. Desde esa perspectiva no es fácil pensar en el deseo fuera de nuestro dogma postfreudiano. Y quien no ve que hay otro dogma que no es el nuestro, tampoco ve lo que tienen en común. Está pues doblemente impedido para discutir lo dogmático de esos dogmas. Felicitándome pues de estar jubilado del cubículo, me pongo a hurgar por mi cuenta y encuentro algo que ahora puedo relatar al revés, o sea empezando por las conclusiones.

Empiezo pues por la conclusión de que Occidente ha intentado desde siempre probar que el deseo está determinado. Que en el fondo es lo mismo que probar que el ser humano está determinado. De ahí las mil maneras en que nos han adoctrinado en la idea de una "ilusión de libertad", que en los tiempos recientes se ha revestido de una refinadísima retórica de la ilusión de significación. Si el sentido es ilusión (o acaso enmascaramiento activo y embuste intencionado), eso no sólo deja reducida la significación a una vacuidad, una circularidad hueca, un vapor engañoso y una truco inconsistente, o en el peor de los casos un automatismo tan ciego como insensato, sino que en efecto reduce la realidad entera a los automatismos del determinismo cósmico. El desenmascaramiento de las falacias del sentido y la denuncia de la ilusión de libertad se presentan como actitudes valerosas (viriles, diría nuestro Romeo) que renuncian lúcidamente al pusilánime consuelo de inventarnos que el sentido es posible y que somos capaces de hacer algo. Pero tal vez nuestro narcisismo es más retorcido de lo que creen nuestros desengañados; tal vez cuando nos dedicamos denodadamente a señalar con el dedo a los pobrecitos que temen vivir en el sinsentido, estamos disfrazando de valentía nuestro miedo de vivir en la libertad. Porque tal vez el verdadero y gran miedo del hombre es no contar con algo que lo gobierne, lo determine y lo explique, aunque le duela; a ser posible algo exhaustivamente enunciable en términos de objetividad racional, pero en último término aunque sea algo tan escurridizo como un Inconsciente que a la vez que nos gobierna y nos manipula, nos engaña y arruina lo que creíamos ser nuestra racionalidad, pero en todo caso determina nuestra vida y así nos hace explicables, y del que tarde o temprano acabará por dar cuenta una Razón de ida y vuelta, según yo inevitablemente dogmática.

Partiendo de aquí, me parece que las confusiones que hemos ido encontrando no son cosas dispersas, sino partes de una coherencia. Porque sin duda nos ayuda a vernos como explicables pasar insensiblemente del desear al querer, de lo que falta a lo que se necesita, de lo deseado a lo ausente, de la dicha a la satisfacción, de la necesidad en el sentido de lo que pide satisfacerse a la necesidad en el sentido de lo que es ineluctable. Y concretamente en nuestro contexto moderno, confundir el deseo en general con el deseo en el sentido freudiano o freudizante. Y detrás de todo eso confundir el valer con el ser. Quedémonos un momento en esto último, que tal vez no es una verdadera confusión. Ya te dije que nadie pretende abiertamente que valer sea lo mismo que ser. Pero eso no cambia de verdad las cosas, porque todo el mundo sigue pensando que el ser explica el valer mientras que el valer no explica el ser. El bien es bien porque es útil, o porque cumple la necesidad evolutiva de la especie, o porque la realidad objetiva de nuestro inconsciente nos hace juzgarlo subjetivamente como un bien, o porque las leyes de lo social lo justifican, o porque lo explica el otro Inconsciente, el de la ideología histórica, el Inconsciente de clase, por ejemplo, que nos hace literalmente ver visiones, y que está ahora un poco fuera de moda, porque es claro que este último set lo ha perdido Marx y lo ha ganado Freud.

En una palabra, Occidente nunca ha podido dejar de pensar que el valor está determinado. A menos que sea ilusorio, claro, en cuyo caso el ser y sus determinaciones reinan más solitariamente aún. Hay la línea dura, para la cual el valor es un hecho como cualquier otro y determinado como cualquier otro (porque curiosamente cuando hablamos de moral nos pasamos por debajo de la pierna los indeterminismos de la ciencia actual): es utilidad, o lucha de poder o pragmática biológica o algo así. Y hay la línea blanda para la cual el valor cae en efecto en el ámbito del deseo, pero el deseo es anhelo de ser y consiguientemente falta de ser, fisura, carencia, imperfección más o menos culpable y más o menos castigada, ser disminuido. Que el hombre busque lo válido es la prueba de que es un minusválido por ser un minus-ente. A partir de ahí no puede extrañarnos demasiado que Occidente haya elaborado esa insolente descortesía metafísica que llamamos "amor cortés": la idea del ser amado como pretexto o instrumento, indigno de nuestro amor sublime e incapaz de comprenderlo y pagárnoslo como Dios nuestro compinche manda, el "objeto del deseo" hecho de veras objeto, la amada como sparring de nuestro grandioso pugilato con el ideal eterno. Porque si no vemos más que el ser y lo que es (ente en estilo latino), el ser amado resulta una cosa, sin duda muy enrevesada y refinada, pero cosa al fin.

¿Y Julieta? Ya nos ha dicho que no desea lo que no tiene, sino lo que tiene. Lo cual para nuestro racionalismo simplista es un imposible. O sea que es imposible referido a cosas. Pero es que ella sabe bien que lo que tiene no es cosa. Dos versos después, le dice a Romeo –o a nosotros:


The more I give to thee,

The more I have.


Es la manera más directa de señalar la diferencia entre cosas y valores. Lo que Julieta tiene no lo tiene en el sentido en que se tienen cosas, ni propiamente lo quiere (ya dijimos que querer es querer cosas, es querer tener), lo desea "como si no lo tuviera", lo tiene como si fuera ella lo que es tenido y lo da como si lo recibiera. El mundo del valor es lo contrario del mundo del consumo. Cuanto más petróleo consumimos, menos hay. Cuanta más belleza absorbemos, hay más. Y una vez que hemos caído en la idea de que el petróleo es, mientras que Romeo vale, porque lo que Julieta ama y desea no es la cosa que Romeo es, sino lo que significa, ¿cómo no preguntarnos si lo que deseamos es de veras el ser? Las piedras tienen ser, las bicicletas tienen ser, los animales, en la medida en que no nos metemos a vivirles sus almas, tienen ser. ¿Es eso lo que deseamos? Una vez más, ¿no confundimos desear con querer? ¿Querer una bicicleta es desearla, por lo menos en el sentido en que Romeo desea a Julieta? Lo que recibe de ella no son cosas, puesto que no es algo consumible. Tampoco la significación es consumible. Desear la significación es desear la obra del hombre, es desear al hombre, y con ello fundarlo, porque es su deseo lo que funda al hombre; y desear hacer obra es desear hacer significación.

Vuelvo entonces a mi paseo inicial, en el que me topo con unas ceremonias, una de las cuales se me aparece como una interrogación que no puedo dejar de tomar como dirigida a mí. ¿El deseo de la obra? Sí, es el deseo de lo humano. Y esa respuesta, querido Noé, la pongo por escrito en homenaje a ti, con los mejores deseos.



Texto leído en el Congreso Internacional en honor de Noé Jitrik, en la Universidad de Puebla, en junio de 2001.


Tomás Segovia


 

Tomás Segovia, "Con los mejores deseos", Fractal 23, octubre-diciembre, 2001, Año VI, Volumen VI, pp. 11-26.