ESTHER SELIGSON

La pared de enfrente

 

Beyond me and below me
There is a me who is God.
Adín Steinsaltz, The sustaining utterance

 

 

Al menos la ventana me ayuda a respirar la luz de afuera, y en ello reconozco un privilegio único en cuanto a las circunstancias en que se encuentran los demás. No sé si alguien, aparte del guardián, lo sabe pues en realidad nadie tiene conmigo ninguna actitud peculiar, tampoco él. De hecho, todos nos comportamos como si ninguno existiera, como si el oficio o el transcurso de la gimnasia matutina formaran parte de la misma rutina de soledad que nos mantiene apergollados el resto del día, dado que ni el uno ni la otra rompen con el ritmo cotidiano, tampoco las comidas, por cierto, que cada quien recibe entre sus cuatro rigurosas paredes. Lo de "rigurosas" es una de mis invenciones. La verdad es que no tengo idea de la clase de espacio que circunda a cada residente. En primeras, nunca he visto otra ventana excepto la mía, lo cual no prueba nada; en segundas, los muros parecen no tener fin, ni por lo alto ni por lo largo, se diría que se hacen anchos o angostos a la medida de cada quien. Consigno de paso que me descubrí una curiosa propensión a leer pensamientos -un género de nube que veo elevarse por encima de las coronillas a la hora del oficio o durante la gimnasia matutina.

Bueno, "nube" tal vez no sea exacto, pero digamos que son similares a las espesuras que dibuja la luz en la pared de enfrente cuando abro la ventana, que no está siempre de par en par, únicamente en ocasiones especiales instituidas por mí mismo para que no se me hagan costumbre al igual que el resto de las pequeñas actividades rutinarias. Así, considero también la lectura de las nubes un regalo que no desperdicio a tontas y a locas -porque las hay tan deslavadas o tan pastosas que mejor dejarlas ir-, sino que dosifico en aras del proyecto que tengo en la mira para salirme de aquí. Tampoco barrunto bien qué es "aquí" ni dónde se encuentra geográficamente localizado, aunque deduzco estamos en una zona de transición; mejor dicho, en un callejón sin salida o con muy dudosa salida, dependerá desde dónde se le considere. De ahí, pues, mi empeño en rastrear sólo lo más granado en cuanto a color, textura, calidad, riesgo, trazo original de la nube se refiere. Y es increíble lo que ciertos pensamientos han avanzado en la construcción de estrategias para evadirse: túneles, escaleras, torres, puentes, fosos, elevadores, con cualquier material de una cierta solidez. Catapultas, vuelos tipo Ícaro no faltan, obvio, y bastante más ingeniosos, hasta construir caballos de Troya con los desperdicios de la cocina. El caso es que he ido acumulando mota a mota una suficiente cantidad de elementos para mi propio objetivo con la ventaja de que nadie percibe mis sustracciones tan ocupado como tienen su cerebro imaginando, delineando, destruyendo o perfeccionando el diseño, la estrategia, hasta los mínimos pormenores, en un vaivén de pensamientos que, acepto, no siempre alcanzo a atrapar en su totalidad, y eso hace más lenta mi tarea y la entorpece en etapas cuando tanta claridad necesito. Entonces, la ventana es mi aliada: la expectativa de abrirla llega a descargar en mi cuerpo una dosis tal de adrenalina que caigo en un trance capaz de darle respuesta incluso a dudas no formuladas. La pared de enfrente cumple con su papel de pantalla, pero es necesaria la luz. Entonces el trago amargo es que no sé de antemano si habrá o no habrá luz afuera. Ahora bien, ¿qué es "afuera"? El existir en mi encierro una ventana que se abre sobre una pared que recibe luz o carece de ella no indica nada de por sí.

Podría tratarse de un espejismo confeccionado para mi comodidad -no aburrimiento, angustia o temor a la muerte según ocurre con otros residentes- y el placer que me procuran geometrismos, numerologías, rompecabezas. Pero que la luz está, es incuestionable: ella no constituye un invento humano, no es una elaboración mental; formamos parte de su consistencia -o inconsistencia-, nos engloba y abarca. Me atrevo a afirmar que somos luz, que nada existe salvo luz. También afirmo no ser el único aquí en saberlo. Sospecho que si yo veo las espesuras de pensamientos es porque quienes piensan están conscientes del hecho. Mas en tales vericuetos no entro: allá cada uno con sus luces. El espacio que ocupamos está vacío de luz, en efecto, pero sus corpúsculos danzan con giros de sombra a nuestro alrededor y su cadencia es quien nos da vida y movimiento. A veces ha entrado el guardián segundos antes de dirigirme a la ventana -nunca hay certeza de cuándo llega-, y es como un aviso de reajuste, igual que si se tratase del mecanismo infinitamente complejo y preciso de un reloj. Entonces sé debo repasar con mayor minucia las espesuras recogidas a la hora del oficio o durante la gimnasia matutina porque podría ocurrir, y ocurre, que algunos sí escuchen lo que el capellán masculla, sea porque esperan un mensaje, una consigna, cualquier variante, o porque el propio capellán se abre ventana y transmite la clave de una nueva pieza que ya el aludido incorporará a su rompecabezas personal. Me acontece, no lo niego, sorprenderme escuchando cómo me penetra alguna frase literalmente inoculada sin previo aviso. Aclaro que quien oficia y el guardián son a no dudar la misma persona, aunque no tenga manera de confrontar la certeza -ya dije que todos nos comportamos como si ninguno existiera, idem el guardián cuando acerca las comidas u oficia-; lo doy por un facto no sujeto a verificación, algo similar a la apuesta pascaliana, ¡y a otra cosa mariposa! Con esto no asevero ser yo el aludido, pero la coincidencia con el privilegio de la ventana no me parece aleatorio. Desde luego acepto pecar de soberbia al insinuarse un elegido en este encierro. Nada asegura, lo he dicho, que no se trate de un espejismo elaborado por mí por comodidad. Trato de ser honesto, no hacer trampas y luego verme atrapado en agotadores laberintos, bastante aprensivo soy y mucho gasto empeño en el granado de las nubes, su traducción y posterior dibujo en la pared de enfrente. Lo de "dibujo" es un decir: no trazo trazos con instrumento alguno; es sólo a fuerza de concentración -sencillos ejercicios cuando respiro la luz- que he logrado descarapelar convenientemente segmentos y franquearme no pocos pasajes, desconectados aún entre sí. He de tener perseverancia y fe inconmovible en la gracia de la luz, en su guía y discernimiento. No hay otra opción y es la única realidad que acepto sin chistar, y no sólo como parte de mi bien estudiada comodidad que, por contraste con mi natural aprensivo, resulta paradójico. Digamos se trata de una manera de arroparse, un edredón tibio en la intemperie que nos rodea. ¿Nos? Generalizo sin pruebas. No argumentaré. Indicios suficientes me proporcionan las nubes: obra o no de mi ingenio, son incuestionables sus resplandores, titileos, oleajes y vibraciones; un inmenso mar en el que sobrenadan, compactos, los pensamientos larvas de colores, gusanos verdinegros, algas viscosas, grumos de leche, granillos de azúcar, su variedad es infinita. Soy poco dado a las metáforas, basten estos ejemplos, la precisión de su naturaleza de bejucos sólidos, no uniformes en su unidad pero sí en su conjunto, visto éste desde gran altura, un mirador bajo el cual se extendiese el mentado mar centelleante, espejo salpicado de migas... En una ocasión, la ventana abierta, percibí el diseño preciso del mapa, su perfil, como si la luz, por su cuenta, se hubiese ocupado de enhebrar los pensamientos fragmentarios faltantes y los embonase en su justo sitio. El caso es que, en vez de alegrarme, esa visión fulgurante me perturbó. Incluso diría que me atemorizó. ¿Miedo a qué? Así la vi y así de rápido la borré.

Claro que no me atreví a cerrar la ventana, mucho menos a taparme los ojos, por no ofender a la luz que se entregaba tan generosa. Al temor -eso lo descubrí después- se añadió un franco malestar: ¿para qué otorgar lo no solicitado explícitamente? Soberbia, lo reconozco, pero considero esas gratuidades una afrenta al aserto de que sólo lo que cuesta trabajo obtener es lícito disfrutar. No hubo reacción de parte de la luz y en ello conocí que nada tiene de humano: es imparcial, absoluta, fluida, concede sin hacer distinciones. Está igualmente dispuesta -o no lo está- hacia todos los seres vivientes, es libre, pura, inalterable. Fue un duro golpe. No voy a ocultarme haber desperdiciado la oportunidad de avanzar en el proyecto que tengo en la mira para salirme de aquí. Este "aquí" incierto, de dudosa localización geográfica y tan cercana a un vacío, a un hoyo negro, a la masa faltante de los físicos atómicos. ¿Y qué se yo de eso? Nada. Como nada puedo saber de antemano cuando abro la ventana, si habrá o no habrá luz afuera. En ocasiones ni siquiera distingo la pared de enfrente; es decir que sin la luz, es abrir nada. Sencillamente el espacio permanece cegado, a pesar de sentir el hueco entre mí y la pared pletórico de una tesitura olorosa, un tufillo que me da la impresión de ser una planta carnívora esperando atrapar en sus peludas antenas algún insecto, ave o pequeño roedor, amén de que ese "pequeño roedor" podría tratarse de mí. No fantaseo, la sensación es definitiva, contundente, una descarga de mantarraya en las dendritas, un rigris en el tímpano que eriza la piel. Tampoco entonces acierto a cerrar la ventana, bajar los párpados o siquiera cruzarme de brazos a manera de protección. ¿Protegerme de qué o quién? Ya dije que la luz no es alguien, algo, aunque todo le pertenezca y todo esté embebido de ella. ¿Cuál es el caso de hacer gestos inútiles? Claro que con pensarlos ya se materializan en la nube que cargamos a cuestas con nuestros pensamientos incrustados como alfileres, nuestros deseos, intenciones, palabras. Palabras, eso somos, un eterno ruido que se graba en los pentagramas del vasto silencio con que la luz nos rodea para que los pinchazos no se nos reviertan por mor de su mismo peso. Mas el grabado permanece, se sostiene, y es su dibujo el que pretendo haber aprendido a leer como lee el músico los sonidos en su cuaderno pautado. De nuevo me arrogo una excepcionalidad dudosa: cualquier otro residente puede encontrarse en idénticas circunstancias. Después de todo cada uno tiene sus propias cuatro paredes que le circundan según la medida de sus propios pensamientos. Eso me consta a partir de las nubes suspendidas encima de las coronillas a la hora del oficio o durante la gimnasia matutina. Y llegados a este punto repito que el no haber visto otra ventana excepto la mía no prueba que no las haya, y quizá sea esa la razón por la cual nadie tiene conmigo ninguna actitud peculiar. Con "actitud peculiar" no discierno una forma de comportarse prescrita de antemano pues de hecho todos actuamos como si ninguno existiera y la rutina de soledad que nos alimente nunca altera o rompe su ritmo digestivo lento, lento rumiar, lento divagar. ¿Lento -o rápido- con respecto a qué? Lo que aquí acontece no tiene parámetros de comparación: sucede. Lo que sí se ha alterado, no lo oculto, es mi sistema de lectura: empiezo a percibir un tinte de impaciencia que distorsiona lo que hasta ahora resultaba transparente; dejé de considerarme privilegiado y el "regalo" ya no me parece tal. Para resumir, me está importando menos granar los elementos útiles al perfeccionamiento del diseño gracias a cuyo término podré salir, que rastrear entre las espesuras indicios de alguna otra posible ventana o del mismo proceso e intento que vivo y proyecto. Ahora bien: ninguna de las entidades vivientes aquí se encuentra en cautiverio. Aparte el guardián, que es quien igual oficia, no hay autoridades y a él ni siquiera se le considera "autoridad". Ofrece un servicio devocional, y nos trae de comer. Tampoco nos imponemos alguna específica abstinencia o ascetismos; este encierro es voluntario. Es decir que, supuestamente, cada uno lo tomó como yo mismo lo tomé en su momento. Al menos esta es mi versión. ¿La versión de los otros residentes? Carezco de cualquier conjetura. ¿Engaños son de mi mente? Explorar la naturaleza material de la nube, inquirir sobre su propósito, ¿es desafío, engreimiento, una sutil hipocresía, debilidad por un lenguaje fabricado de pé a pá? El caso es que la impaciencia me pone a la defensiva sin saber de qué o contra qué. Y presumo que esta ansia se me va transformando en agresividad. Siento alterada la temperatura del cuerpo, y alteradas también cada una de las nubes que escudriño, como un desafío a subyugar. No hay ecuanimidad en mí, apenas discrepancia y deterioro. El juego de sombras que a fuerza de concentración -sencillos ejercicios cuando respiro la luz- he logrado horadar en la pared de enfrente y cuyos pasajes aún no consigo conectar entre sí, no me gratifica, hasta me parece que la luz se vuelve furtiva, precaria, lo cual es imposible pues la luz no es invento humano, no constituye una elaboración mental. Somos luz y todo es luz. De lo que se deduciría que mi nivel de percepción ha descendido ostensiblemente. No supongo qué irá a ocurrir, si "algo" tendría que ocurrir. ¿Fue el miedo que me produjo la visión fulgurante del mapa diseñado, mi rechazo, lo que debilitó la capacidad de leer los pensamientos y granar entre ellos las piezas necesarias para el rompecabezas, mi propio proyecto de evasión? Si antes aseguré que sólo acepto sin chistar la realidad de la luz, ¿debo retractarme ahora ante la nueva situación? Una cosa es dudar, otra distinta negar. Agazapado durante el oficio en mi sitio, espío; y durante la gimnasia matutina entorpezco a propósito mis movimientos para distorsionar la consistencia, color, calidad, riesgo, trazo original de la nube que ocupa en esos momentos mis indagaciones. Lo curioso en ese quejido que oigo -no es el rigris en el tímpano-, el levísimo suspiro de un muy fino cristal que se rajara sin quebrarse, pero, irremediablemente hendido, sufriera. Nada se ha roto y cada uno se comporta como si los demás no existieran, cada cual dueño y señor de su espacio, su ritmo cotidiano, sus rutinas de soledad. Yo zozobro en la incertidumbre, los gestos inútiles, el dispendio. Abrir la ventana, inclusive, la expectativa ahora, me aterra, corrompe la esperanza de consuelo que la presencia de la luz implica de por sí, inalterable incondicionada. Para colmo estoy encolerizado. Piso un terreno desconocido. Sin embargo -¿en compensación?-, empiezo a prestarle mayor atención al oficio: relajo los músculos, abandono ese terreno desigual y accidentado hacia el que me precipito al inmiscuirme en zonas ajenas maculándolas con mis miedos. ¿Miedo a extraviarme? ¿Dónde? Como si comparar me protegiera del torbellino de mis oscilaciones, deyecciones, turbulencias, neblinas... Y si no he mencionado los sueños, es porque no somos producto de ningún sueño; tampoco nos encontramos en estado de ensoñación. Las atmósferas del espacio que ocupamos tienen otras intensidades, otra porosidad. Ya hablé de una zona de transición. Corrijo lo de "callejón sin salida": existe una continuidad palpable, un a modo de crecimiento, de mudanza, y, a pesar del dolor que me hiere, no hay derrota, deseo de arrojarme hacia un despertar cualquiera, necesidad de rendir cuentas. ¿A qué o a quién? Yo establecí las reglas del juego y esa coerción me ha entumecido.
No hice sino acumular peladuras sobre peladuras, cáscaras. Caí en la trampa de mis propias reglas, éstas son las consecuencias, ningún misterio. Los tentáculos de la codicia abrieron una grieta, una rajadura, y el cristal, cascado, no resuena nítido por más que lo golpee con toques exquisitos... "Zona de transición"... Apenas palabras para denominar el espacio en el que estamos inmersos, que nos circunscribe pero nos prohíbe instalarse. ¿Un tránsito entre dos intervalos? ¿Una etapa anterior o posterior a otra etapa? Lo ignoro. No quisiera amarrar certezas cual espigas en hato, prismas en un candil fijo. Puntualizo simplemente que desde que me vigilo, "algo" no fluye. ¿Acaso empecé a separarme, a cuestionar mi implícita pertenencia al diáfano manantial de luz, a inventar la pared de enfrente? ¿Está resultando el espejismo más deslumbrante que la luz original? ¿Sobrevivo? Cómo colocarle pesas a los pies para sentirse bien anclado a tierra. ¿Tierra? Sólo espacios con diferentes intensidades, atmósferas, temperaturas. Y color. Sin embargo hoy, durante el oficio, sentí -¿sí?- la sugerencia de una última opción: volver a abrir la ventana. Ninguna euforia. El ademán tranquilo, neutro diría, de aproximarse, y abrir...
El dibujo en la pared de enfrente ha desaparecido. Era la posibilidad de atravesarla sin restricción alguna. El diseño sólo me había aprisionado. Afuera de sus límites no hay espera, propósito, objetivos. Salvo la luz, libre, pura, vacante. Caí en un estado de tan total absorción que se me desbordó el llanto, sin freno, sin vergüenza, dócil, sumiso, blando. Lloré. Lloré mucho. Mucho. Cuando el guardián tocó mi hombro, supe que sería yo quien ocuparía en adelante su lugar. Entonces, también, me di cuenta de que el guardián era ciego...

Lisboa, octubre de 2000

 

Esther Seligson, "La pared de enfrente", Fractal n° 21, abril-junio, 2001, año 6, volumen VI, pp. 81-89.