Rafael Courtoisie

Aros y orificios: 
la estética de la perforación

 

 

Todo empezó hace algún tiempo. Primero fueron los discretísimos orificios en la parte inferior del lóbulo de la oreja izquierda o derecha en varones. Luego siguieron los aros, de acero, de color dorado, esmaltados de verde, de azul de prusia o fucsia, cada vez de mayor diámetro, cada vez más osados, más atrevidos, ostentosos.

Luego siguieron los clavos, y los tornillos, y las perforaciones del tabique que separa las narinas.

Los jóvenes uruguayos, y los no tan jóvenes, han descubierto un modo de hacerse ver que algunas tribus africanas y ciertas culturas de la Polinesia vienen empleando desde hace siglos: se trata de la estética de la perforación, de la deformación, gradual o progresiva, de ciertos órganos externos mediante la imposición de un corte o incisión apropiada o simplemente de un agujero por donde hacer pasar el volumen de un cuerpo extraño (hojita de afeitar de acero inoxidable, aro, miniatura que reproduce un hacha, una espada o cualquier otro instrumento contundente y o cortante, incluso reproducciones de mazas dotadas de innumerables púas filosas, propias de la Edad Media, esferas como puercoespines, unidas a su bastón recto por una corta cadena.

Gilberto Chen, Al filo de la navaja

 

UNA ESTETICA MUTILADA

 

"Felices aquellos cuya actitud hacia la realidad está dictada por inmutables razones interiores", proclama con particular énfasis Italo Calvino al comienzo de su breve ensayo titulado "Una amarga serenidad".(1)

Las razones interiores de los seres humanos, por superficiales o banales que parezcan, además de inmutables, suelen tener raíces profundas, invisibles. Nada de lo exterior, del aspecto, de la apariencia o vestidura de una persona es casual. Cada cosa es un signo. Cada atavío quiere decir algo.

En la página 520 del libro titulado "Las razas humanas"(2) cuyo autor es Federico Ratzel aparece la figura de un guerrero de las Islas Salomón (reproducido de una fotografía del álbum de Godeffroy). El guerrero está en cuclillas, inclinado, apoyado sobre la pantorrillla de su pierna derecha y la izquierda un poco más elevada, en flexión. El guerrero aparece atento, vigilante, detrás de una especie de escudo estrecho y alargado (probablemente de cuero o piel animal), la punta de la lanza hacia abajo, ataviado con ropa de lujo, con objetos ceremoniales, un vistoso penacho o corona de plumas, tobilleras varias y brazaletes, collares y caravanas voluminosas.

El guerrero está casi desnudo, serio, estático, como en pose para la posteridad.

El pabellón cartilaginoso que separa ambas aberturas de la nariz está atravesado de lado a lado, en forma horizontal, por lo que parece un largo y fino hueso animal, probablemente de pierna de ave, afinado hacia los extremos por un pulido preciso.

En su libro "Kon-Tiki"(3) y en otros ensayos y artículos periodísticos el aventurero nórdico Thor Heyerdahl relata las costumbres de los antiguos habitantes de la Isla de Pascua que algunos exploradores españoles denominaron "orejudos". La costumbre consistía en la perforación de los lóbulos de las orejas, poco después del nacimiento, y del agregado gradual y paulatino de cuentas de piedra de modo que, al aumentar el peso y transcurrir el proceso natural del desarrollo, las orejas se fueran estirando hasta alcanzar una longitud que ahora parece inverosímil.

Algunas tribus negras del Africa central someten el labio inferior de las mujeres a un proceso gradual de ensanchamiento. Para eso utilizan discos de madera, de menor a mayor. Cuando las mujeres de aquella tribu llegan a la adolescencia el labio inferior se ha dilatado al punto de parecer un plato llano de losa.

El efecto de la deformación es atributo de belleza para esa cultura africana. Como para las europeas y en particular para las parisinas las uñas largas y pintadas de rojo prostibulario son patrimonio de la estética femenina.

 

 

LOS HOMBRES SE MIRAN

 

Al perforarse, un varón cristiano y occidental común y silvestre, más allá o más acá de su orientación sexual, se quiere hacer ver. Se transforma, para emplear la simple dicotomía que describió Sartre pasados los sesenta, de sujeto en objeto. Se hace ver. Se objetiviza. Deja, en parte (y sólo en parte) de ser sujeto.

Al perforarse la oreja y colocarse un aro deja una señal para que otros y otras lo vean. Una huella.

¿El signo de una identidad cuestionada?

Las inmutables razones interiores que dictan la actitud del ser humano hacia la realidad se manifiestan. Así como en la Facultad de Medicina se dicta una materia denominada "semiología" con el fin de que los futuros galenos se acostumbren a descifrar mediante los elementos aparecidos en la superficie lo que ocurre en verdad en lo profundo y misterioso de la fisiología, cada moda, cada manera de hacerse ver, conlleva, en su medida, la intensidad de un mensaje.

Las viudas en occidente, hasta hace muy poco tiempo, se vestían de negro.

Los prostíbulos o quilombos, aun hoy, a fines de milenio, se anuncian con una lámpara roja.

Los consortes se colocan un anillo simple en el dedo llamado anular por su causa.

El celeste, hasta hace poco, era destinado a los varones recién nacidos, el rosado para las nenas.

Los hombres que querían parecer rudos, hasta hace muy poco, solían usar bigotes.

 

 

PERLAS, ESTRELLAS Y CARAVANAS

 

¿Por qué un hombre decide perforarse la oreja?

Para hacerse ver, para convertirse en objeto. Los varones jóvenes que se perforan los lóbulos quieren decir algo. Afirmar su presencia, su existencia en el mundo, en la realidad.

Perforarse la oreja, de grande, duele.

Maradona aparece en muchas fotografías con una caravana en la oreja

¿Por qué?

"Es maricón", responde un viejo futbolista. Pero la respuesta, sesgada quizás por la envidia, no es tan simple. Maradona se perfora la oreja y se coloca una caravana, un aro, sin que ello afecte esencialmente la raíz profunda de su virilidad.

"Es drogadicto", dice un viejo comentarista deportivo. Y probablemente se equivoca.

La historia universal muestra emperadores y reyes de orejas perforadas, jefes de tribu de collar, escoceses de pollera.

No es simple. Los jóvenes se hacen un agujero en la oreja. Y allí colocan una estrella, pequeña o grande, una perla o un aro. Y se hacen ver.

 

 

EL DUELO DE LOS CHARRÚAS

 

Es una leyenda: cada vez que se moría alguien de la familia, o del clan, o del grupo, los varones adultos charrúas se cortaban una falange para exteriorizar su duelo.

Dicen que Chiquito Saravia, al enterarse de una muerte próxima, irreversible como todas las muertes, colocó su mano sobre un horcón y con un hacha afilada, constriñendo los demás dedos, se amputó el meñique. Arrojó el apéndice a las mujeres de la estancia y les gritó:

"Ahí tienen, para que no extrañen, para que lloren".

Verdad o leyenda, la anécdota tiene un regusto probable. Cada parte de uno mismo, afirman algunos discípulos de la escuela lacaniana, recuerda la pérdida, el vacío, mentan lo inevitable y torvo que posee todo duelo. La cara oscura del arte de vivir.

Los charrúas o Chiquito Saravia, los jovenes roqueros o "punkies" que se atraviesan la oreja o la nariz están expresando algo. Tal vez un mensaje inescrutable.

Algo que las palabras no logran explicar.

Chris Keeley, Penelope Ray

 

AGUJEROS Y AGUJERITOS

 

Antes del sida, cualquiera agarraba un hierro al rojo y perforaba. Ahora hay quienes se hacen agujerear por médicos, en condiciones de asepsia total. Hay quien se hace anestesiar.

Marta tiene un tornillo que atraviesa de lado a lado su labio inferior: "Porque me gusta", explica, "porque quiero".

Juan, en la feria semanal de Villa Biarritz, un sábado a media mañana, muestra la nariz y la mejilla atravesadas por dos tornillos iguales. Milagros lleva en el mentón una cadenita de acero inoxidable, clavada en la piel, de la que cuelga la imitación de una hoja de afeitar minúscula.

"Me gusta", dice, "¿A vos no?"

Esteban exhibe tres tornillos de setenta milímetros en el lóbulo de la oreja izquierda, en escalera, uno arriba de otro."¿Y qué?", escupe al cronista.

María Eugenia toma coca cola.

­¿No se te sale por el orificio?

­Un poco ­responde­ por el agujerito de la mejilla.

 

 

Notas

1 Italo Calvino, Una amarga serenidad, en Il Menabé, 7, Una rivista internazionale, Einaudi, Turín, 1964. Reproducido en Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad Tusquets, Barcelona, 1995.

2 Federico Ratzel, Las razas humanas. tomo primero, Montaner y Simón, editores, Barcelona, 1888.

3 Thor Heyerdhal, Kon-Tiki, Editorial Jackson, Buenos Aires, 1952.

 

Rafael Courtoisie

Rafael Courtoisie, " Los que dan órdenes", Fractal n° 20, enero-mrzo, 2001, año 5, volumen VI, pp. 17-23.