JORGE AGUILAR MORA

El fantasma de 
Martín Luis Guzmán

 

 

El águila y la serpiente (1928), La sombra del caudillo (1929), Memorias de Pancho Villa (1938-40)(1) y Muertes históricas (1954) son el centro de la obra intelectual y literaria de Martín Luis Guzmán. En la Revolución, él encontró experiencias que le dieron sentido a su pensamiento; y, en un proceso inverso, sus ideas se pudieron reconocer en hechos y en personas cuya materia estaba tejida con lo cotidiano y con lo histórico.

Sin embargo, unos años después, sus primeros libros evitaron recorrer y recuperar esas experiencias. Los temas y las imágenes de La querella de México (1915) pertenecen a la época pre-revolucionaria: la búsqueda en términos positivistas de la identidad de una nación dividida en razas inasimilables. El comentario político y algunas estampas de A orillas del Hudson (1920) continúan en cierto sentido la perspectiva del anterior; aunque la crítica de la literatura y las reflexiones estéticas, sin tocar la Revolución, expanden el horizonte hacia el ámbito de la vanguardia. De materia muy diferente, ambos libros comparten la misma tensión fundamental de conciliar la herencia positivista de la Preparatoria con la reacción idealista (no religiosa, en el casode Guzmán) de principios de siglo; y de buscar un elemento vital que pudiera solucionar las convicciones cientificistas y las aspiraciones explícitamente platónicas.

En el primero, esta reconciliación se volvía inalcanzable bajo el peso de los lugares comunes del racismo, del escepticismo, del solipsismo; y en el segundo el énfasis se ponía en el elemento contrario de las concepciones esteticistas y casi espiritualistas. No obstante, para 1920, los relámpagos de plenitud y de reconciliación eran cada vez más constantes, y así encontramos en A orillas del Hudson pasajes deslumbrantes de indagación e iluminación.

Esa búsqueda no era exclusiva de Guzmán, era el sello distintivo de su generación ateneísta. Por caminos distintos o paralelos, con mayor o menor suerte, Antonio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes tuvieron esa fusión como horizonte de su labor intelectual.

Si se piensa en lo que Guzmán acababa de vivir (y que contaría en El águila y la serpiente), sus dos primeros libros tenían una inclinación muy fuerte a la anacronía, a menos que se vieran como rechazos radicales a lo que podía ser una imposición de la historia; rechazos a la Revolución como si ésta hubiera sido una experiencia estrictamente accidental y no deseada. No sólo las obras de Guzmán se pueden incluir en esta interpretación: Visión de Anáhuac (1917) de Alfonso Reyes era una refutación idealista a los estragos que había hecho la Revolución en la Ciudad de los Palacios. Asimismo, los textos que escribió Antonio Caso en esos años (y que se publicarían en 1922 con el título de Ensayos críticos y polémicos) muestran la misma evasión del hecho revolucionario y la misma ansiedad de conciliar los restos del positivismo con una resurrección platónica (y cristiana en su caso particular). En "Mi convicción filosófica", Caso resumió esta actitud en una cláusula magnífica: "Sabemos, en suma, cómo funciona la razón y por qué funciona así; pero nunca sabremos qué es. Docta ignorancia". (El énfasis es suyo)(2).

En el siguiente párrafo, Caso afirmaba: "La estética la fundó Kant; el más grande de los filósofos posteriores a Aristóteles. A él se deben las declaraciones impecables: 'lo bello es un placer desinteresado'; 'una finalidad sin fin'. Schopenhauer y Bergson perfeccionaron la teoría completando su desintelectualización, si así puede hablarse; acabaron con lo que tenía de platónica. Platón fue el mejor filósofo de los poetas y el mayor poeta de los filósofos'. Juntas, estas dos declaraciones identificaban uno de los problemas más críticos de la estética moderna: la función del símbolo.

El criterio de valor que utilizó Caso -el "perfeccionamiento" de una teoría- era su tributo al criterio positivista de progreso y era también su diagnóstico -paradójico- sobre la vanguardia de su tiempo: así como era inevitable ese progreso, así también era lamentable el antiplatonismo de la estética contemporánea. Sin embargo, la identificación del problema, por justa que fuera, no dejaba de ser también parcial y, en última instancia, confusa: Caso percibía sólo formulaciones filosóficas y no quería reconocer que, justamente después de Kant, eran los artistas quienes habían reformulado y practicado de manera más profunda el problema del símbolo.

A partir de la docta ignorancia mencionada por Caso, había surgido en Occidente la práctica estética del simbolismo. La imposibilidad de saber qué es Dios, qué es la inmortalidad del alma, qué es la voluntad humana, qué es el universo, había producido en Kant la separación radical entre el mundo de los sentidos y el trascendental. Los artistas modernos, comenzando por los románticos alemanes, identificaron lo Ideal -el símbolo por excelencia- con la armonía universal supuestamente revelada por la contemplación de la naturaleza y por la apreciación de algunas leyes científicas.

Así surgieron dos vertientes fundamentales del simbolismo: una que regresaba a la Edad de la Armonía fundamental para recoger de ella la fusión de las sensaciones con la esencia de la realidad, y luego la identidad del sentido de las palabras con esas sensaciones. De ahí sacaría su fuerza el mito de las "correspondencias" y de la motivación originaria del lenguaje. Y otra que, en contra de una vuelta al origen, inició una búsqueda del futuro. En esta segunda corriente, la armonía universal no estaba en el pasado mítico, estaba en el futuro real. Y por lo tanto, no había ninguna motivación lingüística perdida; la motivación estaba por hacerse. Esta segunda corriente surgió al mismo tiempo que la primera pues fue también un romántico alemán su inicial formulador: Jean Paul (Richter).

En América Latina, uno de los mejores pensadores de la literatura moderna, Octavio Paz, reflexionó extensivamente sobre este tema, pero su reflexión fue tan duradera como obsesivamente parcial. Nunca quiso percibir la existencia de la segunda corriente simbolista y mucho menos la ambigüedad de la posición de Baudelaire ante ambas corrientes. La lectura que hizo Paz de la obra de este último (y como consecuencia de Mallarmé en Los signos en rotación) es lastimosamente a-histórica y por lo tanto simplista: niega a la obra de esos dos simbolistas su complejidad y su desgarramiento trágico.

El modernismo latinoamericano fue una de las primeras posiciones de solución o de fusión de ambos simbolismos, comenzando por la obra de Martí en sus Versos libres. En ese sentido, la vanguardia no fue en América Latina una ruptura con las generaciones anteriores: la vanguardia asumió los problemas enfrentados por los modernistas y los llevó a sus últimas consecuencias. A diferencia de la literatura francesa, la literatura en lengua española no vio en la obra de Mallarmé un callejón sin salida, ni tampoco la culminación de una búsqueda insoluble; la vio como una etapa más del proceso de indagación de la función del símbolo en el arte y en la vida.

La vanguardia acabó "con lo que tenía de platónica" la búsqueda del símbolo; pero las fuentes filosóficas de esa destrucción no fueron sólo Schopenhauer y Bergson, fueron también los múltiples manifiestos poéticos y artísticos del siglo XIX y fue también, de manera más inmediata, Nietzsche. Al incluir los manifiestos y a Nietzsche como otros determinantes de la vanguardia de principios del siglo XX, se observa que el antiplatonismo de ésta no era un "perfeccionamiento", sino una asimilación radical de las consecuencias materialistas de una vertiente poética del siglo XIX.

Mallarmé no se había detenido en la desilusión de que el Ideal no existía, también había asumido sus consecuencias: el mundo, como interpretación de un juego inevitablemente serio del azar, era un supremo lanzamiento de dados, una afirmación trágica y gozosa de la vida.

El modernismo latinoamericano, desde Martí, había concebido la posibilidad de la voluntad como el ejercicio de una perspectiva que destruía los límites y las contradicciones de la moral cristiana en el mundo moderno, y como la creación de valores supremos de una alegría de contornos necesariamente trágicos. Alegría y tragedia no se oponen en Martí; como tampoco se oponen en José Asunción Silva, quien agregó a las visiones del cubano la gran indiferencia de este mundo ante las preguntas "trascendentales".

Las interpretaciones esteticistas del modernismo al estilo de Rodó y al estilo de muchos practicantes tardíos de esa corriente confundieron los senderos, haciendo creer en una recuperación de lo trascendental, aunque sólo fuera como regreso a la "Belleza" pura. Las reacciones en Europa ante la aparente desilusión de Mallarmé (o, para el caso, ante el arrepentimiento piadoso de Verlaine en Sagesse) llevaron también a postular un antiplatonismo paradójico que conservaba una matriz platónica. Ésa era la confusión de Caso en sus Ensayos críticos y polémicos: veía una negación de Platón, pero seguía privilegiando los mecanismos platónicos, a través de una apelación sin matices al cristianismo.

En los años de estos ensayos, dos poetas latinoamericanos estaban en busca de la continuidad estética, literaria y, sobre todo, vital, tanto del modernismo como de Mallarmé: Huidobro y Vallejo. Ambos, por vías muy distintas y con fuentes comunes, indagaban las consecuencias de una verdadera ruptura con el platonismo: que no sólo desaparecieran sus conceptos, sino también las matrices donde esos conceptos se producían. Huidobro y Vallejo sabían que, sin la destrucción de estos lugares recónditos del pensamiento idealista, los conceptos trascendentales volverían a re-crearse con una muy sensata naturalidad. Estos dos poetas hicieron un examen crítico y radical del símbolo hasta disolverlo en meras sílabas o en una sintaxis inasimilable a cualquier gramática. Aunque quizá lo más ejemplar de ambos como poetas y pensadores (¿hay alguna diferencia en su caso?) es que en su obra posterior decidieron enfrentarse a la construcción de una nueva sensibilidad, de un nuevo mundo sin símbolos trascendentales, sin ilusiones de inmortalidad excepto las que da el instante.

Sin embargo, el modernismo latinoamericano encontró una continuidad en otra búsqueda, paralela a la de Huidobro y Vallejo, que fue la de Juan Ramón Jiménez. Éste reformuló en lengua española el simbolismo y creó un simbolismo moderno que trataba de evitar los escollos con los que se habían enfrentado los poetas alemanes y franceses en el siglo XIX. En cierto sentido, Jiménez, por medio de un proceso esencialmente dialéctico, recuperó el principio positivista del relativismo absoluto y obtuvo un resultado paradójico en el que la poesía no era ya un medio para la solución de lo trascendental; al contrario, lo absoluto era una medida más para valorar la vida de la palabra. En Jiménez, en Jorge Guillén, en José Gorostiza, el Ideal del simbolismo decimonónico se volvió un personaje más del mundo cotidiano y un interlocutor más -quizás privilegiado, pero no único- de los sentidos. Para ser comprensible, lo trascendental tenía que asumir las vicisitudes de la persona; era una máscara más del mundo accidental y azaroso del poeta y de su lenguaje. Con él nació en lengua española, el perspectivismo poético.

En su visión del antiplatonismo contemporáneo, Caso no quiso ver el estado actual del simbolismo, ni sus transformaciones, ni su completa destrucción. No quiso, ni pudo verlos: su recurso fundamental y sin matices al cristianismo se lo impedía. Como lo demuestran algunos ensayos de A orillas del Hudson, Guzmán tenía presente, muy presente, el problema que Caso había diagnosticado. A propósito de las obras de Diego Rivera y Picasso, encuentra que el cubismo es una forma de arte platónico ("Diego Rivera y la filosofía del cubismo"); pero su visión era mucho más compleja que la de Caso, precisamente quizá porque, en vez de ver en el arte moderno el final del platonismo, veía al contrario su resurrección. Guzmán enfatizaba incluso una concepción opuesta a la de Caso: "Los revolucionarios de la pintura, de sentido profundo de Cézanne al vorticismo, desintegran la imagen real para intelectualizarla y producir así una impresión individual, sintética e intransmisible; van hacia un realismo profundo"(4) Guzmán insistía en considerar este realismo una manifestación platónica. En esta confrontación, Caso usaba la terminología correcta y se equivocaba en la interpretación del proceso. Guzmán, en cambio, describía con precisión el proceso artístico, pero su adjetivación era contradictoria: intelectualización o no, ese realismo profundo no era platónico, era la solución materialista de una vertiente vanguardista en la cual se llegaba a los últimos asideros de lo real y a la descomposición del sujeto. De cualquier manera, Guzmán aplicó ese "platonismo" para enfrentar la realidad mexicana y su idea tuvo enormes consecuencias, aunque sus términos platónicos fueran, como él mismo lo afirmaría, metafóricos: "Con su pluma profesional y sabia, que hace más elocuentes, más atractivas, más gratas las cualidades de su espíritu, [Alfonso Reyes] está marcando la entrada del verdadero camino, el camino que Herder hubiera señalado: el estudio extenso y atento de todas las literaturas, lo mismo antiguas que modernas, para acostumbrar los ojos a la oculta luz que nos descubre las formas reales, eternas. Hecha la mirada a los rayos de esa luz, fácil será encontrar la realidad patria a través de la visión interior y construir la forma adecuada a la nueva materia".(5)

La profecía de Guzmán era fiel a los personajes y a los términos de la caverna en La república; pero sólo a los términos, porque su mecanismo no podía ser más opuesto al esquema del diálogo platónico. Rescatar de las formas universales una lucidez particular que permita descubrir realidades específicas tenía un involuntario y muy cercano parentesco con el sistema positivista. Sustitúyase "las formas eternas" por "la generalidad de las leyes"; la "visión interior" por "la deducción al campo de los hechos sociales"; la construcción de "la forma adecuada" por la función de la previsión, y el resultado es el mecanismo básico de la teoría comtiana. En Platón, no se regresa de las Ideas a las formas sensibles, y mucho menos a las históricas, para descubrir una nueva y verdadera realidad más específica. Eso era lo que pretendían hacer los poetas y por eso eran expulsados de la república.

Guzmán conocía muy bien sus propias convicciones y había leído con mucho cuidado al filósofo griego para saber que usaba el platonismo sólo metafóricamente: "[...] por la sensación elemental, un espíritu atento, capaz de escuchar una sola sensación, se armoniza también de ese modo único que nos lleva a vagar por regiones situadas más allá de lo que se contempla. Es la visión de las esencias, diríamos en metáfora platónica; pero sólo en metáfora, por inexplicable anhelo de seres limitados que sueñan con la puerta al infinito: sinceramente, sólo en los sentidos nace y muere la belleza; durante muchas vidas podríamos vivir de ello, para lo pequeño, para lo cotidiano, para lo grande"(énfasis mío)(6). Estamos aquí frente a la docta ignorancia de Caso: "la visión de las esencias", "la puerta al infinito" eran imágenes que equivalían a la ignorancia de las causas últimas de la que Caso hablaba en esos mismos años. Sin embargo, Guzmán no tenía ninguna tentación de vedarse el acceso a la belleza y al pensamiento, encerrándose desesperadamente, como Caso, en un cristianismo elemental y casi místico. Para eliminar cualquier posible tentación, reconocía que, si era sincero, todo se resolvía en los sentidos, más allá de los cuales no había nada: la puerta al infinito, la visión de las esencias existían, sin duda, pero sólo como metáforas de este mundo y de este mundo nada más.

Guzmán recuperaba el simbolismo y de esa manera se ponía en comunicación directa con las resurrecciones de la nueva poesía pura de esos años. No era casual que estuviera atento a lo que hacía Juan Ramón Jiménez y que incluso le dedicara en A orillas del Hudson unas páginas a la aparición de Laberinto, donde afirmaba: "La sensorialidad parece ser base de su inteligencia de las cosas"(7). Era admirable esta sutileza de la percepción poética de Guzmán: en una sola frase revelaba cómo esa nueva poesía, para no perder el idealismo sin caer en los dilemas del simbolismo décimonónico, invertía los términos e incorporaba todos los contenidos trascendentes o las facultades creadoras de lo trascendental al mundo inmediato de los sentidos.

Para Guzmán, sin embargo, sería decisivo el recurso a la parábola de La república. Aunque careciera de originalidad, pues ¿qué otra cosa habían estado tratando de hacer los escritores latinoamericanos desde las independencias si no era la búsqueda de la expresión nacional en la literatura universal?; aunque fuera sólo una metáfora, la profecía le permitió a Guzmán, con el tiempo, distinguir dos tipos de realidades en la historia mexicana: la sombra y el caudillo.

¿Qué fue primero: la estructura platónica o la encarnación histórica? Por las alusiones que Guzmán hizo en A orillas del Hudson y mucho tiempo después en Apunte sobre una personalidad (1954) es difícil dudar que fue el esquema de la república utópica de Platón. En este último Guzmán decía, hablando de sí mismo en tercera persona: "Dentro de tal ámbito transcurrieron los cinco años de sus tareas preparatorias, a par de las cuales, y a solas muchas veces con sus reflexiones, como antes con sus ensueños frente al mar de Veracruz, el joven estudiante buscó calmar en Platón la máxima inquietud de sus ideas [...] (8) .

La frase insinúa que Platón operaba como un regulador de ideas no sólo inquietas sino inquietantes. En A orillas del Hudson, justamente en el ensayo sobre "El desprestigio de los sentidos", cuando menciona cómo éstos nos servirían para vivir varias vidas en lo cotidiano, cita un "pasaje amable por su sobriedad, por su delicadeza y por su naturalidad" de La república de Platón: "Al llegar aquí, Polemarco comenzó a secretearse con Ademanto, que estaba a su lado, de la parte de allá: alargó el brazo, cogió a Ademanto por el vestido, cerca del hombro, y atrayéndolo hacia así, a la vez que él también se inclinaba, dijo a su oído[...]" Con esta cita , Guzmán iba más allá de lo que acababa de decir en el mismo ensayo sobre el uso del platonismo como "metáfora"; es un pasaje tan gozosamente banal y tan amistosamente terrenal que pone al filósofo griego contra sí mismo, lo pone a reivindicar el mundo de las copias y de los fantasmas, de los caudillos y de sus sombras, en detrimento del mundo de las ideas. Eso sería, con el paso del tiempo, lo que haría en efecto con Platón, pero usándolo para sus propios fines: la comprensión de la realidad nacional. No creo superfluo agregar que este ensayo de Guzmán buscaba repudiar la nueva religiosidad que él veía surgir en su época (incluso en las corrientes modernas del arte) en favor de una revaloración de los sentidos, de la materialidad del mundo, con lo cual se alejaba totalmente de la posición de Caso.

El descubrimiento del caudillo y de su sombra fue posible porque Guzmán decidió aplicar su fórmula de cómo se podía descubrir la realidad patria usando una "visión interior" metafóricamente trascendental, puramente sensorial, esperanzadamente materialista. Él sabía que las formas "reales y eternas" se parecían más a los puntos en los cuales la generalidad de las leyes, según Comte, se vuelve tan grande que nos deja ver el entramado de nuestro mundo; también sabía que esa generalidad la tenía que buscar en la historia misma de México (y no en "la historia universal") o, menos que buscarla, probablemente tenía que esperar que se mostrara; y, finalmente, sabía que la "visión interior", sensorial y materialista, no estaba sino en su experiencia propia. Era crítico para Guzmán que las revelaciones se presentaran simultáneamente o, al menos, inmediatamente consecutivas. Porque su glosa de la fábula platónica era también lo que la letra decía: era un proyecto de construcción de una literatura nacional.

En esa cláusula se encerraban, pues, dos procesos que, por la ambigüedad misma de los términos, no se podía decir siquiera que fueran paralelos. De hecho estaban literalmente uno encima del otro. La confusión no era voluntaria, era inevitable, porque Guzmán sentía al mismo tiempo la necesidad de expresar un destino común de su generación y de aclararse a sí mismo un imperativo personal que era descubrir la función de esa visión interior en sus experiencias históricas. El destino generacional y el personal no eran similares, pero sí tenían el mismo mecanismo: por ello Guzmán cedió a la debilidad de incluir en una sola cláusula contenidos muy diferentes.

Es posible que Guzmán creyera que, en la medida en que ese proyecto se cumpliera, ya fuera en el nivel generacional, o en el personal, eso bastaba para probar la verdad de su profecía. El riesgo era el mismo, aunque los frutos fueran diferentes. Hay mucho de una actitud fiada al azar en el escritor Martín Luis Guzmán que dejó a los acontecimientos políticos y al ejercicio del periodismo la decisión de esa iluminación. En Apunte sobre una personalidad, Guzmán trata de responder a esta cuestión: cómo pudo integrar su experiencia revolucionaria a un ejercicio de su pensamiento y de su lenguaje. Este texto es enormemente confuso en los pasajes más importantes: para 1954, Guzmán ya era mejor académico que escritor. No obstante, se puede rescatar precisamente la conciencia clara que tuvo Guzmán de la necesidad de esperar para permitir una transformación profunda en su visión de la historia y de sí mismo:

 

"Hondo problema, por las dudas morales que le suscitaba, y grave por las consecuencias que había de tener en su posible obra de escritor [...] Hubo, pues, de someterse a una prolongada suspensión del juicio [...] (9).

A diferencia de Azuela en sus primeras novelas, Guzmán no quiso o no supo recurrir a la contemporaneidad de los acontecimientos históricos para construir con ellos su imagen de la revolución. Probablemente se conocía a sí mismo tan bien -como lo demostró después- que le parecía imposible escribir una narración menos moralista que Los de abajo o libros de ideas aún menos narrativos que La querella de México y A orillas del Hudson. Aparecidos en 1917 y 1920, respectivamente, estos dos libros demuestran que, recién terminada su experiencia revolucionaria, Guzmán prefería continuar las reflexiones finiseculares y luego ateneístas, omitiendo la Revolución como si ésta necesitara la indiferencia y el silencio para revelar su sentido. Y como si él, sin decirlo, hubiera decidido prepararse, dejando a la deriva el sentido metafórico de sus lecturas platónicas y lo más posible de su moralismo racista, para el momento de ser elegido el narrador de ese sentido. El momento de la elección tenía que ser un momento totalizador: visión, conciencia, estilo, todo resuelto en una gran búsqueda de unidad.

Se ha caracterizado el estilo de Guzmán con atribuciones que parecen contradictorias: modernista a lo latinoamericano, clásico a lo francés dieciochesco, analítico al estilo de la vanguardia periodística, etcétera. Una de las perfecciones de la escritura de Guzmán fue precisamente su capacidad integradora que, activa en todas sus narraciones, nunca llegó a convertirse en un estilo personal. No hay otro narrador mexicano que haya, como Guzmán, creado estructuras y lenguajes tan distintos y tan adecuados para cada obra, y al mismo tiempo tan suyos. A Guzmán no lo distingue ni un estilo, ni un parentesco de sus estructuras. Si comenzamos por el lenguaje, no hay nada más lejano entre la artificiosa oralidad de Memorias de Pancho Villa y las cláusulas reflexivas de La sombra del caudillo; y si acabamos en las formas narrativas, El águila y la serpiente y Memorias de Pancho Villa no son las autobiografías que pretenden ser; y La sombra del caudillo es más, mucho más, que una novela realista o histórica o del género dictatorial.

Guzmán les regresó la vida a los géneros y éstos no perdieron la oportunidad de destruir su generalidad, de destruirse a sí mismos. En las obras sobre la Revolución de Guzmán, el género no deja de transfigurarse, subterráneamente, paralelamente a un proceso dialéctico de iluminación e ignorancia que se sublima en momentos y en imágenes que, a su vez, se consumen en su propia intensidad.

Esta intensidad es la capacidad de esas imágenes y de esos momentos cotidianos de rebasarse a sí mismos y de iniciar un proceso de transformación que los lleva primero a revelar incandescentemente su realidad conceptual y luego a convertirse en contemplaciones puras, perspectivas trágicas y gozosas ante la vida. Y este proceso sólo termina con el regreso a su principio, a la "evidencia diaria", al mundo concreto de los sentidos. Esta jornada de la experiencia personal está descrita en "La única verdad" de A orillas del Hudson, y en el tiempo transcurrido entre éste y El águila y la serpiente Guzmán encontró el camino que le permitiría reconocer en su propia vida la vitalidad de sus ideas y la exactitud de sus metáforas.

Además, este recorrido tuvo que ser también un proceso de intensidad porque la transformación única de Guzmán consistió en agregar a lo personal, lo histórico, lo mexicanamente histórico. Los cuatro libros hacen el gesto de formar una unidad y en la especificidad de su estructura permanecen discretamente inconclusos. El águila y la serpiente se inicia sin antecedentes, termina abruptamente y su periodo histórico se encuentra abarcado por las Memorias de Pancho Villa, pero las perspectivas y la materia son tan diferentes que eso mismo permite ver el falso inicio de este último y presentir un final azaroso: Villa comienza el cuento de su vida no con su nacimiento sino con la anécdota de cómo, a los 17 años, impidió que el señor de la hacienda secuestrara a su hermana. Esta imagen, una de las más arquetípicas de la leyenda villista, era la más adecuada para un principio in media res y, hasta cierto punto, para un principio sin responsabilidad: debemos recordar que el primer tercio de este libro es una reescritura de dos textos anteriores. Guzmán tomó la decisión de seguir las líneas del estilo anterior, sin dejar de modificarlo en cada frase, basándose, sin duda, en su conocimiento del habla de Villa. Su decisión fue desastrosa porque se olvidó de la diferencia fundamental de un habla coloquial y de un discurso narrativo. ¿Qué parecido encontró Guzmán entre esas "Memorias" de Francisco Villa escritas por Manuel Bauche Alcalde y su recuerdo del habla de Villa? A lo mucho tuvieron que haber sido frases sueltas o incluso una retórica que el mismo Villa adoptaba para comunicarse con los curros como Guzmán, retórica que no era, sin embargo, el habla verdadera de Villa, el habla con la cual Villa hubiera contado su historia. Guzmán sabía que el manuscrito de las Memorias de Bauche Alcalde (que le facilitó Austreberta Rentería, viuda de Villa, a través de Nellie Campobello) eran ampulosas, artificiales, y por eso mismo las iba corrigiendo en cada frase. Aun así, Guzmán mantuvo la estructura estilística, el color retórico, la forma gramatical del manuscrito y, fatalmente, lo prolongó al resto de la obra que no estaba ya basado en esas memorias.

Tanto las Memorias de Bauche Alcalde como las de Guzmán quedaron inconclusas; y en el caso de éste había una necesidad estructural: la retórica de esa obra era triunfalista. ¿Cómo iba a hablar Villa en su etapa de derrota? Guzmán no se atrevió a internarse por esas especulaciones inquietantes y suspendió la narración.

Por su parte, La sombra del caudillo es una novela que asume, al morir el general Aguirre, el acento de una tragedia clásica para inmediatamente regresar, en las dos últimas escenas, al tono novelesco. Marcado por un descenso doloroso de Axkaná a la sobreviviencia y con una coda narrativa de realismo décimonónico donde reaparece el Cadillac que había iniciado la narración, ese regreso señala que la novela aparentemente realista, además de crónica política, y de autopsia del poder en México, y de alegoría nacional, es la imagen más totalizadora posible de una intensidad personal e histórica. La presencia simultánea de todos estos niveles impide que la imagen del automóvil al principio y al fin de la narración haga de La sombra del caudillo una novela circular. Por el contrario, después del asesinato del general Aguirre y de la fuga salvadora de Axkaná, la vuelta al "vulgar carril" (¿y qué más vulgar que la imagen del verdugo pagándose lujos antes prohibidos con el dinero ensangrentado de su víctima?), el reconocimiento de que "todos somos esclavos de la evidencia diaria", destruye las fronteras de la novela para darle un proceso inacabable, sin principio, ni fin, ni costados: la novela no termina, recomienza; se abre hacia el horizonte de su repetición justo en la medida en que la historia se deja repetir...

Finalmente, el título mismo de Muertes históricas era un anuncio privilegiado de que la obra quedaría inconclusa, ¿porque quién podía si no la Revolución decidir la cantidad del plural en el título? Desde ese enunciado, las muertes históricas se entregaban a una indeterminación azarosa y regocijante. Guzmán describió magistralmente las muertes de Porfirio Díaz y de Carranza. Con identidad estilística muy diferente, ambas crónicas están emparentadas por una sustancia profunda: existe una justicia secreta -e inevitable- en la historia. Muertes históricas es un enunciado gozoso de que la tarea es infinita y de que las muertes que sí fueron escritas son seguidas por la sombra de la virtualidad perpetua: ¿cómo se manifestó la justicia en la muerte de Madero? ¿Y en la de Lucio Blanco? ¿Y en la de Zapata? ¿Y en la de tantos otros que murieron históricamente? ¿Alguno de ellos "cayó, porque así lo quiso, con la dignidad con que otros se levantan"?

La voluntariamente imperfecta unidad a la que aspiran estas cuatro obras es la mejor contribución a su vitalidad. Mientras cada una se transforma, la unidad no cesa de abrir virtualidades para un proyecto inagotable que se lee con asombro y agradecimiento.

En La sombra del caudillo, Guzmán fundió dos periodos, consecutivos, de la transmisión del poder en México. El general Aguirre tiene la persona, los títulos y la muerte (en 1927) de Francisco Serrano, ministro de Guerra en el gobierno de Calles, que quiso suceder a éste en contra de la decisión que había tomado su antiguo jefe, Álvaro Obregón, de reelegirse. En cambio las vicisitudes de la postulación del general Aguirre como candidato a la presidencia pertenecen grosso modo a Adolfo de la Huerta, ministro de Hacienda en el gobierno anterior, el de Álvaro Obregón. Serrano era, en efecto, general; De la Huerta nunca fue militar, pero sí encabezó una rebelión militar en contra del gobierno. A Serrano no lo dejaron llegar tan lejos y lo mataron en la carretera de México a Cuernavaca.

Esta fusión es bien conocida, tan bien como la participación que el mismo Guzmán tuvo en el periodo de Adolfo de la Huerta: era diputado y vicepresidente del Partido Cooperatista que quiso primero apoyar a Calles y luego se inclinó a favor de De la Huerta como candidato a la presidencia de la nación; y también era director del periódico que publicó la renuncia de este último al Ministerio de Hacienda, la cual hizo irreparable la ruptura con Obregón. Menos conocidas, tal vez, son dos acusaciones que se le hicieron posteriormente a Guzmán. La primera le atribuía que, por comisión de Alberto J. Pani, entonces ministro de Obregón, él había manipulado en secreto a varios diputados cooperatistas para que cambiaran de posición y apoyaran a De la Huerta. La segunda decía que, sin autorización, él había sustraído de la casa de De la Huerta su carta de renuncia al Ministerio de Hacienda y la había publicado en El Mundo, diario del que como acabo de señalar, era director.

A este recordatorio histórico habría que agregar un personaje y un hecho que están en el horizonte de La sombra del caudillo: hasta el momento de su repentina e inesperada muerte, en 1920, el general Benjamín Hill era considerado como la figura política más importante después del presidente, no sólo por su propio talento sino sobre todo por la preferencia que éste le manifestaba. Después de la muerte de Hill, Älvaro Obregón se quedó sin sucesor; y el caudillo, sin su sombra.

En esos años, entre la publicación de sus primeros libros y la aparición de El águila y la serpiente, Guzmán reconoció a los personajes de su profecía o glosa de la fábula platónica, maduró su estilo, fundamentó las consecuencias morales de su materialismo idealista con aproximaciones de Nietzsche y probablemente de Gracián, e incorporó a su visión interior el ámbito de sus experiencias revolucionarias. A través de la Revolución Guzmán pensó que se podían desarrollar simultáneamente los dos procesos que había postulado en su profecía. Porque la Revolución ofrecía posibilidades innumerables de atribuir figuras adecuadas a la metáfora de las formas reales o eternas; porque la Revolución le había dado múltiples ocasiones de corroborar su visión interior, con la cual podía elaborar el esquema de una realidad patria que fuera inaugural, como realidad y como fuente (materia nueva) de una literatura nacional: "La Revolución y la política habrían de mostrársele como un escenario de figuras alternativamente hombres y agonistas, personas de la realidad de cada día, que lo abarcaba a él junto con los otros, y personajes enmarcados ya en los cuadros de la historia, que su mano debía guardarse de tocar temerariamente".(11)

La escritura autobiográfica de El águila y la serpiente fue esencial para repensar las relaciones de la moral con su materia y con el discurso. Una literatura nueva no podía ser sólo asunto de contenidos históricos inéditos. De hecho, la tradición literaria mexicana abundaba en esos asuntos. Guzmán situó su búsqueda de una verdadera visión interior en el replanteamiento de los valores morales en el texto. La enorme variedad de personajes y acontecimientos revolucionarios le permitió no sólo confrontar individuos sino medir la distancia que había en cada uno de ellos entre su comportamiento histórico y sus convicciones personales. No se puede decir que esta doble operación haya tenido el mismo éxito en todos los casos; pero lo importante fue que logró mantener en su lenguaje una posición crítica y no moralizadora, ante los otros y ante sí mismo: el valor de la realidad no se medía con la moral cristiana convencional, se definía de acuerdo a cómo cada persona y cada objeto desarrollaban su potencialidad, a cómo asumían lo que eran y a cómo aceptaban la justicia de sus actos. Así pudo descubrir Guzmán que las balas mismas tenían humores, imaginación, personalidad: "Separadamente, cada herido era revelador de la existencia de una categoría particular de balas, de una personalidad actuante en cada proyectil al momento mismo de asestar el golpe";(12) así fue como encontró que su experiencia más íntima de la Revolución se podía cifrar en todos los sentidos posibles de un acto, el acto de caminar. En múltiples ocasiones, Guzmán reconoce cómo sus pasos y los pasos de los otros abren la puerta del infinito y se ponen en contacto privilegiado con el mundo: "Nunca había yo caminado con tanta soltura ni con precisión tal: el suelo se deslizaba bajo mis plantas entonces rítmicas -como movido por un esfuerzo en el que yo no intervenía".(13)

Si cualquier objeto tiene tanta vida como un personaje histórico, si un acto específico puede convertirse en la imagen total de un destino, si la naturaleza -la luz, sobre todo la luz, y especialmente la luz del valle de México- puede participar en la historia con la misma complejidad que una batalla, estamos lejos, muy lejos, de la novela tradicional donde los mecanismos enjuiciadores usados tradicionalmente por un sentido común no eran y no son sino la máscara mal puesta de una moral cristiana, burda, servil y temerosa de los poderes establecidos.

Eso no le impedirá a Guzmán hacer juicios, pero sus valores no serán ya los de las virtudes convencionales, dogmáticas, seudonaturales. Guzmán evaluará a los personajes según la fuerza con la que cada uno de ellos se afirma a sí mismo. A pesar de que él no era creyente, admiró a Ramón F. Iturbe porque éste era consecuente con su religiosidad, porque sabía asumir la potencia de lo que creía y de lo que era: "he vuelto a sentir el estremecimiento de honda simpatía, aunque ajena a mis creencias, por el general revolucionario que reconocía en público su voto religioso y llevaba en el alma toda la entereza indispensable para obrar así".(14) Y fue precisamente ante esta asunción como medida de valor que Guzmán entendió que, similar a Iturbe pero en un sentido opuesto, Obregón afirmaba lo que era, sólo que no hacia el exterior sino hacia su impenetrable intimidad.

Justamente, a partir de una primera reflexión sobre el carácter caprichoso de las balas, aparece por primera vez Obregón en la narración de El águila y la serpiente: "Se refirió a su herida, burlándose de sí mismo porque las balas no parecían tomarlo bastante en serio.

 

"-Me hirieron, sí; pero mi herida no pudo ser más ridícula: una bala de máuser rebotó en una piedra y me pegó en un muslo". (15)

Esta frase es el pie de un guión teatral que le sirve a Guzmán para terminar así su retrato del incipiente militar: "A mí, desde ese primer momento de nuestro trato, me pareció un hombre que se sentía seguro de su inmenso valer, pero que aparentaba no dar a eso la menor importancia. Y esa simulación dominante, como que normaba cada uno de los episodios de su conducta: Obregón no vivía sobre la tierra de las sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado; no era un hombre en funciones, sino un actor. Sus ideas, sus creencias, sus sentimientos, eran como los del mundo del teatro, para brillar frente a un público: carecían de toda raíz personal, de toda realidad interior con sus atributos propios. Era, en el sentido directo de la palabra, un farsante".(16)

Es un retrato de una lucidez incomparable, y también de una ceguera comprensible. En efecto, Obregón trataba siempre de colocarse por encima de los acontecimientos: eso lo hacía un estratega invencible, pero también lo convertía en un personaje de sí mismo. Esta dualidad teatral le daba una cualidad épica, en el recuerdo de Guzmán y en el sentido brechtiano: estaba simultáneamente construyendo su imagen histórica y su fortaleza íntima. La dualidad de Obregón está memorablemente descrita; pero la insinuación de una carencia de "raíz personal", "de realidad interior" es un defecto de Guzmán, no del personaje (con distintas manifestaciones y distintos puntos de referencia será la misma ceguera de Guzmán ante Villa en Memorias de Pancho Villa).

Sin embargo, el hecho de que la narración misma de El águila y la serpiente retome la expresión de éste sobre la ridiculez de su herida revela un intento de reformular ese juicio de la vacuidad interior. Cuando Guzmán, unas páginas después, hace su extraordinaria reflexión sobre el carácter de las balas, Obregón reaparece, visto en este caso desde la perspectiva de los proyectiles, y exclama: "¡Pero qué ridícula ha estado mi herida!"

Esta repetición de lo que dijo Obregón muestra que Guzmán percibía, al menos tangencialmente, como el rozón de la bala caprichosa, la enorme importancia simbólica que tenía para aquél el enunciado de sus parlamentos. Todo lo que decía podía ser "teatral", e incluso vacío, pero era la traducción fiel de una conciencia muy clara del poder de las palabras o, mejor dicho, un conocimiento muy natural de las palabras del poder. Entre las escasas historias de la infancia de Obregón destaca aquella que cuenta cómo éste, a los cinco años, todavía no hablaba, haciendo creer a familiares y amigos que era un niño retrasado. La mala fortuna de una tía fue expresarle esta creencia a la madre de Obregón en presencia del niño. Entonces fue cuando éste pronunció su primera frase (o, en todo caso, su primera frase memorable): "Vieja loca". Fue incontenible la alegría de la madre de Álvaro al saber que su hijo no era mudo.(17)

Muchos acontecimientos y testimonios posteriores dejarían ver que ese silencio simulado del niño convivía con una aguda sensación de debilidad y una inasible convicción de poder; una naturaleza cuya actitud defensiva era su arma más infalible de destrucción. Y la expresión de esa interioridad paradójica eran las frases artificiosas, prefabricadas, que manifestaban el poder para ocultar la debilidad y confesaban la debilidad para sosegar el poder. Hasta en sus cartas más íntimas, Obregón dependió siempre de una retórica sinuosa, ambigua; la misma que le llevaba a gustar de un escritor como Vargas Vila.

Guzmán, como nadie, percibió esa dualidad, tomándola exclusivamente en su función pública y percibió también que en esa supuesta vacuidad interior había una fuerza inagotable que era la ambición de poder. Sin mostrar interés en los laberintos internos del personaje político, la intuición de Guzmán le permitió identificar en el destino de Obregón a la metáfora de la interpretación que hizo de La república de Platón.

Sin alejarse nunca de sus concepciones positivistas, a las que intentó conciliar con una aguda percepción de los dilemas materialistas y vanguardistas, Guzmán reflexionó profundamente sobre los modelos universales y el sitio que en ellos le correspondía a la realidad patria. Como señalé antes, su concepción de la fábula tenía dos niveles necesariamente fundidos en una sola expresión. Y su insistencia en unir la creación de una literatura nacional con el descubrimiento de la realidad patria fue una de las decisiones más productivas en la cultura mexicana del siglo XX.

Un momento crítico fue el convencimiento de Guzmán de que el proyecto platónico pertenecía a la utopía. Pero más decisivo fue el momento en que decidió conservarlo como un modelo de referencia. Es decir, para usarlo como metáfora y para invertirlo. La parábola de la caverna está aplicada a la realidad mexicana con una gran fidelidad y con una emocionante ironía.

En el diálogo platónico, los interlocutores de Sócrates insisten desde diferentes puntos de vista en fundamentar una visión supuestamente naturalista o realista de la sociedad, donde el ejercicio inescrupuloso del poder y la búsqueda de los mayores beneficios personales son sancionados por la opinión pública. En este argumento, es la práctica de la injusticia la que recibe la aprobación general y es la defensa del bien la que encuentra los repudios más violentos. Sócrates insiste en proponer su visión de la república ideal y, entre muchísimos argumentos, recurre a dos parábolas, la de las líneas divididas y la de la caverna. En esta última, la más famosa, Platón hace una correspondencia perfecta de imágenes y de niveles del mundo: el sol como representación de las Ideas (el Bien, la Verdad); unos hombres cargando unas estatuas que sobresalen por encima de un muro son las copias (los objetos del mundo) y, en el fondo de una caverna, las sombras de esas estatuas (los fantasmas). Los habitantes de la caverna, que sólo ven las sombras, toman éstas por lo verdadero. Salir de la caverna, reconocer las estatuas, contemplar al sol de frente es un proceso de iluminación y de conocimiento. Pero el regreso a la caverna de un iluminado es mortal: su conocimiento del verdadero bien lo pondrá en confrontación directa con quienes creen aún en las sombras.

Guzmán aceptó los argumentos de los interlocutores de Sócrates: sólo el poder es real, sólo la injusticia y la corrupción vencen; pero también le dio la razón a Sócrates en el sentido de que el mundo opera como en la fábula de la caverna. Hay un sol, que no es el Bien, sino el Poder; hay estatuas, que son los actores sociales o la sociedad en movimiento; hay sombras, que son las ideas, los sentimientos, las entidades políticas como soberanía popular, supremacía de la ley, justicia, etcétera; y también hay los Sócrates, quienes en este mundo sin Ideas platónicas se reducen a ser los comentaristas del proceso o los visionarios críticos (y no menos inútiles).

En este punto, la experiencia política de Guzmán durante el régimen de Álvaro Obregón, de la que se debe destacar su cercanía con personajes como Jorge Prieto Laurens, presidente del Partido Cooperatista Nacional, quien representaba lo mejor y lo peor de la política mexicana; y la experiencia intelectual de su exilio en Madrid y París a mediados de los veinte, que incluyó una profundización de la problemática vanguardista más amplia y radical que la expresada en A orillas del Hudson, son dos vertientes que se encuentran en el mismo delta de esa recuperacion de múltiples valores e intensidades de su vida durante la Revolución.

Este encuentro de corrientes vitales hace comprensible la transformación íntima, personal, de una idea singular en una revelación histórica (la correspondencia del modelo platónico invertido con la realidad mexicana) y en una convicción artística (el proceso inverso: el reconocimiento de que la realidad mexicana podía convertirse en una novela que respondiera punto por punto con ese esquema universal de La república platónica, ambas despojadas de sus ambiciones utópicas). De esa manera, si Guzmán había sido un personaje explícito de El águila y la serpiente; en La sombra del caudillo sería la sombra de Sócrates, tan culpable como todos y tan lúcido o iluso como ninguno.

A través de sus experiencias políticas desde la Revolución hasta la rebelión delahuertista, de unos textos de A orillas del Hudson, de la escritura de El águila y la serpiente y de los acontecimientos históricos de 1920 a 1928, La sombra del caudillo encarnó el tableau político de la caverna y la realidad patria en una narración insuperable porque la inversión de Platón implicaba también la creación de un nuevo discurso novelesco: la superación de los lenguajes moralistas de la novela decimonónica (hasta la época misma de Guzmán). Con esta superación, Guzmán les regresa a los personajes, a la naturaleza y a la narración su libertad.

En vez de colocarse en el sitio de un juez moralista que santifica y condena el aspecto y la conducta de los personajes, que convierte al paisaje en una cárcel determinista o un paraíso sublime, y que interrumpe o dilata el discurso con sentencias de valores personales, Guzmán dejó que sus personajes históricos y semificticios actuaran su potencia subjetiva; que el paisaje revelara su capacidad simbólica; que el discurso siguiera el ritmo natural de sus imágenes y acontecimientos. La función de la naturaleza en El águila y la serpiente y La sombra del caudillo es un dato clave para saber que Guzmán nunca se olvidó del problema del simbolismo. Sus paisajes ya no son trascendentales, aunque mucho de su sentido siga dependiendo de las atribuciones de los sujetos que los contemplan. Ése es el caso de los volcanes y del Ajusco en el segundo capítulo de La sombra del caudillo, cuando Rosario les atribuye a los primeros un "alma y vestidura de mujer" y al segundo, una esencia varonil. A diferencia de una interpretación límpidamente romántica, estos símbolos no son ni el reflejo de un estado de ánimo, ni la causa de una alteración íntima. Lo que pierden en trascendencia lo han ganado en inmanencia, y será la luz, la luz del valle de México en todos sus matices la que constituya en las obras de Guzmán la presencia del espacio único, de nuestro espacio.

Es cierto, Guzmán no llega, como Rulfo, a convertir la naturaleza en un personaje más; pero la luz del valle en las descripciones de Guzmán es el escenario más autosuficiente de la literatura mexicana. Esta elaboración amorosa de "la región más transparente" como un auténtico espacio donde se vive, donde se está, es más admirable aún por el hecho de que Guzmán no evadió ningún riesgo de caer en el lugar común. Su lucidez y sobre todo la pasión de su mirada rescatan lo más auténtico de esa tradición: con Guzmán, revivimos el fervor singular de Juan Nepomuceno Adorno en la introducción a la edición inglesa de su Armonía del universo de 1852 y sentimos la cuidadosa descripción científica del Conde de la Cortina en su Determinación físico-geográfica de la ciudad de México y su valle en 1858. En ambos está presente una sensibilidad inmediata que no se ha distraído con teorías y mitos sobre la naturaleza americana encontrados en lecturas de científicos y viajeros europeos, en especial de Alejandro de Humboldt.

Este espacio, este ámbito de luz donde la oscuridad es parte de la misma luz, es indispensable en La sombra del caudillo para el desarrollo de la narración y de la tragedia dentro de la narración. Los momentos clave de la obra dependen de esta presencia de la naturaleza; aún más, es la naturaleza la que permite a los personajes y a los acontecimientos acceder a sus niveles trágicos y simbólicos.

El encuentro inicial de Rosario con Aguirre, la primera entrevista de Aguirre con el Caudillo, la fuga de Axkaná González, herido, al final de la novela son pasajes cuyo sentido estructural y simbólico dependen de su posición en el espacio, los dos primeros en el valle de México y el último fuera de él. El simbolismo sexual que opone los volcanes al Ajusco se disuelve con el contacto de los cuerpos de Rosario y Aguirre; y la oposición de los cuerpos se disolverá a su vez con la súbita tormenta enviada por el Ajusco. Aún más, el agua funde todo en una gran unidad natural y simbólica: "El agua acaparaba de pronto la esencia de todas las cosas: desaparecía el valle bajo la catarata".(18)

El encuentro de Aguirre con el Caudillo se da en la terraza del Castillo de Chapultepec. A lo lejos está "el panorama del campo, de las calles, de las casas"; pero en medio están las frondas de los árboles del bosque que, vistas desde arriba, "cobraban realidad nueva e imponente", porque ese mar verde ha transformado la escena de la ciudad-bosque-castillo en una reproducción sensible de la caverna platónica, de una caverna platónica invertida en sus términos idealistas: el sol es el Poder y el Poder está encarnado en el Caudillo, quien, a través de una aparente naturalidad, convierte a la sociedad en su sombra. Aguirre es una sombra más y al mismo tiempo una forma especial. La dualidad de la imagen que Guzmán se había hecho de Obregón en El águila y la serpiente se proyecta en la escena de la terraza y nos encontramos con un Obregón desdoblado: uno se presenta como entidad no abstracta pero sí suprapersonal, la figura del caudillo; y otro, como personaje subordinado que actúa en obediencia a parlamentos, guiones, protocolos prescritos por la política, las convenciones sociales, las ventajas militares.

Aguirre quiere convencer al Caudillo, contra los deseos de sus partidarios, de que él no pretende ser su sucesor. El Caudillo lo somete a un interrogatorio muy breve y decisivo que muestra con exactitud -como en reflejo- los niveles de verosimilitud entre los que se mueve el propio Caudillo: "Lo que le pregunto, Aguirre [...] no es si en efecto piensa usted lo que está diciéndome. Le pregunto si piensa en efecto lo que respondió a sus partidarios. Dos cosas bien distintas. ¿O no me explico?" Sin preámbulos, sin citas, sin lecciones, el Caudillo le está revelando a Aguirre y al lector la forma de esta caverna realista, inversión de la platónica; los límites de este contrato anti-rousseauniano: que Aguirre le pueda estar mintiendo al Caudillo es algo que a éste no le importa, pues es irrelevante en la relación entre una sombra y el sol; lo relevante para el Caudillo es la relación entre sus sombras. La moralidad convencional está muy lejos de funcionar aquí como medida y justicia de la veracidad; lo importante es la potencialidad de los actos, la fuerza que una expresión pueda tener en la realidad.

Cuando Aguirre sale del Castillo y desciende hacia la ciudad, o sea hacia el nivel de las sombras, convencido de que no logró convencer al caudillo, inicia su proceso de transformación en protagonista trágico.

La claridad de Aguirre ante la disociación de convencimientos sólo es comprensible en la medida en que Guzmán está señalando a cada momento de esa entrevista que Ignacio Aguirre es el alter-ego del Caudillo. El joven ministro de Guerra no sólo representa a Obregón antes de que éste se convirtiera en caudillo; aún más, representa lo que Obregón hubiera podido ser si no hubiera sido tan buen actor: el error mortal de Aguirre es su ceguera para percibir estas virtualidades simbólicas; y el otro error mortal es el de Axkaná, quien las percibió muy bien pero no pudo lograr que su amigo las entendiera.

A partir de ese momento de regreso a la ciudad, se define la coherencia con la cual Aguirre asume paso a paso su propio destino afirmando su corrupción política ante su rival, el general Jiménez; y su corrupción moral ante Tarabana ("Eres un sinvergüenza de mucho talento y yo, aunque sin tu talento, soy otro sinvergüenza"). En ambos casos, sus interlocutores quieren distanciarse de su lenguaje claro y directo, pero él insiste, no tanto para convencerlos a ellos como para impedirse a sí mismo cualquier escapatoria de esa súbita desnudez con la que se le vuelve inevitable su destino.

Asumirse a sí mismo, con su corrupción, con su lealtad a sus amigos y a sus partidarios (por suicida que sea la primera y por absurda que sea la segunda), con sus incongruencias de político, es el único recurso de transformación. Guzmán no espera ninguna redención moral, ni la desea; busca que los valores del personaje no queden atrapados en una interioridad que los corrompería incluso como valores, por negativos que éstos sean. Es el único camino que tiene Aguirre para acceder a una salvación de sí mismo ante sí mismo, aunque sea la derrota total ante los otros.

Derrotado, traicionado, engañado, Aguirre muere como un héroe trágico: "Cayó, porque así lo quiso, con la dignidad con que otros se levantan".(19) La presencia de la voluntad es destacada en este último momento de la vida de Aguirre: era lo único propiamente suyo desde que había decidido manifestar su interioridad. Para ver esa intimidad de un acto aparentemente ajeno a la voluntad se necesitaba conocer profundamente a Aguirre. El único que podía percibir esa transformación era Axkaná: "sintió el entrar de la bala en su cuerpo: del lado izquierdo, entre la tetilla y el hombro, y se abatió a su vez. Pero no cayó al golpe de dolores insoportables, ni por un verdadero desfallecimiento físico, sino por la irresistible necesidad de sucumbir también, de sucumbir con su amigo: porque era sentir consuelo recibir la muerte de la misma mano".(20)

La tragedia aquí termina. Falta que termine la novela: con el último avatar de Sócrates y con el regreso a la ciudad. Axkaná es la inversión de Sócrates o, mejor dicho, es el Sócrates de un proyecto de república donde no hay Ideas platónicas, sólo realidades descarnadas de política "natural". Porque Axkaná conoce bien las reglas del juego y, sin pretender idealistamente cambiarlas, quiere racionalizarlas: "Políticamente -le dice Axkaná a su amigo a propósito de la entrevista en Chapultepec- el Caudillo tiene razón. Juzga tu caso refiriéndolo a uno cualquiera de sus generales, como si se tratara de él mismo. ¿En las actuales condiciones tuyas no andaría él bregando ya por llegar a presidente?" Axkaná revela el entramado simbólico de la novela y su razón, en la vigilia, no produce monstruos, hace previsiones: la política es un territorio bien acotado de fuerzas y de máscaras donde basta la correlación de intereses y de funciones para adelantarse a los hechos. Sin embargo, la razón sabe, también, que más allá operan otros factores cuya previsión es imposible, así como es imposible impedir que esos factores intervengan en la política:

"-Pero entonces vuelvo a lo que decía: ¿por qué ha de creer eso el Caudillo, si no es verdad? Tú sabes que yo, sin la menor reserva, acepto a Jiménez como sucesor de él.

"-Yo sí, por supuesto; pero lo sé porque lo creo. Él, como no lo cree, no lo sabe".(21)

La política desemboca, o nace, en las creencias: puede ser el teatro mortal del Poder, pero a su alrededor -en bambalinas y en las butacas- está la presencia inevitable de las creencias. Sócrates tenía razón, parece decir Axkaná, cuando antes de tomar la cicuta pidió a sus discípulos que le enviaran un gallo a Esculapio; pero se equivocaba en creer que el sabio o filósofo de su república representaría al Bien, pues la única sabiduría o filosofía posibles son las del Poder, y el Poder usa la razón y usa la fe, sobre todo para creer en sí mismo.

Y para salvarse, Axkaná, después de ser herido, tiene que descender, a través de la misma naturaleza que separaba al Caudillo de sus sombras: a diferencia de Aguirre, que bajó de la residencia del falso sol, Axkaná descendió del mundo de los muertos. En su descenso, los dos llegaron a la ciudad de la luz y de las sombras: "A su izquierda, como a cincuenta pasos, sobresalían apenas, rozando casi el borde del talud, los árboles del precipicio [...] Brincó con tal furia que no parecía querer salvarse, sino suicidarse, acabar de una vez.(22)

" La escena de Axkaná y la siguiente, que cierra la novela, traducen la fábula de la caverna a una imagen más reciente y tal vez más apremiante: esta sociedad mexicana encerrada en su inmanencia de servilismo, obediencia, silencio, sumisión bajo la falsa iluminación del caudillo, pero inmersa en la singular e incomparable luminosidad del valle, es una ilustración privilegiada de la realidad que Rousseau quiso cambiar con el Contrato social y con el Emile.

Por donde se llegue, el resultado es el mismo: nunca ha habido un Paraíso, ni habrá nunca una república platónica. La sociedad basada en el Bien que Sócrates concebía como posible o aquella realizable a través del contrato rousseauniano sólo pueden expresarse a través de una metáfora: la luz del valle de México.

 

-Sin embargo, la luz es real -insistía Guzmán.

 

Notas:

(1)En Febrero de 1913, publicado en 1963, no reconozco ya nada de la fuerza original y de la voluntad reflexiva de Martín Luis Guzmán en los otros libros mencionados. Las dos Muertes históricas, publicadas como libro en 1954, están fechadas en 1938.

(2)Antonio Caso, Ensayos críticos y polémicos, Cultura, México, 1922, p. 74.

(3) Ibid.

(4)Martín Luis Guzmán, A orillas del Hudson, en Obras completas, tomo I, FCE, México, 1984, p. 89.

(5)Ibid., p. 59.

(6)Ibid., p. 88.

(7)Ibid., p. 74.

(8)Apunte sobre una personalidad, ibid., tomo I, p. 940.

(9)Ibid., p. 946.

(10)A orillas del Hudson, ibid., p. 91.

(11)Apunte sobre una personalidad, ibid., p. 945.

(12)El águila y la serpiente, ibid., p. 289.

(13)Ibid., p. 493.

(14)Ibid., p. 272.

(15)Ibid., p. 249.

(16)Loc. cit.

(17)Hernán Rosales, La niñez de personalidades mexicanas, Talleres Tipográficos de la Nación, México, 1934, p. 110.

(18)Guzmán, La sombra del caudillo, ibid., p. 508.

(19)Ibid., p. 644.

(20)Ibid., p. 645.

(21)Ibid., p. 533.

(22)Ibid., p. 646.

 

 

Jorge Aguilar Mora, "El fantasma de Martín Luis Guzmán", Fractal n° 20, enero-mrzo, 2001, año 5, volumen VI, pp. 47-76.