JOSÉ MARÍA ESPINASA

Roger Bartra,
gramática de la melancolía

 

La mirada antropológica

Una cosa que me llamó la atención sobre la figura intelectual de Roger Bartra, desde mucho antes de conocerlo en persona, y también antes de leer sus libros, fue que en las apariciones en los diarios y revistas mexicanos, ya sea con ensayos o entrevistas, en sus datos biográficos siempre se insistía en su formación profesional: la de antropólogo. Sus lectores, sin esa información, piensan –dependiendo de qué libro se lea- en un sociólogo, en un analista político, en un ideólogo, en un historiador de las mentalidades o en un filósofo. Pero ante la adscripción profesional de antropólogo hay –por lo menos lo había y lo sigue habiendo en mí- un gesto de sorpresa. No me parece suficiente señalar para dicha insistencia que esas breves notas biográficas responden al dato real, más bien pienso que se coloca allí la mención porque resulta extraña en un escritor tan vinculado al presente: hay en el calificativo un regusto a lo antiguo, a lo lejano en el tiempo. Cuando lo conocí y fuimos amigos me dijo que su primera vocación fue la de arqueólogo, una manera más subrayada de su relación con lo antiguo, y pienso en su obra presente como una "arqueología de las mentalidades".

Es cierto que la antropología moderna tiene una rama fundamental en el estudio de lo cotidiano, pero esto viene después del prejuicio señalado. Y Bartra a lo largo de más de una docena de libros parece haberse propuesto eludir que lo etiqueten en un compartimiento estanco del conocimiento. En cambio, cuando yo me he planteado la necesidad de ubicarlo en un contexto intelectual de manera genérica le pongo sin lugar a dudas el calificativo de ensayista, y lo ubico orgullosamente en la tradición de Montaigne hasta nuestros días, la que en español ha tenido importantes practicantes y México no es la excepción en ese desarrollo.1


Perfil biográfico

Bartra nace en 1940, la década en que se escribe El laberinto de la soledad (se publica como libro en 1950 pero algunos fragmentos aparecen en diferentes revistas en la década anterior) y empieza a vivir su adolescencia y juventud en la misma época en que ese libro empieza a volverse una referencia necesaria dentro de la reflexión nacional en cualquier área profesional y en pleno desarrollo de la búsqueda de identidad del mexicano (momentos clave: los libros de Samuel Ramos, Octavio Paz y Jorge Portilla).2 Esta búsqueda nace con una función contradictoria: legitimar el nacionalismo triunfante que emerge de la revolución y, a la vez, decodifica -al reflexionar sobre ella- esa imagen preparada expresamente para coincidir con el discurso, no con la realidad. En este caso, paradójicamente, buscar lo que (se supone) ya se tiene: una identidad.

La psicología, la filosofía, la estética, hasta la biología y la medicina –si fuera ahora se hablaría de un código genético propio del mexicano- se pusieron al servicio de esa búsqueda de identidad, y no hay duda, se han producido una serie de reflexiones muy interesantes y enriquecedoras de la cultura, pero también hay una acumulación de lugares comunes acríticamente aceptados, que -a su vez- pasaron a formar parte de nuestra "identidad".En ese contexto Bartra comienza su trabajo ensayístico en los conflictivos años sesenta, caldo de cultivo de muchas de las inquietudes que aún nos quitan el sueño en este cambio de siglo y de milenio.

El México que va de las luchas de los ferrocarrileros a la de los estudiantes pasando por las de médicos y maestros, de bruscos cambios estéticos y literarios –la generación de la ruptura, la Revista Mexicana de Literatura, La Casa del lago-, de los primeros focos guerrilleros a la matanza del 68 como colofón. Pensar en esa década la identidad del mexicano fue un poco buscar desarticularla, cuestionar sus fundamentos ideológicos y metodológicos de raíz. Por entonces Bartra se ocupa de cosas que hoy nos suenan a chino como el modo de producción asiático y otras especializaciones de la ideología transformada en método. No vivía en México cuando el 68, pero su postura –como la de otros intelectuales de su generación con un pasado político similar- no derivó de la aceptación dogmática de esquemas de pensamiento sino de la puesta en duda de las metodologías aprendidas y de las verdades absolutas. Más cerca pues del aspecto lúdico del mayo parisino que del fúnebre octubre mexicano en aquel año.

Fruto de ese trabajo fue un Breve diccionario de sociología marxista, una antología sobre el asunto de la producción asiática y varios ensayos de análisis político. Vale la pena detenerse en aquellos años en su obra en los que la metodología no se presenta como sentido sino como herramienta y en donde el compromiso ideológico evidente no pierde de vista las limitaciones inevitables de toda reducción conceptual. La ortodoxia se va diluyendo en la dialéctica -estaba de moda usar esa palabra sin saber del todo su significado- de la teoría y la práctica. Años en que el Partido Comunista Mexicano deja la clandestinidad, surgen las luchas del sindicalismo universitario y la formación de nuevos partidos, como el Partido Mexicano de los Trabajadores.

Retrospectivamente no es difícil ver en los trabajos "ortodoxos" de Bartra la heterodoxia que vendría después, pero donde se manifiesta de manera muy evidente es en el libro Las redes imaginarias del poder político, aparecido en 1981. En los ensayos ahí reunidos Bartra pasa revista a algunas de las teorías más innovadoras sobre el poder, y lo hace sin complejos tercermundistas y mostrando cómo algunos planteamientos muy interesantes acaban o en una trampa metodológica o mordiéndose la cola –pienso por ejemplo en Michel Foucault-, mostrando además la manera en que estas teorías se relacionan con el contexto mexicano. Esta obra sirve de bisagra para fertilizar su trabajo con contenidos más imaginativos, venidos del terreno del arte y la literatura e inicie un proceso de revisión de lo mexicano que lo llevara a un libro fundamental, La jaula de la melancolía en 1987.

El pensamiento ensayístico

El descubrimiento de un pensamiento multidisciplinario lo lleva a cuestionar los compartimentos estancos de un pensamiento que responde a la necesidad de unos aparatos ideológicos de estado, y subraya la necesidad de permanecer en movimiento respecto a las hipótesis formuladas anteriormente y a como estas se convierten en formas de legitimación del poder. Es el arte lo que mejor se sustrae al destino legitimador y Bartra busca para sus ensayos la misma condición. Sabe que al discurso dominante en ese terreno, ejercido de manera brillante por Octavio Paz, no hay que oponer una iconoclastia pedestre ni una reverencialidad servil. La admiración, para serlo, debe ser una admiración crítica, que busque situarse como interlocutor real de su modelo.

A la formulación de una certeza –Paz tiene como interlocutor natural a la izquierda- va a suceder, en los años noventa un abandono (por lo menos temporal hasta cargarlas de un nuevo sentido) de las etiquetas reduccionistas y cada vez menos útiles entre izquierda y derecha. La melancolía tendrá que dejar de ser una jaula para ser un ámbito de libertad y –tal vez- dejar de ser melancolía. En este periodo los textos de Bartra entran cada vez más en confrontación con los gurús de la izquierda nacional, y al evidente desplazamiento de intelectuales contemporáneos suyos hacia la derecha él se resiste y sigue escribiendo textos que analizan la realidad política desde convicciones aún válidas: una sociedad más democrática, igualitaria en el terreno civil, tolerante con las diferencias, más justa en lo económico, más libre y activa en el ámbito creador. Sabe, además, que no pueden ser sólo buenos deseos.

En 1988 la votación masiva para Cuahutemoc Cárdenas, líder de un Frente electoral, toma por sorpresa incluso al propio candidato, pero mientras el aparato del estado se reacomoda y agrupa casi de inmediato la izquierda no sabe qué hacer con sus votos y su fuerza. Empiezan esos largos años llamados de transición a la democracia y en los cuales Bartra refuerza su convicción de que esas distinciones decimonónicas no sirven para describir lo que sucede en México y que el fenómeno es mucho más complejo. Por otro lado se niega a ser utilizado como intelectual orgánico de un aparato, tenga el signo que tenga, y prefiere ejercer su labor reflexiva de una manera ambiciosa y rigurosa, con un aliento poco frecuente en México, en un extraordinario díptico formado por El salvaje en el espejo y El salvaje artificial.

Estas dos partes de un mismo y extenso ensayo son en realidad una crítica de la mirada que el imaginario europeo tuvo y tiene sobre América a partir de una revisión de concepción del salvaje como figura del discurso en todas sus manifestaciones –icónicas, ideológicas, filosóficas, literarias, míticas y artísticas. Representan otras vuelta de tuerca en la obra de Bartra pero están directamente conectadas con sus meditaciones sobre el mexicano; al mostrar la evolución y los aspectos de la evolución del mito del salvaje describe lo que Europa quería ver en América y lo que veía en sí misma, también lo que no quiere ver ambos lugares.

Entre la aparición de ambos libros –el primero en 1992 y el segundo en 1997- tiene lugar el levantamiento zapatista en Chiapas. Con relación a él Bartra ha mantenido una de las posturas más inteligentes entre los intelectuales mexicanos, al no dejarse deslumbrar por los espejismos sentimentales de una revolución posmoderna. Comprende los peligros de la ingenuidad revolucionaria y las trampas de una fe voluntarista, prefiere sopesar argumentos y señalar esos peligros en un libro como La sangre y la tinta, ensayos sobre la condición postmexicana, de 1999, y volvemos a comprobar la vigencia de sus ensayos políticos en La democracia ausente (primera edición 1986, segunda edición revisada y aumentada 2000) y Oficio Mexicano (1993). Bartra sabe que su función es más preguntar que responder, pero una pregunta que no tiene respuesta es una pregunta mal planteada, no un misterio.

Este recorrido por la bibliografía bartriana no estaría completo sin mencionar El siglo de oro de la melancolía, publicado en 1998, ambicioso texto que lo regresa, pero de otra manera, a las meditaciones sobre la melancolía. Se sumerge en las raíces históricas del concepto y en su vinculación con la literatura –el volumen incluye una serie de textos hispanos y novohispanos sobre el asunto, estudiados y anotados con rigor. Bartra es cada vez más descriptivo pero su descripción es literatura en todo el sentido de la palabra.

La paradoja como método

Después de este breve recorrido generalizador vale la pena matizar cada punto y detenerse en ciertos momentos del desarrollo intelectual de su autor. Por un lado Bartra surge como ensayista en la década de los sesenta, en un momento en que el marxismo ha iniciado el camino para volverse un lastre del pensamiento pero aún tiene –y tendrá- una enorme influencia en los medios académicos hispanoamericanos, y especialmente en el de la antropología, su primera (no hay que olvidarlo) formación profesional. En aquellos años de aprendizaje, con su interés en el "modo de producción asiático", mostraba un deseo de situarse en el contexto real de un país real –surgido como fruto de una revolución campesina castigaba y detestaba el campo, y en el cual la agricultura se volvía cada vez más un manantial de retórica y una excusa para dar trabajo a la cada vez más floreciente clase de los "licenciados" en el poder, un arcaísmo en un país con una modernidad ficticia pero ideológicamente rentable. México se quedó sin agricultura pero no gano modernidad sino burocracia. La subsistencia del "modo de producción asiático" era –es- característico de lo que en ese momento aún no se llamaba tercer mundo. Lo que queda claro es que Bartra quiso entender las cosas desde la misma base: La lucha entre una fuerza de trabajo sobreexplotada y una tecnología subutilizada o de plano ausente.3

Ese aprendizaje de una método –"véase: Codificación, Comparación, Escalas, Verdad (Criterio de)"- le permitió hacer el autoproclamado como provocador Breve diccionario de sociología marxista, un libro interesante todavía precisamente porque no es un diccionario sino una serie de tópicos puestos en juego gracias a la apariencia de serlo. En ese lejano año de 1972 Bartra quería distanciarse del dogma y empezaba a cultivar la paradoja, cuestionaba al mismo tiempo la pobreza de la academia y la banalidad de los manuales.

Su obra mostraba la voluntad –y la necesidad- de incorporar un cierto carácter juguetón al texto, de provocar la deriva entre las disciplinas, de romper los moldes de la especialización, de interconectar la capacidad lúdica del arte con la ciencia y en especial con esa especie de contradicción en los términos llamadas ciencias humanas. Por eso en su siguiente libro, Las redes imaginarias del poder político puede tomar conceptos de la psicología freudiana tanto como de la mitología, de la estética como del uso común del lenguaje y de las frases hechas. Empieza a buscar libros que sean "obra abierta", no conclusiva. El concepto de red, no empobrecido por el internet, emparenta con el rizoma de Deleuze/Guattari y establece una crítica de la razón del poder vinculada con lo que unos años después en Europa se llamaría crítica de la razón cínica.

La crítica del poder en México la habían hecho con frecuencia los novelistas y los poetas, los pintores y los caricaturistas, pero no era frecuente que la hicieran los "científicos humanos", parecía que eso, su campo natural, los paralizaba y la convicción del compromiso les impedía el humor y la imaginación. Bartra quería desembarazarse de ese lastre dogmático sin renunciar a ciertas exigencias de rigor metodológico. Por eso conserva el lenguaje e incluso estructuras reflexivas que contrastan con la ironía y la voluntad de juego. Leído ahora sigo pensando lo mismo que cuando lo leí por vez primera: es un libro lleno de intuiciones y de certeras críticas, pero un tanto confuso en su conjunto.

De la red a la jaula

Las redes son jaulas para los peces: cuando Bartra encuentra en el ajolote su la representación zoológica de la evolución del mexicano escribe La jaula de la melancolía. La ideología como una cárcel no es ciertamente una idea marxista, teoría que se piensa a sí misma "como una ideología liberadora" de la propia ideología. El humor melancólico –la bilis negra- es más que una ideología –es una enfermedad, un estado de ánimo, una apariencia...- pero es sobre todo ideología, así que Bartra parte de allí para establecer su crítica: un pueblo –el mexicano- que se burla de la muerte, juega con ella, tiene una tristeza heredada y un destino inevitable ¿De verdad esto es propio del mexicano? No se ha hecho más bien una teatralización de algo común a muchas culturas para legitimar un estado de subdesarrollo fácilmente explotable. Tan lugar común como decir que los brasileños son gente permanentemente alegre, los peruanos traicioneros o que los cubanos viven bailando.

En La jaula de la melancolía se desmontan varios de estos estereotipos sin intentar establecer nuevos y con la plena conciencia de hablar desde ellos. Frente a los libros anteriores de este autor es el más reflexivo y el menos militante –al realizar su fenomenología del mexicano pone en suspenso sus juicios para permitir que el discurso reflexivo se construya sin ellos-. Su análisis se ocupa de los comportamientos ideológicos en la construcción de variantes con relación al esquema original, pero también realiza una crítica de la misma necesidad de tener una imagen –y una aquí significa excepcional y propia- de lo mexicano.

Para Octavio Paz en los años cincuenta –o para pensadores agrupados en la revista Hiperión, como Leopoldo Zea- definir nuestra idea del mexicano era entrar en posesión de ella, mientras que para Bartra definir implica el riesgo paradójico de desconocer al entrar en propiedad de un lugar común construido en y por la ideología, no por la realidad. En la misma comparación de los títulos está la diferencia entre ambos libros: mientras el laberinto admite salida y propone una movilidad al interior de esa soledad, la jaula es cárcel y la melancolía inmovilidad, tal vez parálisis. Hay más distancia –menos entusiasmo- en la necesidad de Bartra de definir lo mexicano.

En los años cincuenta El Laberinto... fue contemporáneo de obras como Pedro Páramo (Rulfo, 55), Confabulario (Arreola, 57) en literatura, Los olvidados (Buñuel, 1954) en cine y de la pintura de Juan Soriano. Mientras que La jaula... lo fue de la narrativa y el teatro de Hugo Hiriart, la poesía de David Huerta y la música de Mario Lavista: la sincronía es otra, y si la soledad se ha transformado en melancolía se debe al abstracto "nosotros" de lo mexicano disperso en las contradicciones del yo, tu, él -cuando el individuo se quiere menos colectivo, menos gregario-. La causa de la soledad es compartida por la colectividad mientras las razones de la melancolía ya no. En ambos casos sigue siendo una descripción generalizadora, pero con objetivos distintos. Hay en la obra de Bartra un carácter reactivo que Paz no tiene, o no de la misma manera, frente a Caso, Cuesta o Ramos. El descubrimiento de El laberinto... lo ve como encubrimiento, y es evidente que hace ambas cosas: descubrir y encubrir. A su vez La jaula... no descubre, muestra. Sin embargo no se trata de un texto desposeído de lo mexicano sino fascinado por los fantasmas convocados. Al igual que para Monsivais en su teatro de palabras, para Bartra el nacionalismo es más un escenario que una patria discursiva. No se trata, evidentemente, del final de esa búsqueda, después de este libro ha seguido escribiéndose y polemizando sobre el asunto.

Para Bartra lo que vuelve interesante la reflexión es precisamente el círculo vicioso provocado. Lo piensa desde una perspectiva ya formulada en Las redes imaginarias: el poder como aparato –la superestructura- y el poder como hecho concreto. El recuento de la amplia bibliografía sobre lo mexicano le sirve para ver no lo erróneo o cierto de cada mirada sino cómo se articulan entre sí creando una tradición y unos usos del poder. Hay sobre todo una mirada antropológica sobre el presente, distinta de la de Ramos –filosófica- y Paz –mitológica-. Por eso después de escribir El laberinto de la soledad Paz escribe El Arco y la Lira, mientras que Bartra después de La Jaula de la melancolía, un estudio sobre el salvaje.

Así la mirada poética de Paz se da hacia delante mientras que la antropológica de Bartra se da hacia el pasado. Pero el futuro de Paz es el pasado de Bartra, los cuarenta años transcurridos entre un libro y otro son el lapso en el cual el planteamiento de El laberinto... se fosiliza: Bartra quiere, al discutirlo, quitarle esa condición calcárea, devolverle vida. Por eso quiere ser su interlocutor, no dejarlo en manos de la demagogia del político priísta ni tampoco en las de una ignorancia conservadora, menos aún –allí ya es irrescatable- en el vandalismo manipulable de los grupúsculos ultras. No deja de ser sintomático que haya tardado casi cuatro décadas en hacerse una lectura crítica de El laberinto... desde la izquierda asumida como oposición.

¿A qué se debió esa tardanza? La izquierda, empeñada en reducir todo a esquemas ideológicos o económicos no podía entender el punto de partida de un libro como El laberinto de la soledad que, al situarse en el terreno de lo imaginario, rompía con los cartabones dogmáticos e incorporaba el sentido del mito a la reflexión. La izquierda mexicana nunca ha renunciado a ser un discurso dominante y esa cualidad, la renuncia, es esencial para practicar el ensayo. Bartra lo entendió muy bien y desde allí, desde el terreno del mito, ejerció su crítica. Por eso incorpora a su discurso la capacidad de la metáfora –desde el título mismo- y utiliza ese "enigma biológico" , el ajolote, como leitmotiv a lo largo de todo su texto.

El tono erudito no impide (aunque sí dificulta) que tenga una carga lúdica y que Bartra juegue con los conceptos, los potencie a partir de una combinatoria de disciplinas –la literatura, la psicología, la historia de las religiones, la biología y, desde luego, la antropología- para poder ver el fenómeno desde distintos aspectos. Como se dijo, Bartra es más bien escéptico ante esa "identidad del mexicano", de la que Paz tenía necesidad para articular su discurso, lo que le permite sacar a la luz sin complejos los aspectos ocultos consciente o inconscientemente en otros autores.

En determinados momentos se perfila una preocupación futura en el autor: la historia del hombre salvaje, icono similar en su funcionamiento al ajolote, un estado de humanización anterior al hombre, aún no del todo desarrollado pero ya capaz de reproducirse en su innumerable descendencia en las artes y en las mentes, atractivo y repulsivo a un tiempo, justificación de un ejercicio de poder no siempre legítimo, busca dominar a esa otredad que en realidad se define por ser ingobernable, es su resistencia al poder la que le da su condición como tal.

En una sucesión de máscaras el pasamontañas no dejaba de ser un señuelo aunque sea un señuelo inteligente y práctico. Como elemento más mítico que práctico la rebelión zapatista ha creado un verdadero aluvión de iconos, algunos muy afortunados, y una no menos masiva avalancha de papel impreso, ésta no siempre afortunada. Y se ha quedado ahí, como un fantasma en las montañas del sureste, con todas las cualidades míticas de un hombre salvaje, y tal vez aislado por un régimen hábil en su poco efectivo accionar sobre la realidad a corto plazo.

En 1994, cuando se produce el levantamiento indígena zapatista en Chiapas, Bartra tiene entre los analistas de izquierda una posición mejor para comprenderlo, ya que sus estudios lejanos sobre el modo de producción asiática se volvieron de una incuestionable actualidad, a la vez que está vacunado contra la demagogia que un régimen de partido único había usado y manipulado, hasta vaciar de sentido las nociones de lo indígena.

La realidad del bosque o de la selva, como ocurre en Bajo los acantilados de mármol de Ernest Junger, es una realidad otra, tanto en el tiempo como en el espacio, su accionar se da en el terreno del mito, pero si a la vez el mito es un motor de la imaginación y un "aparato ideológico de estado" (para usar una nomenclatura en boga en aquellos lejanos setentas), no se puede descuidar su acontecer inmediato. Por eso Bartra ha combinado en la década de los noventa un ensayo de largo aliento, con amplio trabajo de documentación e investigación, con ensayos de circunstancias, de polémica en corto, pero van más allá de su momento, y establecen un modo crítico de la razón, incluso de la razón ante el mito, poderosa atracción milenarista en estas fechas y a la que no se quiere dejar llevar.

Por eso su posición ante El laberinto de la soledad adquiere en ciertos momentos un tono iconoclasta, ya que en la obra de Paz es el libro menos racional, el más cercano a un animismo. apto para mistificar y no para mitificar, más cercano a la trampa de la fe que a la creación. No podía Paz enfrentarse a lo mexicano como años después lo hizo frente a lo indio –me refiero al pueblo asiático, no al indígena mexicano-, pues estaba demasiado involucrado con la función en presente de su ensayo.

La independencia intelectual del mexicano

Al país le tomó cien años para declarar su independencia intelectual, y no pudo hacerlo después de la guerra de independencia en 1820 sino pasada la revolución mexicana, y el retraso histórico se volvió un desfase necesario. Roger Bartra supo entender la inevitable impostura que recorre toda la reflexión sobre lo mexicano, incluso en los momentos más brillantes, pues buscaba legitimar dos momentos históricos distintos en un mismo gesto, a la vez que otorgarle modernidad. El establecimiento de una raíz de lo mexicano en la época prehispánica tiene un gran éxito al distanciarnos de lo español haciéndonos diferentes –únicos- en occidente, y ese pragmatismo impone el valor de verdad del argumento. Bartra, más riguroso, y ya de salida de las obligaciones impuestas por el nacionalismo postrevolucionario, ve con mayor claridad que se legitima como raíces prehispánicas lo que son en realidad sincretismos virreinales, mucho más unidos de lo que se cree a la herencia española.

La preponderancia de la máscara como figura metafórica: los teóricos de lo mexicano se dieron cuenta, evidentemente, de que la máscara era virreinal no prehispánica, y perdía su valor de uso demagógico, por eso no se atrevieron a decirlo y le superpusieron una segunda máscara, disfrazada de tiempo sin historia, de origen metafísico, ya no discutible. Al imponerla a la reflexión esa segunda máscara impidió ver hechos concretos –como el giro profundamente anticampesino de la revolución mexicana, con su origen en el campo- más allá de las sugerentes intuiciones que muchos de estos pensadores proponen sobre el carácter del mexicano (pienso específicamente en los trabajos de Portilla y de Reyes Nevares). La función de enmascaramiento no tiene como objetivo inmediato lo social sino lo personal, y sólo después irrumpe en lo colectivo, pero esa psicología al definirse siempre en función de constantes masivas, cuando no de promedios estadísticos, pierde legitimidad. Así, libros como El laberinto de la soledad o La jaula de la melancolía, que hablan desde una colectividad –nosotros los mexicanos-, lo hacen gracias a que aceptan como punto de partida el individuo. Los lectores tienden a convertirlos en manuales de comportamiento y no en textos reflexivos, y es su responsabilidad –o su falta de ella- el volverlos decálogos dogmáticos.

Una de las formas que Bartra tiene de combatir la función estratégica de lo mexicano como legitimación de un statu quo es el extender el valor mitológico de la metáfora hacia el campo biológico, aceptable sólo gracias a su contenido paródico. Lo que entendemos como herencia tiene ese abanico, es a la vez tanto lo legal –digamos una propiedad- como lo ético –una moral-, como lo físico –un carácter biológico-. El ajolote es entonces la encarnación de una situación moral desde el campo de la biología, la cotidianidad de una monstruosidad evolutiva, precisamente monstruosa por su capacidad de adaptación al medio por defecto. Es posible, si nos permitimos la licencia historicista, decir que el PRI en los años cuarentas y cincuentas era un "laberinto de la soledad", mientras que en los ochentas ese aparato se había vuelto un ajolote, una larva nunca transmutada en una verdadera democracia, sobrevive –sobrevive todavía a pesar del dos de julio- gracias a su condición larvaria vuelta cotidianidad.

¿Cómo ocurrió el cambio (mas no evolución)? La soledad se volvió colectividad, el laberinto estaba formado por los otros y se transformo en prisión, la soledad se conservó inmersa en su hábitat, la melancolía se nos presenta como jaula, cárcel. Una prisión, por otro lado, de la que no se puede (ni, tal vez, se debe) escapar, sino ampliar sus límites. Es imposible –al fin y al cabo es asunto de la ideología- poder ver el carácter del mexicano de una manera clínica, fría y aséptica: Bartra trata de verlo en su propia dinámica histórica, sin sujetarse a una toma de partido. Cuando escribe La jaula de la melancolía todavía hay en su pensamiento una gran deuda con el historicismo, en especial en su versión marxista, pero en los libros siguientes –El salvaje en el espejo, El salvaje artificial y El siglo de oro de la melancolía– la distancia (más histórica que afectiva) con el tema le permite una mucho mayor libertad y un uso de referentes muy amplio.

Esos trabajos de investigación son una muestra de que, para entender de verdad el contenido, falaz o no, de una psicología del mexicano se deba entender su evolución histórica, y tiene que ver con el mundo español de los siglos diecisiete y diez y ocho, con la particular evolución del barroco en América. No es extraño que en la última década se insista mucho no sólo en una reflexión neobarroca sino en un análisis de el periodo colonial, con mayor rigor y menos prejuicios. Un libro fundamental es Las trampas de la fe del propio Paz, pero habría que sumar investigaciones como las de Javier Mesa, Oscar Martiarenas y Luis Wechman. La historia concreta exige, además, que se mire sin prejuicios ese pasado, sobre todo a partir de los contenidos contradictorios de muchas de la reivindicaciones del zapatismo y otros movimientos indígenas.

Dos puntos esenciales en el replanteamiento de la psicología del mexicano como un terreno aún fértil para la reflexión estaría el contenido del resentimiento (tal vez no exclusivo del proletariado ni de las clases bajas) y el funcionamiento del discurso nacionalista. En este último caso el nacionalismo debe abolir su sentido excluyente –el estanque del ajolote- y proponer la evolución hacia la salamandra adulta. Paz en su obra como poeta tituló uno de sus libros así: Salamandra. Yo, como creo la mayoría de los lectores, identifiqué esa salamandra con el reptil. El escritor Gerardo Deniz ha señalado que no se refiere al reptil sino a un peculiar instrumento para calentar los cuartos, una especie de calentador de carbón, que toma su nombre del monstruo de fuego. Es una salamandra urbana, civilizada, incorporada a la vida cotidiana. Algo así debería ocurrir con la psicología del mexicano. No por eso dejará de ser jaula o laberinto ni renunciará a sus cualidades melancólicas, entre las cuales figura de manera preponderante la soledad.

Notas

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(1) De hecho lo que da lugar a estas notas es mi participación como presentador de Roger Bartra en un coloquio sobre El laberinto de la soledad a cincuenta años de su publicación, notable ejemplo de ensayo creador.

(2) El perfil del hombre y la cultura en México, El laberinto de la soledad y Fenomenología del relajo respectivamente.

(3) Remito a la definición que da el autor del Modo de producción asiático en su Breve diccionario de sociología marxista.

 

José María Espinasa,"Roger Bartra, gramática de la melancolía", Fractal n°18, julio-septiembre, 2000, año 4, volumen V, pp. 69-85.