FEDERICO CAMPBELL

La clave morse

 

 

–...Cuesta trabajo atender las dos
cosas: al niño y el telégrafo,
mientras que él se vive tomando
cervezas en el billar. Además no me paga nada.
–No estás allí para ganar
dinero, sino para aprender; cuando
sepas algo, entonces podrás ser exigente.

Juan Rulfo, Pedro Paramo

 

1

Nos asomábamos por la ventana ya muy entrada la noche. El silencio del barrio era el de la madrugada. Sólo un farol tembeleque arrojaba su mortecina luz ámbar sobre la calle. Abajo, enfrente de nosotros, un chevrolet amarillo que llevaba las letras Taxi en la portezuela permanecía quieto. Las sombras de dos hombres se recortaban borrosamente en el interior del taxi.

–¿Quiénes son?

El chofer se asomó por el otro lado, mirando hacia la casa. Ya estaba con un pie afuera y abría las puertas traseras del taxi, y la cajuela. Salimos. Mi padre empezó a moverse, trabajosamente. Entre mi madre y yo lo ayudamos a sostenerse. Lo llevamos hasta la recámara. Mientras tanto mis hermanas empezaban a descargar el taxi de víveres.

Bultos de verduras y carne, frutas, bolsas se azúcar y arroz. Litros de leche, cajas de nieve, jabones. Se había gastado toda su quincena en los mercados, para que no falte nada, siempre me están reclamando. El chofer terminó de ayudarnos con los paquetes. Le pagamos y se retiró. Las mesas del comedor y la cocina rebozaban de alimentos. Para que no les falte.


Así solía hacerlo, desesperado. Llevaba varios meses sin trabajar, después de su intempestiva renuncia al telégrafo, luego de treinta años de servicio. Se ausentaba algunos días. No sabíamos de él. Durante días y semanas enteras el refrigerador estaba vacío. La historia se repetía: grandes momentos de tensión, malentendidos, pocas palabras. Y entonces reaparecía con un taxi lleno de comida. Para que no les falte.

Una mañana, cuando nadie quedaba en casa, salió cargando la máquina de escribir que tenía en un rincón, una Smith Corona negra, portátil. Se alejó caminando como siempre lo hacía por la calle Río Bravo, paralela al bulevar Agua Caliente, hasta el centro de Tijuana. Por detrás de la gran avenida, cortando camino, porque detestaba tomar autobuses.

–Es que ya tengo mi oficina propia. A la entrada del telégrafo ocupó una mesita que allí le prestaron y abrió su "escritorio público" a la gente que llegaba para que le redactara una carta o un telegrama. Una cajita de cartón se iba llenando de monedas y de algún billete. Pesetas, veintes, daimes, dólares de plata. Y, ahora sí todas las noches, cuando llegaba, se ponía a contar en la cocina las monedas. Para que no les falte nada, sonreía, pero no acababa de gustarle mucho su nueva ocupación. Desde los trece años había recorrido los pueblos de Sonora trabajando como "meritorio", aprendiendo el código de los puntos y las rayas. Comoquiera que hubiera sido, la rutina del telégrafo le había dado un cierto orden a su vida. Se había habituado al traje y la corbata, atuendo que lo distinguía del modo de vestir de sus hermanos, herreros que habían trabajado en las minas de Cananea y en los ranchos de vaquería de Tucson y Tombstone, Arizona. Todos habían confluido allí, en Tijuana, a mediados de los años treinta, atraídos por la oferta de trabajo de la presa Rodríguez.

2

Empezó a replegarse. Daba la impresión de que algo se le había ido de la cara. Estaba y no estaba. Al encorbarse sobre la máquina se le escapaba de pronto una sonrisa, por algo que le dictaba el cliente y él redactaba, alguna frase feliz, alguna ingenuidad. Su trabajo era de escritura, en un un estilo necesariamente telegráfico; tenía que ser breve porque las palabras costaban dinero al emisor del mensaje, pero era un hombre de máquina de escribir. Y de a partir de ese hábito de contar palabras tal vez le pareció natural, en el ámbito más íntimo, componer algunos poemas que de pronto le leía a mi madre en las horas menos oportunas, a las cuatro de la mañana, creando un anticlímax que nos impedía, furiosos, el sueño.

–¿Qué es lo que usted quiere decir?
–Que ya no voy a volver a Michoacán. Pero no lo diga así, tan directo.
–Espéreme –le decía, luego de interrogar a un joven que se había venido de bracero a la frontera. Tomaba notas en una libreta. Preguntaba. Tecleaba una o dos hojas, las sacaba de la máquina, las leía en voz alta–. Fírmele aquí.

Trabajaba, escribía en una máquina, no con pluma. No sé si alguna vez se imaginó que la vieja máquina negra le daría de comer. El cambio de espacio, de adentro hacia afuera, de algún modo lo relacionaba más con la gente cuyas historias llegaban a divertirle (a muchas personas ni siquiera les cobraba). Allá atrás seguía la estridencia de la oficina a la que ya no tenía acceso. Desde siempre, desde que tenía memoria, se había acostumbrado al ambiente ruidoso y a la resonancia metálica de los aparatos Morse. Era su elemento. Tal vez necesitaba aquella repercusión para sentirse activo y de alguna manera la quería seguir teniendo allí al lado, como música de fondo.

Para mí tampoco era extraño ese ambiente. De pronto pasábamos a recogerlo, sobre todo el día de quincena. Uno entraba en otra dimensión, distinta a la de la calle. Llegaba yo con mi madre y mis hermanas y lo buscábamos al fondo, donde estaba su escritorio y una tabla con el dispositivo de cobre que aplastaba con el dedo. En otras ocasiones lo sorprendíamos ensimismado en la máquina de escribir, con el oído atento a las señales acústicas que emitía una cajita de madera triangular. Y era como un concierto monótono que se difundía por toda la oficina, una sinfonía de chicharras a la que uno se habituaba sin darse cuenta. Años después, sin transición aparente, empezaron a funcionar los teletipos; las palabras se iban imprimiendo en una cinta engomada que mi padre iba recortando y pegando sobre la hoja del telegrama mientras se dejaba de lado al dispositivo de la Morse, que sonaba cada vez con menos frecuencia.

Me divertía jugar con los sobrantes de las cintas cuando lo visitaba yo solo. Me iba con él a mediodía cuando tenía el turno vespertino. Eran muchas horas las que debía esperarlo, pero enfrente estaba el Cinelandia, donde vi muchas películas, El horizonte en llamas, La subida al cielo, Las arenas de Iwo Jima.

Algunas veces le permitían suplir a algún compañero que se había enfermado o andaba de parranda. Volvía en sí. Recuperaba el ánimo. Se hacía la ilusión de que continuaba acumulando los años que le faltaban para su jubilación, pero era ya demasiado tarde. Había quedado varado. Cada vez con menos frecuencia instalaba su maquinita en el escritorio público.

A medida en que se alejan los años busco en la oscuridad de la memoria algún indicio evocador, imágenes o palabras, conmociones a las que era uno más propenso en la infancia. Lo que siento es que sólo hasta cierta edad, y ésta puede ser muy madura, vive uno con el fantasma del padre a todas horas. Después uno se lo inventa, si fue escaso, y se lo mete en lo más hondo. Deja uno que lo habite y sigue caminando olvidándolo, como una segunda naturaleza que no hay por qué comentar con nadie. No se habla de eso. Me lleva en los brazos a ver a los Potros en el estadio de beisbol de la Puerta Blanca. Lo veo en las trastienda de un vecino tomándose unas cervezas Mexicali con unos amigos, sobre unos barriles. Lo veo ponerse un traje muy elegante que la había regalado el cónsul de San Diego. Me dicen que está tirado allá en el bulevar, y vamos a recogerlo un amigo mío y yo. Nos lo traemos cargando. Veo mi alcancía rota a martillazos. Descubro una botella de Cuervo en la lavadora. De atenerme a las fotografías de la memoria, esas huellas cuadradas y sin papel en que fijarse, rescataría ciertas escenas aisladas, ninguna secuencia: la última vez que lo vi, por ejemplo, en la estación de los autobuses. Sólo pudo regalarme un paquete de chicles a medio consumir. Lo encontré en su escritorio público. Le redactaba una carta a una muchacha de trenzas largas.

–Espérame un momento –me dijo.

Tecleaba con dos o tres dedos su Smith Corona. La joven contenía el llanto. No supe qué le acababa de contar para que lo transcribiera. Me dio la impresión de que lo miraba como a un Dios que la salvaba, no sé de qué. Era su conducto. Habían compartido un secreto.

–Tina –le dijo ella–. Así firmo
–No se preocupe. Yo le pongo el timbre.

La cajita tenía tres penis. No se atrevió a cobrarle. Volviéndose hacia mí, avergonzado, me dijo:

–Cuando llegues allá te voy a mandar un giro –y entonces me dio los chicles.

Me estaba yo yendo a la estación de los autobuses que salían a Hermosillo.

–Voy a volver pronto –le dije–. En Navidad.
–Escríbeme. No te disperses.

3

Ciertamente son muchas, pero muy vagas, las impresiones que hubieron de quedarme a lo largo de los diecinueve años que tuve contacto con él. Más tenues aún son las referencias a los primeros tiempos de su juventud o de su infancia en Magdalena. No era muy dado a hablar en detalle de sí mismo. Lo que traducía más bien era una emoción, un sentimiento de impotencia que lo aguijoneaba y lo amargaba.

En cuanto a lo sucedido antes de que yo naciera lo sé muy de oídas; lo deduzco por algunos comentarios suyos, frases aisladas, esparcidas a través de un tiempo que nunca imaginé dilatado en una de sus fotografías.

Veo su rostro y no adivino nada. Tenía el pelo negro y lacio, peinado hacia atrás, y el cuello alto. Se le ve en compañía de unos telegrafistas a la entrada del Hipódromo, en 1935. No sé qué hacía entonces en Tijuana; yo lo suponía viviendo en Navojoa, donde se casó con mi madre en 1938.

Quizás se daba sus vueltas por Tijuana para explorar el terreno y preparar su traslado de unos años más tarde. Su madre y sus hermanos emigraron hacia la frontera cuando empezó a construirse la presa. Tal vez previó desde entonces reunirse con ellos, en el futuro más inmediato. La pequeña ciudad apenas nacía, se beneficiaba de la ley seca en Estados Unidos, la fabricación de licores y cerveza, los cabarets y los casinos, y era una esperanza en aquellos años de guerra, aunque el trabajo de mi padre fuera en el telégrafo y el de mi madre en la escuela.

Hay otra foto, sin fecha, supongo que de principios de los años treinta, en otras de sus vueltas: está vestido de cowboy, con sombrero negro a la Tom Mix y chaparreras de pelambre, una camisa a cuadros, pañuelo de seda al cuello. El amigo que lo acompaña viste del mismo modo y sostiene una botella de ron prohibido. Detrás de ambos sobresalen tantos letreros (Log Cabin Bar, Big Dance To Nite Pistol Hill, Order Your Beds Early) que es fácil deducir que se trataba de un escenario montado, para la foto, en La Ballena, una de las tabernas de Tijuana. Me sorprendió mucho conocer esta fotografía cuando yo ya andaba en los cincuenta años. Me la regaló un día mi prima Dora. Tuve mis dudas acerca de su autenticidad y durante más de un año no estuve seguro de que se tratara de él, aunque se parecía por momentos a mi hijo. La había puesto en la pared, sobre un corcho, sostenida con unas tachuelas y un día, mientras alzaba la vista de vez en cuando, por encima de la máquina, reparé en un detalle. Era él. Sin duda alguna. Me fijé en algo que lo caracterizaba y se advertía también en otras fotos posteriores: tenía la mano izquierda metida sobre la cintura, debajo del cinturón con balas. Una vieja manía suya.

4

Pasábamos las vacaciones del verano en Navojoa. Lo primero que hacíamos al día siguiente de llegar era correr a la salida del pueblo, junto al estadio de beisbol, y tomar uno de los camiones que hacían el trayecto a Huatabampo. Ya no se utilizaba la espuela del ferrocarril que se mandó construir el general Obregón a lo largo del valle, pero aún se veían los vagones garbanceros y una que otra locomotora arrumbada. Sentíamos el aire fresco que entraba por las ventanillas del camión mientras a los lados corrían los sembradíos de algodón y de cártamo.

No nos dábamos muy bien cuenta del transcurso del tiempo. Súbitamente, el día menos previsto, debíamos volver a Tijuana. Las vacaciones habían terminado. Desde el tren y el puente sobre el río Mayo, alejándonos hacia el norte, alcanzábamos a distinguir la cúpula de la catedral de Navojoa y la escuela Talamantes donde mi madre dio clases por primera vez, a los quince años. Había nacido en Las Chinacas, una ranchería del municipio de Chínipas en la sierra de Chihuahua. Apenas tenía tres meses de nacida cuando bajó de la sierra en brazos de doña Francisca, mi abuela. Creció allí, estudió allí, se hizo maestra en Tesia, y amaneció un día muy guapa para casarse con el telegrafista de Magdalena. La veo en un pizarrón mientras escribe con un gis la A, la primera letra, la A que es el principio de todo, la primera clase que se da en la primaria, la primera que aprende uno el primer día de clases de su vida.

Aquella primera fase de su vida me resulta inaprehensible, tan difícil de imaginar como traer a la memoria qué rasgo de su rostro habría yo de repetir más tarde.

El descenso hacia el valle del Mayo en aquel tiempo era natural y lógico, sobre todo si el hambre obligaba a emigrar; era preferible buscar otro destino en las zonas agrícolas de Sonora recién abiertas a los nuevos sistemas de riego que aventurarse hacia el interior montañoso de Chihuahua. Mi abuelo, don Emiliano, llegó a cultivar nueve hectáreas que le tocaron de un reparto agrario.

Navojoa estaba en otro lugar, en Pueblo Viejo, rumbo a Tesia, junto a la estación del tren, pero luego con las inundaciones la trasladaron a la parte alta del río Mayo y renació con calles anchas y un nuevo trazo.

5

Siempre que puedo y me encuentro en la región por motivos de trabajo me abandono sin pensarlo mucho al deseo de pasar por lo menos una noche en Navojoa. Me gusta volver sobre sus calles, entrar en el mercado y reconocer los olores del cuero y el café recién tostado. Una sensación de pertenencia me viene de mis pasos. Me sé más completo aquí que en cualquiera otra parte del mundo. No me cabe la menor duda de que me llamo como me llamo. Nada queda en entredicho. Ciertamente no son pocas las ausencias que pueblan mis noches durante mis breves visitas, pero algo muy fuerte me impele a dejarme llevar por las mismas aceras que recorría mi padre, a la media noche y a la salida del cine, cuando se oían las chicharras. En el pasado incluso la avenida que corta al pueblo en diagonal carecía de pavimento. Un camión pipa en las tardes del verano rociaba las calles alrededor de la plaza y aplacaba el polvo despidiendo el olor de la tierra mojada.

Por eso no era la primera vez, el año pasado, que coincidiéramos allí mis hermanas y yo, ellas con sus hijos quinceañeros y yo solo, después de haber andado en el valle del Mayo haciendo un reportaje sobre las tomas de tierras y una matanza de campesinos que había habido en Tesia. Fueron días de espera, con muchos tiempos muertos y dificultades para entrevistar a la gente. Salí muy tenso del lugar. A mi compañero fotógrafo no le permitieron hacer su trabajo. Lo único que me reconfortaba era el plan de pasar unos días con mis hermanas y mis tías en aquella casa solariega y acogedora.

Los silencios que se intercalaban en nuestras pláticas los asumía de manera natural y podría decir que hasta me gustaban. Incluso en las conversaciones volvía a tener la tendencia a divagar y a perder el hilo de lo que me contaban. Me sentía cómodo, pues, en medio de esas pausas largas que se daban entre nosotros. Pensaba que si nunca hablábamos acerca de nuestros padres era porque habíamos vivido juntos las mismas cosas al mismo tiempo y porque podría parecer que estábamos juzgándolos. Fuimos testigos de situaciones idénticas y por tanto debíamos tener, suponía yo, los mismos recuerdos. Sin embargo, a medida que iba transcurriendo la noche, en la oscuridad del traspatio, emergía cada vez con más peso la sospecha de que cada quien había vivido una historia diferente.

Estábamos a punto de dormirnos en los mismos catres de lona y bajo los limoneros como tuvieron que hacerlo siempre mi madre y mis tías durante las noches más calurosas de agosto. Mientras Olivia dormía en la oscuridad del patio, Claudia me hablaba en voz baja sentada en su catre y sobre las sábanas. La dejé hablar, interrumpiéndola lo menos posible y ausentándome a veces sin querer, como suele sucederme, atraído por otros pensamientos y el suave palpitar de la noche en silencio. A medida que entraba en materia, yo escuchaba la voz de mi madre a lo largo de las dieciocho noches que pasé a su lado mientras agonizaba, no porque su timbre se pareciera al de Claudia sino porque la oscuridad me consentía distraerme y pensar por otro lado que hay voces internas que uno va guardando: las voces que le enseñaron a hablar, a aprender una cierta lengua, a nombrar las cosas, y se quedan grabadas para siempre dándonos una primera idea del mundo, una composición de lugar.

7

No me quedé dormido, pero la había estado escuchando con los ojos cerrados. Contra mi costumbre logré cierta concentración continuada. Sus palabras fluían como provenientes de un alma infantil, como de alguien que aún no había aprendido a leer y a escribir. Sin ningún juicio. Al día siguiente me llevaron con sus hijos y unas de mis tías al aeropuerto de Ciudad Obregón. Cuando me besó de despedida, Olivia me dijo:

–No me dejaron dormir tú y Claudia.

La ballena metálica que me llevaba en su vientre viró por encima del valle del Mayo y sus rectángulos verdes, el río que lo unía a la presa del Mocúsari y a Tesia. Me sentía en paz allá en el cielo, lejos de mi novela familiar. Más tarde entré en mi departamento de Insurgentes Sur y desempaqué. Coloqué la maleta en el suelo con la idea de arreglar todo después, pero antes de acostarme quise ver si tenía en orden mis materiales, la libreta de notas, las cintas de la grabadora que puse sobre el escritorio. Recordé que había estado trabajando un poco en el comedor de mi abuela antes de pasar al traspatio de los limoneros. Escuché parte de una de las entrevistas con un jefe mayo, pero ya estaba muy cansado y lo dejé todo. Entonces, ya tirado en la cama, me vino como en duermevela una duda: que el caset metido en la grabadora no decía "Cecilio, jefe mayo" tal y como yo lo había puesto con un plumón rojo. No decía nada. Era otro, nuevo. Me levanté, fui al escritorio y apachurré la tecla de la grabadora. Era la voz de Olivia.

Así que también ella quiere decir cómo vio la película, me reí. Me pasé todo el día en la redacción de la revista armando el reportaje de Tesia. Volví a llegar muy tarde a mi departamento y por una cosa u otra fui posponiendo mi, debo decir, poca curiosidad por conocer la versión de mi otra hermana. No deja de sorprenderme todavía mi indiferencia. ¿Ya no me importaba nada? Por fin, un domingo, después de haber dormido hasta las doce y tomarme dos exprés de mi cafetera italiana, se me ocurrió poner la cinta que Olivia me había pasado de contrabando.

8

Las versiones que de mis hermanas recogí aquella noche en Navojoa perduraron en mí de una manera vaga e inasible, entrecortada. Se agolpaban en mi mente o en mis sueños, se empalmaban como si lo dicho por una hubiera sido el recuerdo de la otra. Lo cierto es que, ante todo, me sentía un extraño, como si yo no hubiera vivido nada. Ellas parecían tener algún tipo de contacto con el pasado; yo, no. Nada en concreto sabía de mi padre ni de mi madre. Yo no podía dar una versión de los hechos. No acertaba a inventar una sola imagen ni a intercalar alguna reflexión, como si hubiera sido un espectador desatento y distante. ¿Qué hubiera contestado si alguna de ellas me hubiera interrogado? Bastante raro había sido el que yo me plantara ante ellas como un entrevistador deseoso de encontar una historia. No suelen hacerse estas cosas, mucho menos entre amigos o parientes con quienes se han tenido las mismas experiencias. No se habla así de nadie, con tanta desenvoltura, con tan extraña frialdad. Lo que más me sorprendió es que hablaban de algo que no había tenido nada que ver conmigo.

Me quedé siempre con la idea de que al menos ellas tenían una capacidad de recordar espontánea, no destinada más que a ellas mismas, sin la menor intención de compartirla con terceros. Yo, en cambio, me encomendaba a ciertos escenarios, guardaba algunas impresiones, pero no podía ordenarlas. Había en ellas una cierta inocencia en el uso de las palabras, un candor que yo ya no era capaz de tener debido a mi trabajo. Me había ya dedicado demasiado años a recoger y a escribir ideas ajenas, a apuntar frases que tenían algún valor informativo. Lo hacía bien, me parece. Transcribía con fidelidad lo que la gente me decía.

Ése era mi oficio. Sin embargo, durante los meses que siguieron a nuestro encuentro en Navojoa empecé a sentir cierto hartazgo con las labores tan fugaces y transitorias del periodismo. Se me habían vuelto demasiado mecánicas y repetitivas. Ninguna novedad me esperaba a la semana siguiente cuando debía preparar otro reportaje. Tenía la sensación de que otras personas hablaban a través de mí y de que yo era alguien sin voz propia.

Lo pensé también de otra manera. Me decía en lo más íntimo que tal vez no había retenido gran cosa de mis años de infancia porque estaba paralizado, porque era incapaz de la menor emoción. Y ya se sabe que sólo se recuerda bien lo que ha estado acompañado de grandes sentimientos. O a la mejor lo que había sucedido conmigo era que desde niño fui muy disperso: no fijaba la atención en nada más de cinco minutos. Y, por supuesto, de inmediato desplazaba lo que amagaba con ser doloroso. Así, era probable que mi memoria no fuera muy fecunda porque me las había ingeniado para no sufrir. La tenía anestesiada y no quería reconocer que en el fondo –ya era demasiado tarde, no volvería a ser joven– ya no me importaban tanto mis padres y, no sin esfuerzo, sólo forzándome, apenas los recordaba de manera muy borrosa. Estaba demasiado hecho a mi presente. ¿Por qué, pues, había yo de tener una versión de los hechos, como ellas?

Era como una frontera la que sentía interpuesta al recordar. Una alambrada. Un alto. Hasta allí no puedes llegar. No hay paso. Me acostaba y cerraba los ojos. Buscaba en la penumbra algunos intersticios por donde pudiera escabullirme. Mis palabras no eran mis palabras. Estaba demasiado impregnado de razonamientos extraños y de percepciones que otros, no yo, habían tenido. Las frases de los libros interferían desbocadas pensando por mí: me pensaban, me violaban. Oía que sólo en la oscuridad empieza el trabajo de la memoria. Oía que la memoria es lo mismo que la imaginación. Oía que nuestros cerebros albergan un constante movimiento fronterizo, confinante, limítrofe, y de ahí los dolores de cabeza y las migrañas, de ahí tanta confusión. El límite, el confín –lo oía, me lo decían–, entraña algo definitivo, la puerta puede cerrarse: la frontera entre la vida y la muerte, entre la madrugada y el amanecer, entre el atardecer y la noche. Ni siquiera el umbral habrá de redimirnos. No por nada mi absoluta incapacidad de concentración sostenida me había llevado a elegir, sin pensarlo, un trabajo de atención dispersa. Sólo podía atender asuntos de carácter perentorio, con plazos fijos y cortos. Pero ninguno que comportara una mínima persistencia. Así había sido desde siempre: me instalaba en las nubes a la menor provocación y muchas veces, cuando alguien me hablaba, acumulaba vacíos, lagunas que luego no podía llenar para dar la impresión de que había escuchado.

Con el paso del tiempo aprendí a aceptar esta suerte de comportamiento errático. Dejé de torturarme. Es mi modo ser ser mental, me dije; no tengo por qué vivirlo como quien aprende a vivir con una enfermedad. A la mejor se trata, dije para mis adentros, de una especie de alcoholismo sin alcohol: una tendencia al miedo que para conjurarlo no me impelía a buscar la copa sino a ocuparme de otros pensamientos, porque la verdad era que en todo momento organizaba una fuga; me mordía las uñas, leía periódicos (sólo el principio de las notas), iba de un café a otro, nunca terminaba de leer un libro. Y esta distracción no habría de tener fin. Picaba de aquí y de allá. Nada se me quedaba entre las manos. Llegué a tener más de cuarenta libretas empezadas, durante años. Ninguna continuada. Sólo leía prólogos y epílogos, o la solapa de los libros que informaban del autor. Más que en lector me había convertido en un coleccionista de libros. Y esas notas a medio empezar eran como telegramas. De más de diez palabras, es cierto. Pero anotaciones puras. Apuntes. Ideas, frases que escuchaba en la calle o en los cafés. No redondeaba nada. No completaba nada. Todo lo dejaba apenas esbozado. La redacción de la revista, atiborrada de escritorios metálicos, ceniceros rebozantes, máquinas de escribir y pilas de papeles por todos lados, empezó a parecerme una de aquellas oficinas de telégrafos y entonces vi, más allá de la frontera, en el confín distante de las tinieblas, que lo único que había podido hacer en la vida era perpetuar el trabajo corto e intempestivo de un telegrafista. Y quise sonreír dentro de mí, pero no pude: era una oficio viejo, sustituido por sucesivas tecnologías. No un animal en extinción sino extinguido. Es decir, en cierto modo, yo ya no existía.

9

Lo primero que oí fue un chorro de agua. Olivia había abierto la llave y esperaba que se llenara la tina. Deduzco que se desnuda. Toca el agua tibia. Se mete en la tina y, a medida que va enajabonándose, me va contando:

"Me decía mi dulce corazón. Me preparaba café con leche y me lo llevaba a la cama. Me angusiaba mucho no poder ayudarlo. Era muy tierno, muy sentimental. Lo sentía muy solo, cuando llegaba tomado. Le hacía su café negro en taza blanca, como él decía. Quería hacerlo comer para que se repusiera. Cuando yo tenía trece años, después del asalto, lo fui a ver al Hospital Civil. Duraba horas y horas a su lado, tomándole la mano. Cuando volvió en sí, me prometió que no volvería a beber. Y efectivamente lo cumplió. Nos volvimos grandes amigos. Le gustaba mucho caminar. En eso sí se parecía a Claudia. Se iba caminando a través de todo Tijuana hasta la calle Primera, por el rumbo de la Puerta Blanca, donde vivían su mamá y sus hermanos. Me llevaba de la mano, caminando, caminando. Era feliz y caminaba de prisa, encajando los tacones. Me invitaba al cine que estaba enfrente del telégrafo, platicábamos, le gustaba comprar discos, música española, flamenca, inclusive bailábamos, me pedía que le sacara las castañuelas y le bailara. Le encantaba cocinar, las ensaladas eran su especialidad, con aceite y vinagre. Me dijo que sólo por mí tenía deseos de vivir y que iba a cambiar. Su relación con mi madre y Claudia se había echado a perder. Ya no se hablaban y se sentía muy rechazado, muy triste. Lo único que lo mantenía en la casa era su relación conmigo. Le podía muchísimo haber renunciado al telégrafo antes de tiempo, haber perdido sus derechos de jubilación, porque una de las veces en que andaba tomando se le metió la locura de renunciar. Y le aceptaron la renuncia, los muy cabrones. Sólo cuando había una plaza vacante de algún compañero que se enfermaba o solicitaba un permiso mi papá lo suplía, es decir: estaba de suplente. Terminó por poner un escritorio a la entrada del telégrafo y una máquina de escribir para redactarle los telegramas a la gente. A partir de entonces todas las noches llegaba con las bolsas llenas de veintes, daimes y pesetas. Y penis, muchos penis. "Como vendedor de chicles", decía. Y eso le afectó. Yo creo que esto fue lo que finalmente acabó con él. Nunca se repuso.

"Pasado mañana hará exactamente veintiséis años que estaba allí en la sala. Acababa de llegar y me puso un disco con una canción que decía Como el clavel del aire/ así era ella/ igual que una flor. Una especie de tango. Bailamos un rato. Comimos, volvimos a bailar, me dio un beso. Y se fue como a las tres de la tarde al telégrafo, a pie. Yo me encontraba a una cuadra de distancia del lugar donde cayó. Con un grupo de amigas estaba yo arreglando un salón que nos prestaron para la fiesta de San Valentín, que era al día siguiente, el 14 de febrero. Vimos entonces que se acercaba mucha gente a la esquina y que llegaba la carroza. Como yo nunca he tenido la costumbre de asomarme (me pongo muy nerviosa), me mantuve a distancia y no me interesé. Pero más tarde llegó la mamá de Beatriz Amaya y me llevó a su casa. Para eso serían como las siete y media de la noche. Me sentó en la cocina y me empezó a decir que mi papá había sufrido un ataque y que tal vez no quedaría muy bien, que a la mejor iba a tener que usar silla de ruedas. Me empezó a preparar la señora. No hallaba cómo darme la noticia. Porque para mí la muerte de mi papá fue como un rayo. De una manera así, fulminante. Estando en un banquete la víspera del día del telegrafista, que también sería al día siguiente, el 14 de febrero, dejó un momento a sus compañeros porque hacía falta vino y se dirigió a una licorería de allí del bulevar Agua Caliente y la calle Ocampo, que ahora es una florería. Al tocar el primer escalón cayó muerto. Yo estaba en la calle Ocampo contraesquina, a una cuadra, de la misma calle de la licorería Roxy. Pero me llegué a enterar estando en la casa de Beatriz Amaya, con su mamá, y alcancé a oír que se cancelaba la fiesta del 14 de febrero de San Valentín. Beatriz decía por teléfono se cancela la fiesta porque murió el papá de Olivia. Y en ese instante sentí un dolor desgarrador, lo más fuerte que he experimentado en toda mi vida. Pegué un grito como loca. No lo podía creer. No podía creerlo. Me fui corriendo a la casa por el callejón de Dimas, entré por detrás, no había nadie, y toda la casaempezó a vibrar, las ventanas, las paredes de madera, los techos, toda la casa: se oía el aparato del telégrafo, el aparatito de la clave Morse que se usaba antiguamente, por toda la casa se oía. Más tarde llegó Claudia y me quedé con ella. Solas. Mi mamá tuvo que ir a la funeraria González. Y al día siguiente lo llevamos al panteón de la Puerta Blanca."

Fragmento de La clave Morse, novela de próxima aparición.

 

campbellquir@yahoo.com

Federico Campbell , "La clave Morse", Fractal n° 17, abril-junio, 2000, año 4, volumen V, pp. 43-60.