JAMES C. SCOTT

Detrás de la historia oficial

 

 

Tiemblo al pronunciar las palabras de libertad ante el tirano.

-Corifeo, en Las bacantes, de Eurípides

 

El labrador y el artesano, a pesar de ser sirvientes de su amo, cumplen con su obligación cuando hacen lo que se les pide. Pero el Tirano ve a aquellos que lo rodean como si estuvieran rogando y pidiendo sus favores; y éstos deben hacer no sólo lo que él les ordena, sino que deben pensar lo que él quiere que piensen, y la mayoría de las veces también darle satisfacción y hasta adelantarse a sus pensamientos. No basta con obedecerle, ellos también deben agradarle; deben hostigar, torturar, qué digo, matar en servicio suyo; y [...] deben renunciar a sus gustos por los gustos de Él, violentar sus inclinaciones y deshacerse de su propio temperamento natural. Deben observar atentamente sus palabras, su voz, sus ojos y hasta sus cabezadas de sueño. No deben tener ojos, pies, ni manos, sino que deben estar COMPLETAMENTE alertas, espiando su voluntad y descubriendo sus pensamientos. ¿Ésta es una vida feliz? Más aún, ¿merece esto llamarse vida?

–Etienne de la Boetie,
Un discurso sobre la servidumbre voluntaria

 

Y el odio más intenso está tan arraigado, que impone el silencio y convierte la vehemencia en un rencor constructivo, en una aniquilación imaginaria del objeto detestado, algo así como los ritos ocultos de venganza con los cuales los perseguidos desahogan terriblemente su cólera.

–George Eliot, Daniel Deronda

Si la expresión "hablarle con la verdad al poder" tiene todavía un halo utópico, incluso en las democracias modernas, se debe sin duda a que rara vez se practica. El disimulo de los débiles ante el poder difícilmente es motivo de sorpresa, pues es tan ubicuo, de hecho, que aparece en muchas situaciones de poder en las cuales éste se ejerce de tal forma que el sentido ordinario de poder se vuelve irreconocible.


Mucho de lo que se considera una relación social normal requiere que intercambiemos bromas y que sonriamos a personas a quienes no les guardamos un aprecio correspondiente con nuestra conducta pública. En este caso podemos decir, tal vez, que el poder de las formas sociales que se manifiesta en las reglas de etiqueta y de cortesía exige muchas veces que sacrifiquemos la sinceridad para tener relaciones tranquilas con todos aquellos con quienes entramos en contacto. Nuestra prudente conducta puede tener, a su vez, una dimensión estratégica: esta persona ante la cual nos comportamos como no somos quizá posea la capacidad de hacernos daño o de ayudarnos en alguna forma. George Eliot no estaba muy equivocada cuando decía que "no hay acción posible sin un poco de actuación".
La actuación que procede de un sentido de civismo no nos interesará tanto aquí como la actuación que, a lo largo de la historia, se le ha impuesto a la gran mayoría de la gente. Me refiero al comportamiento público que se le exige a aquellos que están sujetos a formas refinadas y sistemáticas de subordinación social: el obrero ante el patrón, el peón o aparcero ante el terrateniente, el siervo ante el señor, el esclavo ante el amo, el intocable ante el brahmán, un miembro de una raza oprimida ante uno de una raza dominante. Con raras pero significativas excepciones, el subordinado, ya sea por prudencia, por miedo o por el deseo de buscar favores, le dará a su comportamiento público una forma adecuada a las expectativas del poderoso. Usaré el término discurso público como una descripción abreviada de las relaciones explícitas entre los subordinados y los detentadores del poder.* El discurso público, cuando no es claramente engañoso, difícilmente da cuenta de todo lo que sucede en las relaciones de poder. A menudo, ambas partes consideran conveniente fraguar en forma tácita una imagen falsa. La historia oral de un peón granjero francés, el Viejo Tiennon, que abarca casi todo el siglo XIX, está llena de testimonios de prudente y engañoso respeto: "Cuando él [el terrateniente que había despedido a su padre] venía de La Craux, camino a Meillers, solía detenerse para hablar conmigo y yo tenía que obligarme a ser amable a pesar del desprecio que sentía por él."1

El Viejo Tiennon se enorgullece de haber aprendido, a diferencia de su padre que carecía de tacto y de suerte, "el arte de disimular, tan necesario en la vida".2 En las narraciones de esclavos del sur de Estados Unidos que han llegado hasta nosotros aparece una y otra vez la necesidad de engañar:

 

Yo había procurado entonces comportarme de tal manera que no resultara molesto a los habitantes blancos, pues sabía de su poder y de su hostilidad contra la gente de color [...] Primero, no exhibía mis escasas posesiones, ni mi dinero y trataba por todos los medios de andar, en la medida de lo posible, vestido como esclavo. Segundo, nunca di la impresión ni de lejos de ser tan inteligente como lo era en verdad. A toda esta gente de color en el sur, esclavos y libertos, le resulta particularmente importante, para su propia tranquilidad y seguridad, seguir este patrón de conducta.3

Dado que una de las destrezas críticas de supervivencia entre los grupos subordinados ha sido el manejo de las apariencias en las relaciones de poder, esa parte puramente actuada de su conducta no se les ha escapado a los miembros más observadores de los grupos dominantes. Al notar que sus esclavos guardaban un silencio muy poco característico siempre que, durante la Guerra Civil, las últimas noticias del frente se volvían el tema central en las conversaciones de los blancos, Mary Chestnut consideró que ese silencio ocultaba algo: "Siempre andan con sus máscaras negras, sin mostrar una pizca de emoción; no obstante, son la raza más excitable del mundo cuando se trata cualquier tema, excepto el de la guerra. Ahora Dick podría pasar muy bien por una Esfinge egipcia, de tan impenetrablemente silencioso que está."4

En este punto voy a arriesgarme a expresar una generalización, burda y totalizadora, que quiero después matizar con mucho rigor: cuanto más grande sea la desigualdad de poder entre los dominantes y los dominados y cuanto más arbitrariamente se ejerza el poder, el discurso público de los dominados adquirirá una forma más estereotipada y ritualista. En otras palabras, cuanto más amenazante sea el poder, más gruesa será la máscara. Podríamos imaginar, en este contexto, situaciones que van desde el diálogo entre amigos de rango social y poder similares, por un lado, hasta el campo de concentración, por el otro, en el cual el discurso público de la víctima está marcado por el miedo a la muerte. Entre estos extremos se encuentra la gran mayoría de los casos de subordinación sistemática de los que nos vamos a ocupar.

Esta discusión inicial del discurso público, por superficial que haya sido, sirve para destacar varios problemas en las relaciones de poder, en cada uno de los cuales el eje central consiste en el hecho de que el discurso público no lo explica todo. Para comenzar, el discurso público es una guía indiferente de la opinión de los dominados. Las sonrisas y los saludos del Viejo Tiennon esconden una actitud de resentimiento y venganza. Una evaluación de las relaciones de poder hecha a partir del discurso público entre los poderosos y los débiles puede manifestar, por lo menos, un respeto y una sumisión que son probablemente una mera táctica. En segundo lugar, la sospecha de que el discurso público puede ser "sólo" una actuación provocará que los dominadores dejen de creer en él. De ese escepticismo a la idea, común entre muchos grupos dominantes, de que en el fondo los dominados son engañosos, falsos y mentirosos por naturaleza, no hay más que un paso. Por último, este discutible sentido del discurso público muestra la función crítica que tienen en las relaciones de poder el ocultamiento y la vigilancia. Los dominados actúan su respeto y su sumisión al mismo tiempo que tratan de discernir, de leer, las verdaderas intenciones y estados de ánimo de los poderosos, dada su capacidad amenazadora. El dicho favorito de los esclavos de Jamaica lo dice muy bien: "Hazte el tonto para ganar como inteligente."5 Por su parte, la figura de poder realiza su actuación de dominio y autoridad al mismo tiempo que trata de mirar tras la máscara del subordinado para leer sus verdaderas intenciones. La dialéctica de ocultamiento y vigilancia que abarca todos los ámbitos de las relaciones entre los débiles y los fuertes nos ayudará, creo yo, a entender los patrones culturales de la dominación y la subordinación.

Las exigencias teatrales que generalmente se imponen en las situaciones de dominación producen un discurso público que corresponde mucho a la apariencia que el grupo dominante quiere dar. El dominador nunca controla totalmente la escena, pero normalmente logra imponer sus deseos. A corto plazo, al subordinado le conviene actuar de una manera más o menos verosímil, usando los parlamentos y haciendo los gestos que, él sabe, se espera que haga. De esto resulta que –excepto en caso de crisis– el discurso público es sistemáticamente desviado hacia el libreto, el discurso, representado por los dominadores. En términos ideológicos, el discurso público va casi siempre, gracias a su tendencia acomodaticia, a ofrecer pruebas convincentes de la hegemonía de los valores dominantes, de la hegemonía del discurso dominante. Los efectos de las relaciones de poder se manifiestan con mayor claridad precisamente en este ámbito público; por ello, lo más probable es que cualquier análisis basado exclusivamente en el discurso público llegue a la conclusión de que los grupos subordinados aceptan los términos de su subordinación y de que participan voluntariamente, y hasta con entusiasmo, en esa subordinación.

En este momento, un escéptico tendría razón de preguntarse cómo podemos pretender, basados exclusivamente en el discurso público, que sabemos si esta actuación es o no genuina. ¿En qué nos fundamos para llamarla actuación y para, de esa manera, impugnar su autenticidad? La respuesta, por supuesto, es que no podemos saber qué tan forzada o impuesta es la actuación si no nos ponemos en comunicación –por decirlo así– con el actor fuera de la escena, alejado del contexto específico de la relación de poder, o si el actor no declara de pronto, explícitamente y en escena, que las actuaciones que hemos observado eran sólo una pose.6 Sólo si nos conceden el privilegio de asomarnos tras bambalinas o si llega a ocurrir una ruptura pública, tendremos la posibilidad de cuestionar la naturaleza de lo que puede ser una actuación convincente pero fingida.

Si he llamado a la conducta del subordinado en presencia del dominador un discurso público, usaré el término discurso oculto para definir la conducta "fuera de escena", más allá de la observación directa de los detentadores de poder. El discurso oculto es, pues, secundario en el sentido de que está constituido por las manifestaciones lingüísticas, gestuales y prácticas que confirman, contradicen o tergiversan lo que aparece en el discurso público.7 Por principio, no queremos adelantarnos a enjuiciar qué conexión existe entre lo que se dice frente al poder y lo que se dice a sus espaldas. Queramos o no, las relaciones de poder no son tan claras como para permitirnos llamar falso lo que se dice en los contextos de poder y verdadero lo que se dice fuera de ellos. Y tampoco podemos, simplistamente, describir lo primero como el ámbito de la necesidad y lo último como el ámbito de la libertad. Lo que sí es cierto es que los discursos ocultos se producen en función de un público diferente y en circunstancias de poder muy diferentes a las del discurso público. Al evaluar las discrepancias entre el discurso oculto y el público estaremos quizá comenzando a juzgar el impacto de la dominación en el comportamiento público.

La mejor manera de mitigar el tono general y abstracto que hemos empleado hasta ahora será acudir a ejemplos concretos de la tal vez dramática desigualdad entre el discurso público y el oculto. El primero proviene de un esclavo del sur de los Estados Unidos en el periodo de la pre-Guerra Civil. Mary Livermore, una institutriz blanca de Nueva Inglaterra, rememoró la reacción de Aggy, una cocinera negra normalmente taciturna y respetuosa, ante la golpiza que el amo le había dado a su hija. A ésta la habían acusado, injustamente según parece, de un robo sin importancia y luego la habían golpeado mientras Aggy miraba, sin posibilidad de intervenir. Cuando el amo finalmente se fue de la cocina, Aggy se volvió hacia Mary, a quien consideraba su amiga, y dijo:

 

¡Va a llegar el día! ¡Va a llegar el día!... ¡Ya oigo el ruido de los carruajes! ¡Ya veo el resplandor de los cañones! ¡Se va a derramar la sangre de los blancos y será como un río y los muertos se amontonarán así de alto!... ¡Oh, Señor! Apura el día en que los blancos reciban los golpes y las heridas y los dolores y los sufrimientos, y en que los buitres se los coman mientras ellos yacen muertos en las calles. ¡Oh, Señor! Dame el placer de llegar viva a ese día, cuando pueda ver caer a los blancos, cazados como lobos cuando salen hambrientos del bosque.8

Es posible imaginarse qué le hubiera pasado a Aggy si le hubiera hablado así directamente al amo. Aparentemente, la esclava confiaba tanto en la amistad y la simpatía de Mary Livermore que pudo expresar su furia con relativa seguridad. Por otro lado, tal vez le fue ya imposible reprimir su furia. El discurso oculto de Aggy es completamente opuesto al discurso público de su mansa obediencia. Lo más notable es que no se trataba de un grito de furia primitivo: era la imagen, perfectamente definida y enormemente visual, de un apocalipsis, de un día de venganza y de triunfo, un mundo al revés hecho con la materia prima cultural de la religión del hombre blanco. Esta detallada visión, surgida espontáneamente de su boca, no pudo haberse expresado sino con una elaborada preparación a cargo de las creencias y la práctica del cristianismo de los esclavos. En ese sentido, si prolongáramos esta rápida mirada al discurso oculto de Aggy llegaríamos directamente a la cultura marginal de las barracas de los esclavos y de su religión. Por encima de los resultados de una investigación de ese tipo, ese simple atisbo basta para cancelar cualquier posibilidad de que ni nosotros ni el amo de Aggy (si éste hubiera estado escuchando detrás de la puerta de la cocina) interpretemos ingenuamente los actos públicos de respeto de la esclava, anteriores y posteriores al hecho.

Ocasionalmente, el discurso oculto que Aggy manifestó en la relativa seguridad de la amistad se expresa de manera explícita ante el poder. De pronto, cuando desaparece la sumisión y surge el reto abierto, nos encontramos ante un momento raro y peligroso en las relaciones de poder. La señora Poyser, personaje de Adam Bede de George Eliot, que finalmente llega a decir lo que piensa, es un claro ejemplo de un discurso oculto que entra súbitamente en escena. A la señora Poyser y su esposo, arrendatarios de tierras del noble y señor de la región, el viejo Donnithorne, siempre les han molestado las raras visitas de éste, en las que viene a imponerles nuevas y onerosas obligaciones y a tratarlos con desprecio. Él tenía "una manera de mirarla que, según la señora Poyser comentaba, ‘siempre la sacaba de quicio; y se portaba como si uno fuera un insecto y como si fuera a clavarle las uñas de sus dedos’. Sin embargo, ella decía ‘Su servidora, señor’ y hacía una reverencia con aire de perfecto respeto cuando se acercaba a él. Pues no era ese tipo de mujer que se porta mal ante sus superiores y que va en contra del catecismo sin provocación grave".9

En esta ocasión el noble vino a proponerle al señor Poyser un intercambio de tierra de pastura y grano con un nuevo arrendatario que iba sin duda a resultar desfavorable para los Poyser. El noble, viendo que sus inquilinos tardaban en dar su aceptación, les quitó la posibilidad de ampliar el periodo de alquiler de la granja y terminó con la observación –una amenaza apenas velada de expulsión– de que al otro inquilino no le faltaban recursos y de que alquilaría con gusto la granja de los Poyser además de la suya. La señora Poyser, "furiosa" ante la decisión del noble de ignorar sus anteriores objeciones, "como si ella ya no estuviera allí", terminó explotando ante la última amenaza. Ella "estalla, con la desesperada decisión de decir lo que tiene que decir de una vez por todas, aunque después les fueran a llover avisos de desalojo y no tuvieran otro refugio que el asilo para los desamparados".10 Comenzando por la comparación entre el estado de la casa –sapos en los escalones del sótano inundado, ratas y ratones que se introducen entre las duelas podridas del piso para comerse los quesos y amenazar a los niños– y las dificultades para pagar el alto precio de la renta, la señora Poyser da rienda suelta a sus acusaciones una vez que se da cuenta de que el noble huye por la puerta hacia su montura y hacia su seguridad:

 

Puede muy bien, señor, huirle a mis palabras y puede muy bien dedicarse a fraguar maneras de hacernos daño, porque usted tiene al viejo Harry por amigo, y a nadie más, pero eso sí le digo de una vez que no somos tontos que estamos aquí para ser humillados y para que hagan dinero a nuestra costa, ustedes tienen el látigo a la mano sólo porque nosotros no podemos librarnos de este freno que es la servidumbre. Y si yo soy la única en decirle lo que pienso, no por eso deja de haber muchos que piensan igual que yo en esta parroquia y la que está junto, porque a nadie le gusta más oír el nombre suyo que estar oliendo un fósforo pegado a la nariz.11

Eliot tenía una capacidad tal de observación y de penetración de la sociedad rural de su época que muchos de los temas críticos de la dominación y la resistencia se pueden como deshebrar a partir de su narración del encuentro de la señora Poyser con el señor de la región. En el momento más intenso de su perorata, por ejemplo, la señora Poyser insiste en que no van a dejarse tratar como animales a pesar del poder que él tiene. Esto, junto con su afirmación de que el noble la ve como si fuera un insecto y de que él no tiene amigos y es odiado por toda la parroquia, ilumina el tema de la autoestima. Aunque el enfrentamiento se origine en el abuso de un oneroso alquiler, el discurso trata de la dignidad y de la reputación. La práctica de la dominación y de la explotación produce normalmente los insultos y las ofensas a la dignidad humana que a su vez alimentan un discurso oculto de indignación. Una distinción fundamental que se debería establecer entre las formas de dominación reside tal vez en los tipos de humillaciones que produce, por rutina, el ejercicio del poder.

Hay que fijarse también en el hecho de que la señora Poyser pretende hablar no sólo por sí misma sino en nombre de toda la parroquia. Ella presenta lo que dice como la primera declaración pública de lo que todo el mundo está diciendo a espaldas del señor de la región. A juzgar por la rapidez con la que se difundió la historia y por la auténtica alegría con la que fue recibida y transmitida, el resto de la comunidad también sintió que la señora Poyser había hablado en nombre de ellos. "Se supo en ambas parroquias –dice Eliot– que el plan del señor se había frustrado porque los Poyser se habían negado a que ‘los insultaran’, y en todas las casas se discutía el exabrupto de la señora Poyser con una emoción que crecía entre más lo repetían."12 El placer vicario de los vecinos no hubiera tenido nada que ver con los sentimientos específicos que ésta había expresado si no hubiera sido porque todos habían estado comentando entre sí las mismas cosas durante años. Aunque la señora Poyser lo había puesto en términos populares bastante elegantes, el contenido era viejo. El decírselo al señor de la región en su cara (y con testigos) era lo extraordinario y lo que había hecho de la señora Poyser una especie de heroína local. La primera declaración abierta de un discurso oculto, una declaración que rompía con la etiqueta de las relaciones de poder, que perturbaba una superficie de silencio y aceptación aparentemente tranquila, tiene la fuerza de una simbólica declaración de guerra. La señora Poyser le había dicho una verdad (social) al poder.

Expresada en un momento de furia, la declaración de la señora Poyser fue, se puede argumentar, espontánea. Pero la espontaneidad estaba en la ocasión y en la vehemencia de la declaración, no en el contenido. De hecho, el contenido había sido ensayado una y otra vez, como se dice a continuación: "y aunque la señora Poyser hubiera recitado, durante los últimos doce meses, muchos discursos imaginarios, que decían más de lo que nadie había escuchado y que estaba decidida a que él los escuchara la próxima vez que apareciera en las puertas del Hall Farm, los discursos, a pesar de todo, nunca habían dejado de ser imaginarios".13 ¿Quién no ha tenido una experiencia parecida? ¿Quién, después de recibir un insulto o de sufrir una humillación –especialmente en público– a manos de alguien con poder o con autoridad, quién no ha ensayado una declaración imaginaria que le hubiera gustado decir o que pretende decir en la siguiente oportunidad?14 Muchas veces, este tipo de declaraciones no dejan de ser discursos personales ocultos que tal vez nunca son exteriorizados, ni siquiera ante amigos cercanos o personas del mismo rango. En este caso, sin embargo, estamos ante una situación compartida de subordinación. Los inquilinos del noble señor Donnithorne y, de hecho, gran parte de los que no pertenecían a la pequeña aristrocracia rural en las dos parroquias tenían bastantes razones personales para regocijarse ante la humillación pública del noble y para compartir, como si fuera suya, la valentía de la señora Poyser. El discurso oculto colectivo se vuelve relevante gracias a su posición de clase, común a todos ellos, y a sus lazos sociales. No exageraríamos mucho si dijéramos que todos ellos, a partir de sus relaciones sociales mutuas, le habían redactado a la señora Poyser su declaración. No literalmente, por supuesto, pero sí en el sentido en que lo dicho por ella sería como su propia elaboración de las historias, las burlas y las quejas que compartían todos aquellos que estaban por debajo del noble. Y para "redactarle" su declaración a la señora Poyser, los súbditos del noble necesitaban un tipo de espacio social seguro, aunque aislado, donde pudieran intercambiar y elaborar su crítica. La diatriba de ella era su versión personal del discurso oculto de un grupo subordinado y, como en el caso de Aggy, esa diatriba dirige nuestra atención de nuevo hacia la cultura marginal de la clase en que se originó.

Un individuo que es ofendido puede elaborar una fantasía personal de venganza y enfrentamiento, pero cuando el insulto no es sino una variante de las ofensas que sufre sistemáticamente toda una raza, una clase o una capa social, entonces la fantasía se puede convertir en un producto cultural colectivo. No importa qué forma toma (una parodia fuera del escenario, sueños de venganza violenta, visiones milenaristas de un mundo invertido): este discurso oculto colectivo es esencial en cualquier imagen dinámica de las relaciones de poder.

La explosión de la señora Poyser era, en potencia, muy costosa y gracias a su atrevimiento –algunos dirían que a su tontería– se ganó su fama. Usamos deliberadamente la palabra explosión puesto que es así como la señora Poyser vivió su experiencia:

"Lo que hiciste ya lo hiciste", dijo el señor Poyser, un poco alarmado e inquieto, pero no sin un cierto regocijo triunfal ante el estallido de su esposa. "Sí, ya sé que lo hice", dijo la señora Poyser, "pero ya me lo saqué y ahora estaré más tranquila por el resto de mis días. No tiene sentido vivir si uno tiene que estar bien tapado para siempre, sólo sacando disimuladamente a gotas lo que uno piensa, como un barril agujerado. Nunca me arrepentiré de haber dicho lo que pienso, aunque llegue a vivir tanto como el señor."15

La metáfora hidráulica que George Eliot pone en boca de la señora Poyser es la forma más común de expresar la noción de presión que existe detrás del discurso oculto. La señora Poyser da a entender que sus costumbres de prudencia y de disimulo ya no pueden contener la cólera que ella ha alimentado durante todo el año. Que la cólera va a encontrar una salida, no hay duda; la elección está más bien entre el proceso más seguro, pero psicológicamente menos satisfactorio, de sacar "disimuladamente a gotas lo que uno piensa" y el riesgo, asumido por la señora Poyser, de una total explosión, peligrosa pero gratificante. En efecto, George Eliot en ese momento definió su posición sobre las consecuencias de la dominación en la conciencia. Para Eliot, la necesidad de "actuar con una máscara" en presencia del poder produce, casi debido a la tensión engendrada por su falta de autenticidad, una presión equivalente que no se puede contener indefinidamente. No existe ninguna justificación para considerar que la explosión de la señora Poyser tiene epistemológicamente un valor de verdad mayor que su anterior actitud de respeto. Se puede decir que ambas son parte constitutiva de la subjetividad de la señora Poyser. No se puede pasar por alto, sin embargo, que, en los términos de Eliot, la señora Poyser siente que finalmente ha dicho lo que piensa. En la medida en que ella y otros en situaciones similares sienten que finalmente han hablado con la verdad a los que tienen el poder, el concepto de verdad puede tener una dimensión sociológica en el pensamiento y la praxis de la gente cuyos actos son el objeto de nuestra reflexión. En efecto, puede tener una fuerza fenomenológica en el mundo real a pesar de su insostenible condición epistemológica.

Otro argumento, que es casi la imagen lógica invertida del primero, dice que, tarde o temprano, aquellos obligados por la dominación a usar una máscara se darán cuenta de que sus rostros han terminado por identificarse con ella. En este caso, la práctica de la subordinación produce, con el tiempo, su propia legitimidad, muy diferente del mandato de Pascal de hincarse cinco veces al día a rezar para que aquellos con deseos de tener una fe religiosa terminen, con la mera repetición del acto, dándole a éste su propia justificación en la fe. En el análisis que sigue espero aclarar considerablemente este planteamiento, pues tiene una importancia enorme en la dominación, la resistencia, la ideología y la hegemonía, que son los temas centrales de mi investigación.

Si los débiles, en presencia del poder, tienen razones obvias y convincentes para buscar refugio detrás de una máscara, los poderosos tienen sus propias razones, igualmente convincentes, de adoptar una máscara ante los subordinados. Entonces, también para los poderosos existe en general una discrepancia entre el discurso público que se usa en el abierto ejercicio del poder y el discurso oculto que se expresa sin correr riesgos sólo fuera de escena. Este último, como su equivalente entre los subordinados, es secundario: está formado por esos gestos y palabras que modifican, contradicen o confirman lo que aparece en el discurso público.

El mejor análisis del "acto de poder" se encuentra en el ensayo "Shooting an Elephant" [Matar un elefante] de George Orwell, que data de cuando era subinspector de policía del régimen colonial en Birmania, durante los años veinte. A Orwell lo llaman para que resuelva el problema de un elefante en celo que se ha soltado y que está haciendo destrozos en el bazar. Cuando Orwell, con un fusil para matar elefantes en mano, finalmente encuentra al animal, éste, que ha matado a un hombre, está tranquilamente pastando en un arrozal y ya no representa ningún peligro para nadie. En ese momento, lo lógico sería observar al elefante por un tiempo para asegurarse de que se le ha pasado el celo. Pero la presencia de dos mil súbditos coloniales, que lo han seguido y que lo están observando, hace imposible aplicar la lógica:

 

Y de pronto me di cuenta de que, a pesar de todo, yo tenía que matar al elefante. Eso era lo que la gente esperaba de mí y lo que yo tenía que hacer. Yo podía sentir sus dos mil voluntades presionándome, sin que yo pudiera hacer nada. Justo en ese momento, cuando estaba allí parado con el rifle en mis manos, me di cuenta por primera vez de cuánta falsedad e inutilidad había en el dominio del hombre blanco en Oriente. Aquí estaba yo, el hombre blanco con su rifle, enfrente de una multitud inerme de nativos: yo era supuestamente el protagonista de la obra, pero en realidad yo no era sino un títere absurdo que iba de un lado para otro según la voluntad de esos rostros amarillos que estaban detrás de mí. Me di cuenta de que cuando el hombre blanco se vuelve un tirano está destruyendo su propia libertad. Se convierte en una especie de muñeco falso, en la figura convencionalizada del sahib. Porque un principio de su dominio es que debe pasarse la vida tratando de impresionar a los "nativos", de tal manera que en cada crisis él tiene que hacer lo que los "nativos" esperan que él haga. Usa una máscara y su rostro tiene que identificarse con ella [...] Un sahib tiene que comportarse como sahib; tiene que mostrarse decidido, saber muy bien lo que quiere y actuar sin ambigüedad. Llegar, rifle en mano, con dos mil personas tras de mí, y luego alejarse sin haber tomado ninguna decisión, sin haber hecho nada... no, era imposible. La multitud se hubiera reído de mí. Y toda mi vida, la vida de todos los blancos en Oriente, era una larga lucha que no tenía nada de risible.16

Las metáforas teatrales están por todas partes en su texto: se refiere a sí mismo como "el protagonista de la obra", habla de muñecos huecos, de títeres, máscaras, apariencias y de un público listo para burlarse de él si no sigue el guión ya establecido. Desde su perspectiva, Orwell no es más libre de ser lo que quiere ser, de romper las convenciones, que un esclavo en presencia de un amo tiránico. Si la subordinación exige representar convincentemente la humildad y el respeto, la dominación también parece exigir una actuación semejante, de altanería y dominio. Pero hay dos diferencias. Si el esclavo no sigue el guión, corre el riesgo de recibir una paliza, mientras que Orwell sólo corre el riesgo de quedar en ridículo. Y otra diferencia importante es que la necesaria pose de los dominadores proviene no de sus debilidades sino de las ideas que fundamentan su poder, del tipo de argumentos con los que justifican su legitimidad. Un rey de título divino debe actuar como un dios; un rey guerrero, como un valiente general; el jefe electo de una república debe dar la apariencia de que respeta a la ciudadanía y sus opiniones; un juez debe parecer que venera la ley. Es muy peligroso cuando las élites actúan públicamente contradiciendo las bases de algún principio de su poder. El cinismo de las conversaciones grabadas en la Casa Blanca durante la presidencia de Richard Nixon fue un golpe devastador para la pretensión del discurso público de representar la legalidad y la nobleza de sentimientos. Asimismo, en el bloque socialista, la existencia apenas disfrazada de tiendas y hospitales especiales para las élites del partido minó las afirmaciones públicas del partido dominante de estar gobernando en nombre de la clase obrera.17

Se podrían comparar diferentes tipos de dominación recurriendo a sus formas de manifestarse y al teatro público que parecen necesitar. Otra manera, quizá más reveladora aún, de tratar el mismo problema sería preguntándose cuáles son las actividades que con más frecuencia esos diferentes tipos de dominación ocultan a la vista del público. Cada forma de poder tiene no sólo su escenario específico sino también su muy particular ropa sucia.18

Las formas de dominación basadas en la premisa o en la pretensión de una inherente superioridad parecen depender enormemente de la pompa, las leyes suntuarias, la parafernalia, las insignias y las ceremonias públicas de homenaje o tributo. El deseo de inculcar el hábito de la obediencia y el respeto a la jerarquía, como en las organizaciones militares, puede producir mecanismos parecidos. En casos extremos, la pompa y circunstancia pueden llegar a dominar, como sucedió con el emperador chino Long Qing, cuyas apariciones públicas eran preparadas con tanto detalle que terminó convirtiéndose en un icono viviente para ser exhibido en ritos que no dejaban nada a la improvisación. Fuera de escena, en la Ciudad Prohibida, podía divertirse todo lo que quería con los príncipes y con los aristócratas.19 Éste puede ser en efecto un caso extremo; pero el recurso de las élites dominantes de crear un lugar totalmente aislado de la escena pública donde ya no estén en exhibición y puedan relajarse aparece por todas partes; como también aparece por todas partes el recurso de ritualizar el contacto con los subordinados para que no dejen de cumplir su función y se reduzca al mínimo el peligro de un acontecimiento funesto. Milovan Djilas criticó desde el principio el surgimiento de una nueva élite en el partido yugoslavo señalando el contraste entre los encuentros, decisivos pero secretos, tras bambalinas, y los ritos vacuos de las organizaciones públicas: "En cenas íntimas, en días de cacería, en conversaciones de dos o tres hombres, se toman decisiones de vital importancia sobre cuestiones de Estado. Las reuniones de discusión del partido, los congresos del gobierno y las asambleas no sirven de nada, sólo para hacer declaraciones y para montar un espectáculo".20 Por supuesto, en términos estrictos, estos ritos públicos que Djilas menosprecia sí tienen un propósito: son precisamente el espectáculo de la unanimidad, de la lealtad y de la decisión, montado para impresionar al público. Estos ritos son reales y simbólicos. Djilas critica, más bien, el hecho de que estos espectáculos tengan el objeto de ocultar la existencia de un espacio político que, tras bambalinas, parece contradecirlos.

Sin duda, los grupos dominantes tienen mucho que esconder y en general cuentan con los medios para hacerlo. Los funcionarios del gobierno colonial inglés con los que trabajaba Orwell en Moulmein tenían el consabido club de reunión nocturna en el cual, con excepción del invisible personal birmano, podían estar a solas entre los suyos, como ellos hubieran dicho, sin tener que andarse pavoneando frente a un público de súbditos coloniales. Las actividades, los gestos, las expresiones y el vestuario inadecuados para el papel público de sahib encontraban aquí un refugio seguro.21 Este encierro de las élites no sólo les ofrece un lugar para descansar de las tareas formales que exige su papel, también minimiza la posibilidad de que cierta familiaridad propicie el desprecio o, por lo menos, deteriore la imagen creada por sus apariciones rituales. Balzac capta muy bien el miedo a la sobreexposición, como se diría ahora, que tenían los magistrados parisienses de mediados del siglo XIX:

 

¡Ah, qué hombre más desgraciado es tu verdadero magistrado! Como sabes, tienen que vivir fuera de la comunidad, como en una época los pontífices. El mundo sólo debía verlos cuando surgían de sus celdas en horas precisas, solemnes, antiguos, venerables, pronunciando sentencia como los sumos sacerdotes de la antigüedad, que combinaban el poder judicial y el sacerdotal. Nosotros sólo debíamos ser visibles en el estrado [...] Pero ahora cualquiera nos puede ver cuando nos divertimos o cuando estamos en dificultades como cualquier otro [...] Nos ven en los salones, en casa, como criaturas de la pasión y en vez de terribles somos grotescos.22

Quizá el peligro de que el contacto desordenado con la gente pueda profanar el aura sagrada de los jueces ayuda a explicar por qué, incluso en las repúblicas seculares, éstos conservan, más que cualquier otra rama de gobierno, los arreos de la autoridad tradicional.

Hecha la presentación de la idea básica del discurso público y del oculto, me permitiré elaborar algunas observaciones con el fin de precisar el resto de mi análisis. En el estudio de las relaciones de poder, esta perspectiva dirige nuestra atención hacia el hecho de que casi todas las relaciones que normalmente se reconocen entre los grupos de poder y los subordinados constituyen el encuentro del discurso público de los primeros con el discurso público de los segundos. Es precisamente esa situación en que el noble señor Donnithorne impone su voluntad al señor y la señora Poyser en todas esas ocasiones en las cuales, antes de la explosión, ella se las arreglaba para seguir aparentando que era respetuosa y cortés. Así pues, en general, la sociología se concentra decididamente en las relaciones oficiales o formales entre los poderosos y los débiles. Como veremos, esto sucede incluso en muchos de los estudios sobre conflictos, cuando éstos se han institucionalizado enormemente. De ninguna manera quiero decir que el estudio del espacio de las relaciones de poder sea forzosamente falso o trivial, sólo que difícilmente agota lo que nos gustaría saber del poder.

Tarde o temprano trataremos de conocer cómo se forman los discursos ocultos de diferentes actores, en qué condiciones se hacen o no públicos y qué relación mantienen con el discurso público.23 Antes, sin embargo, debemos aclarar tres características del discurso oculto. La primera: el discurso oculto es específico de un espacio social determinado y de un conjunto particular de actores. Es casi seguro que, en sus barracas o en sus ceremonias religiosas clandestinas (por lo que sabemos, muy comunes), los esclavos ensayaban diferentes versiones de la maldición de Aggy. Los compañeros de Orwell, como la mayoría de los grupos dominantes, no corrían tanto riesgo por una indiscreción pública, pero tenían la seguridad del club de Moulmein en el cual podían descargar la bilis. Así pues, un "público" restringido que excluye –que se oculta de– otros "públicos" específicos es el que de hecho elabora cada uno de los discursos ocultos. Otra característica esencial del discurso oculto, a la que no se le ha prestado la suficiente atención, es el hecho de que no contiene sólo actos de lenguaje sino también una extensa gama de prácticas. De este modo, para muchos campesinos, la caza furtiva, el hurto en pequeña escala, la evasión de impuestos, el trabajo deliberadamente mal hecho son parte integral del discurso oculto. Para las élites dominantes, las prácticas del discurso oculto pueden incluir los lujos y privilegios secretos, el uso clandestino de asesinos a sueldo, el soborno, la falsificación de títulos de propiedad. En cada caso, estas prácticas contradicen el discurso público de los respectivos grupos y, en la medida de lo posible, se las mantiene fuera de la vista y en secreto.

Por último, no hay duda de que la frontera entre el discurso público y el secreto es una zona de incesante conflicto entre los poderosos y los dominados, y de ninguna manera un muro sólido. En la capacidad de los grupos dominantes de imponer –aunque nunca completamente– la definición y la configuración de lo que es relevante dentro y fuera del discurso público reside, como veremos, gran parte de su poder. La incesante lucha por la definición de esa frontera es quizá el ámbito indispensable de los conflictos ordinarios, de las formas cotidianas de la lucha de clases. Orwell se dio cuenta de cómo los birmanos se las arreglaban para dejar entrever, casi constantemente, su desprecio por los ingleses, aunque se cuidaban de no arriesgar nunca un desafío directo mucho más peligroso:

 

El sentimiento antieuropeo era muy intenso. Nadie se atrevía a provocar un motín; pero si una mujer europea andaba sola por un bazar era muy probable que alguien le escupiera jugo de betel en el vestido [...] Cuando un ágil birmano me puso una zancadilla en el campo de futbol y el árbitro (otro birmano) se hizo el desentendido, la multitud estalló en una horrenda carcajada [...] Los rostros amarillos llenos de desprecio de los jóvenes con los que me encontraba por todos lados y los insultos que me gritaban cuando yo estaba ya a una distancia segura para ellos terminaron afectándome bastante. Los jóvenes sacerdotes budistas eran los peores de todos.24

Gracias a una cierta prudencia táctica, los grupos subordinados rara vez tienen que sacar su discurso oculto. Pero, aprovechándose del anonimato de una multitud o de un ambiguo accidente, encuentran innumerables maneras ingeniosas de dar a entender que sólo a regañadientes participan en la representación.

El análisis de los discursos ocultos de los poderosos y de los subordinados hace posible, creo yo, una ciencia social que revela contradicciones y virtualidades; que alcanza a penetrar profundamente, por debajo de la tranquila superficie que a menudo presenta la adaptación colectiva a la distribución del poder, de la riqueza y del rango social. Detrás de los actos "antieuropeos" que observó Orwell, había sin duda un discurso oculto mucho más complejo, un lenguaje completo conectado con la cultura, la religión y la experiencia colonial de los birmanos. Los ingleses sólo tenían acceso a ese lenguaje a través de espías. Para recuperarlo, había que ir tras bambalinas, al barrio nativo de Moulmein, y había que estar íntimamente familiarizado con la cultura birmana.

Por supuesto, los birmanos tampoco tenían acceso –aparte de los cuentos que los sirvientes podían contar– a lo que estaba detrás del comportamiento más o menos oficial de los ingleses. Este discurso oculto sólo se podía recuperar en los clubes, en los hogares y en las reuniones íntimas de los colonizadores.

El investigador, en cualquier situación así, tiene una ventaja estratégica incluso frente a los participantes más sensibles porque generalmente los discursos ocultos de los poderosos y de los subordinados nunca se tocan. Cada participante se familiarizará con el discurso público y con el oculto de su respectivo círculo, pero no con el discurso oculto del otro. Es por esto que una investigación capaz de comparar el discurso oculto de los grupos subordinados con el de los poderosos, y luego ambos discursos ocultos con el discurso público que los dos grupos comparten podría hacer una importante contribución al análisis político. Esta última comparación revelaría, además, el efecto de la dominación en la comunicación política.

Apenas unos años después de la estancia de Orwell en Moulmein, sorprendió a los ingleses una enorme rebelión anticolonial encabezada por un monje budista que pretendía volverse rey y prometía una utopía limitada básicamente a la eliminación de los ingleses y de los impuestos. Los británicos aplastaron la rebelión con una buena cantidad de violencia gratuita y enviaron a la horca a los "conspiradores" que habían sobrevivido. De esa manera, una parte al menos del discurso oculto de los birmanos había saltado a la escena de súbito, por decirlo así, para manifestarse abiertamente.

Se representaron sueños milenarios de venganza y de un reino justo, de salvadores budistas, y ajustes de cuentas raciales de los cuales los ingleses apenas si tenían idea. En la brutalidad de la represión se podía reconocer la actualización de esa confesión, contra la que Orwell había luchado y que sin duda se expresó abiertamente en el único club de los blancos, de que "la mayor alegría en el mundo sería atravesar las entrañas de un monje budista con una bayoneta". Muchos discursos ocultos, quizá la mayoría de ellos, se quedan en eso: en discursos ocultos de la mirada pública y nunca "actuados". Y no es fácil decir en qué circunstancias el discurso oculto tomará por asalto la escena.

Pero si queremos ir más allá del consentimiento exterior y captar los actos potenciales, las intenciones todavía bloqueadas, y los posibles futuros que un cambio en el equilibrio de poder o una crisis nos deja vislumbrar, no nos queda otra opción que explorar el ámbito del discurso oculto.

Traducción del inglés de Jorge Aguilar Mora

Texto del libro: Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos, de próxima aparición en ediciones Era.

Notas

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* El autor emplea a lo largo de todo el libro los términos public transcript y hidden transcript. Sobre el primero, ofrece la siguiente explicación: "Public quiere decir aquí la acción que se realiza de manera explícita ante el otro en las relaciones de poder, y transcript se usa casi en el sentido jurídico (procés verbal, acta judicial) de la transcripción completa de lo que se dijo en un juicio. Esta transcripción completa incluye, sin embargo, también actos que no usan el habla, como los gestos y las expresiones faciales". Según esa explicación, transcript debería traducirse en español como "declaración". En otros momentos del texto, la palabra transcript parece significar "guión prestablecido"; en otros más, simplemente "lenguaje" (lenguaje público / lenguaje oculto). Pero todos esos términos resultan a la vez ambiguos y estrechos. Por ello, hemos preferido traducir transcript por discurso, tomando en cuenta que se acomoda mejor a la "lectura discursiva" que hace el autor de todas las expresiones sociales que analizará en su libro y a que él mismo utiliza la palabra "discourse" en el texto antecedente de este libro que menciona en su prefacio. Así pues, aunque con ello se pierda el sentido jurídico que el autor quiere darle al término transcript, esperamos que el lector agruegue siempre esa connotación al encontrarse con los términos de discurso público y discurso oculto. [N. del T.]

(1) Emile Guillaumin, The Life of a Simple Man, edición de Eugen Weber, p. 83. Para otros casos de la misma actitud, véase también las pp. 38, 62, 64, 102, 140 y 153.

(2) Ibid., p. 82.

(3) Lunsford Lane, The Narrative of Lunsford Lane, Formerly of Raleigh, North Carolina (Boston, 1848), cit. en Gilbert Osofsky ed., Puttin’ on Ole Massa: The Slave Narratives of Henry Bibb, William Wells y Solomon Northrup, p. 9.

(4) A Diary from Dixie, cit. en Orlando Patterson, Slavery and Social Death: A Comparative Study, p. 208.

(5) Ibid., p. 338.

(6) Por el momento, excluyo la posibilidad de que la retractación fuera de la escena o la ruptura pública sean a su vez estratagemas. No obstante, debería quedar claro que no existe ninguna forma satisfactoria de establecer una realidad o una verdad que fundamente con absoluta solidez ningún conjunto específico de actos sociales. También dejo de lado, por el momento, la posibilidad de que el actor sea capaz de insinuar cierta insinceridad en la actuación misma, lo cual le restaría autenticidad ante los ojos de parte o de todo su público.

(7) Con esto no pretendo decir que los subordinados hablan entre sí sólo de sus relaciones con los dominadores. Más bien, se trata de delimitar el término a esa parte de la conducta entre los subordinados que se refiere a su relación con los poderosos.

(8) My Story of the War, cit. en Albert J. Raboteau, Slave Religion: The "Invisible Institution" of the Antebellum South, p. 313.

(9) George Eliot, Adam Bede, pp. 388-89.

(10) Ibid., p. 393.

(11) Ibid., p. 394.

(12) Ibid., p. 398.

(13) Ibid., p. 388.

(14) Somos capaces, creo yo, de crear la misma fantasía cuando alguien igual a nosotros nos gana en una discusión o nos insulta. La única diferencia es que las relaciones asimétricas de poder no interfieren, en este caso, con la declaración del discurso oculto.

(15) Ibid., p. 395. Para los lectores que no conocen Adam Bede y que quisieran saber qué sucedió a continuación: providencialmente, el noble murió pocos meses después, y así la amenaza desapareció.

(16) Orwell, Inside the Whale and Other Essays, pp. 95-96.

(17) Desigualdades semejantes no son de ninguna manera tan importantes en las democracias capitalistas de Occidente, las cuales se comprometen públicamente a defender los derechos de propiedad y nunca declaran que su finalidad sea buscar el beneficio particular de la clase obrera.

(18) Todos podemos reconocer versiones domésticas de esta verdad. Difícilmente los padres van a discutir frente a sus hijos, y mucho menos cuestiones referentes a la disciplina y la conducta de éstos. Hacerlo sería debilitar ese principio implícito de que los padres lo saben todo y de que siempre están de acuerdo en lo que se debe hacer. Hacerlo también sería ofrecerles a los hijos la oportunidad política de aprovecharse de sus diferencias de opinión. En general, los padres prefieren mantener las peleas fuera de escena y presentar un frente más o menos unido a los hijos.

(19) Ray Huang, 1517: A Year of No Significance.

(20) Milovan Djilas, The New Class, p. 82.

(21) Tengo la sospecha de que, básicamente por la misma razón, el personal subordinado en cualquier organización jerárquica trabaja casi siempre al descubierto, mientras que las élites trabajan a puerta cerrada, generalmente con antesalas atendidas por secretarios privados.

(22) Balzac, Esplendor y miseria de las cortesanas. En el siglo XX, el autor que hizo de las máscaras de dominación y de subordinación el tema central de gran parte de su obra fue Jean Genet. Véanse, en especial, Los negros y Los biombos.

(23) Adrede omito, por el momento, el hecho de que todos los actores tienen varios discursos públicos y ocultos, según el público al que se dirigen.

(24) Orwell, op. cit., p. 91. Un insulto en voz alta no parece pertenecer de ninguna manera al discurso oculto. Lo fundamental en este caso es "la distancia segura" que vuelve anónimo al ofensor. El mensaje es público pero el mensajero está escondido.

James C. Scott, "Detrás de la historia oficial", Fractal n° 16, enero-marzo, 2000, año 4, volumen V, pp. 69-92.