Alejandra Armesto

 

Teorías de la justicia: ¿utilidad, igualdad o mérito?

 

 

Cuando preguntamos acerca de la justicia de una institución, inquirimos acerca de la manera en que distribuye los beneficios y las cargas. La moneda corriente de la justicia social o distributiva es la de los derechos y discapacidades, privilegios y desventajas, oportunidades iguales o desiguales, poder y dependencia, riqueza (que es el derecho a controlar la disposición de ciertos recursos) y pobreza. Debería ser evidente a partir de esto que la justicia o injusticia de una institución es un hecho inmensamente importante acerca de ella.

Brian Barry

 

 

Ocasión para la justicia

Para Hume el carácter justo de un arreglo distributivo se decide a partir de la conjunción de tres condiciones que llama “las circunstancias de la justicia”: la escasez, que caracteriza nuestras condiciones exteriores; el autointerés, que da cuenta de los motivos de nuestras acciones, y la igualdad de las partes que fundamenta los acuerdos. La escasez moderada encuentra sus límites –superior e inferior– en la prodigalidad de la naturaleza. En el límite superior, los bienes que desean los hombres están disponibles de un modo que oblitera la necesidad de justicia, porque si todo estuviera a disposición sin restricciones el objeto de la justicia, que es la distribución de los bienes, no tendría aplicación. El límite inferior aparece cuando la escasez se hace tan extrema que la única respuesta es la búsqueda de la autopreservación.

La segunda circunstancia de la justicia, el egoísmo moderado, también se rige por límites que lo alejan de los extremos: si los hombres sólo persiguieran el interés público no necesitarían restricciones, y si no tuvieran otra preocupación más que su interés individual no se plantearían la exigencia de limitarse. En este caso, el extremo opuesto a la benevolencia total no es el egoísmo extremo, sino el egoísmo poco inteligente, es decir un autointerés que no percibe las ventajas de auto-restringirse para ganar en seguridad. Según esta concepción del autointerés, los seres humanos dan más importancia al proyecto de ganar seguridad personal –lo que conlleva el costo de restricciones sobre su capacidad de luchas con los demás– que al de enfrentar a los otros –que trae el riesgo constante de ser confrontado. La tercera condición habla de la igualdad, aunque ésta no se rige por el equilibrio entre los extremos, pues a mayor igualdad mayor probabilidad de acuerdo sobre ciertos principios de justicia (Brian Barry, Theories of Justice, 1989).

En esta concepción –humeana– de justicia, las reglas para limitar el autointerés sólo son posibles cuando su adopción resulta ventajosa para los individuos comprometidos con ellas. Allí donde los recursos son escasos, las acciones de los individuos responden a su autointerés –cualesquiera sean sus preferencias– y el poder de negociación de las partes está distribuido de forma relativamente simétrica; los arreglos distributivos reclaman una respuesta a la interrogante por la justicia.

La pregunta por una sociedad justa ha encontrado una variedad de respuestas. Cada una se plasma en principios de ordenamiento de las instituciones básicas de la sociedad y en criterios de distribución de las cargas y los beneficios. En lo que sigue, se presenta una breve aproximación a tres principios y criterios de distribución justa que aglutinan el debate contemporáneo sobre el problema.

Maximización de la utilidad

Inspirada en la tradición inaugurada por Bentham, el utilitarismo postula como principio de justicia la maximización de la utilidad del colectivo. Entendiendo por este principio que el bienestar se corresponde con el placer, esta teoría propone la siguiente fórmula: así como el bienestar de una persona resulta de la suma de sus placeres, también el bienestar de cualquier grupo de personas puede ser entendido como la suma de los placeres de sus miembros.

En su introducción a Utilitarianism and Beyond (Cambridge, 1982), Sen y Williams definen al utilitarismo como la combinación de consecuencialismo, bienestarismo y sum-ranking. Por el consecuencialismo, las líneas de acción a tomar deben elegirse sobre la base de los estados que de ellas resultarían como producto, con lo que el juicio de una acción no contempla quién hace qué a quién sino solamente las eventuales consecuencias que implica. El bienestarismo consiste en la evaluación de los estados sociales atendiendo al bienestar, la satisfacción o la obtención de aquello que las personas prefieren, de modo que toda la información relevante para la toma de una decisión social se reduce a la utilidad que las personas involucradas en un estado social dado obtienen. Finalmente, por el sum-ranking, se juntan todas las unidades de utilidad en una masa total única, y en el proceso se pierden las identidades y la individualidad de las personas así como las características distributivas de la utilidad. De esta intersección, “el utilitarismo, en su versión primaria, recomienda la elección de una acción en función de sus consecuencias y una valoración de las consecuencias en términos de bienestar”.

Sin embargo, no se debe caer en la tentación simplificadora de creer que las justificaciones del principio de distribución utilitarista se han restringido a los argumentos consecuencialistas. Algunos de sus más destacados defensores también han apelado a la atribución de rasgos de prescriptibilidad y universabilidad para otorgar a este principio el estatuto de un juicio moral. Un primer ensayo en este sentido –previo a la propuesta de la posición originaria del trabajo de Rawls– fue el modelo de equiprobabilidad de los juicios de valor moral de Harsanyi, que consiste en la aplicación de los axiomas de la teoría de la utilidad esperada a problemas en los cuales las alternativas sometidas a elección son situaciones sociales. Bajo el supuesto de equiprobabilidad las personas que deciden tienen las mismas probabilidades de ser cualquier individuo en la sociedad, y Harsanyi sugiere que un decisor racional, sujeto a las condiciones de este supuesto, siempre elegirá un sistema social que maximice la utilidad esperada, que represente la media aritmética de todos los niveles de utilidad individual en la sociedad.

La prescripción de maximización de la utilidad no es unívoca, sino que abre paso a divergencias que resultan en parte de disquisiciones internas al utilitarismo, pero que también reconocen un origen en la confrontación con otras teorías. Nos encontramos entonces, con una serie de distinciones que dan lugar a una suerte de utilitarismos alternativos. Hay un utilitarismo de acción y otro de reglas. Desde la perspectiva del primero, lo correcto o incorrecto de una acción es juzgado por las consecuencias, buenas o malas de la acción en sí misma; mientras el utilitarismo de reglas evalúa en primera instancia, no las acciones individuales, sino las reglas generales que las gobiernan. Hay un utilitarismo hedonista –el de Bentham– que define las funciones de utilidad social e individual en términos de sensaciones de placer y dolor; y que siendo igual la cantidad de placer, las distintas experiencias son equivalentes. En el polo opuesto, se halla, otro utilitarismo ideal –el de Moore– conforme al cual algunos estados de conciencia tienen un valor intrínseco, independientemente de lo placenteros que puedan ser. Existe un utilitarismo que atiende a todas las preferencias y otro que, en la búsqueda de resguardos contra las preferencias ilegítimas –caras, ofensivas o externas–, propicia medidas del bienestar que atiendan solamente a preferencias idealizadas –las preferencias perfectamente prudentes de Hare, o las preferencias verdaderas de Harsanyi. También hay un utilitarismo de suma de utilidades y otro de utilidad media que si bien reconocen definiciones matemáticamente equivalentes, conducen a criterios de decisión diferentes cuando se juzgan políticas de población alternativas.

Las críticas que se volvieron sobre el principio utilitarista de maximización de la utilidad reconocen tres núcleos temáticos. En primer lugar se objeta la presunción de la comparabilidad interpersonal de la utilidad que subyace a la noción de suma de utilidades. En segunda instancia, esta suma de las utilidades no atiende a la forma en que el bienestar está distribuido en la sociedad, de modo que este criterio sería compatible con la coexistencia de pobreza y opulencia. Por último, se impugna la reducción del juicio moral a la utilidad, porque ésta, como experiencia subjetiva, puede adolecer de un desajuste con la realidad, o reflejar una concepción errónea acerca del bien, sea por falta de información o por creencias equivocadas.

Un intento de superación de la primera crítica al principio de decisión utilitarista se encuentra en el criterio de la optimalidad de Pareto, bajo el cual un estado social se describe como óptimo si y sólo si aumenta la utilidad de uno sin reducir la de otro. Este criterio ya no requiere comparaciones interpersonales de utilidad, pero no escapa a la crítica de justificar la desigualdad, porque “un estado puede ser óptimo en el sentido de Pareto con algunas personas en la más grande de las miserias y otras en el mayor de los lujos, en tanto que no se pueda mejorar la situación de los pobres sin reducir el lujo de los ricos” (Amartya Sen, On Ethics and Economics, 1987.). Frente a la segunda fuente de críticas se opone la defensa que hace Hare de la compatibilidad entre utilitarismo e igualdad. Para apoyar esta tesis recuerda que la utilidad marginal decreciente de todos los bienes –incluido el dinero– conduce a unas medidas igualitaristas para incrementar la utilidad total o media. Por último, frente a las dudas respecto del estatuto moral de la utilidad, los utilitaristas recurren a una concepción que la define como satisfacción de preferencias informadas o racionales. Pero esta nueva definición de la utilidad adolece del problema de la vaguedad.

Compensación de desigualdades moralmente arbitrarias

La igualdad como justificación de una distribución justa encuentra un terreno fértil de reflexión en el pensamiento liberal igualitarista. Éste es igualitario hacia los recursos naturales o externos tanto como respecto a las capacidades de cada uno, en oposición al libertarismo, y a través de la crítica al principio de la autopropiedad –base de la explicación de la injusticia por la categoría de la explotación– pretende superar el alcance igualitario del marxismo.

En A Theory of Justice (Cambridge, 1971) Rawls inaugura el debate igualitarista al discutir los supuestos que conciben el bienestar de la sociedad como el agregado del bienestar de los individuos sin considerar la distinción entre las personas. Arraigado en la tradición contractualista, apela a la noción de contrato –que supone la igualdad de los participantes en el acuerdo– como idea regulativa que refleja la aspiración igualitaria de su teoría. Para Rawls, el objeto de una teoría de la justicia es la estructura básica de la sociedad o, más exactamente, el modo en que las instituciones sociales fundamentales –la constitución política y las principales disposiciones económicas y sociales– distribuyen derechos y deberes, y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social. Su objetivo no consiste en señalar principios de justicia para aplicar en situaciones específicas, sino descubrir aquellos principios generales que orientan la distribución de los recursos básicos de la sociedad.

Rawls introduce la idea de bienes sociales primarios –derechos y libertades, poderes y oportunidades, ingreso–, bienes que cualquier persona racional desearía, independientemente de sus preferencias, talentos y otras características personales. En oposición a los bienes naturales –que quedan fuera de la mira de una teoría de la justicia–, los bienes sociales primarios están a disposición de la sociedad y son materia de política social. Si se compara esta propuesta –y sus implicaciones– con la del utilitarismo, es posible reconocer que a través de esta noción de bienes primarios Rawls avanza en la adopción de medidas más objetivas frente a la desigualdad, en tanto se supone que todas las personas buscan la obtención de estos bienes primarios independientemente de su plan de vida, en oposición a las medidas de carácter subjetivo del utilitarismo. La teoría de la justicia de John Rawls es una teoría acerca de la distribución de los bienes sociales primarios.

Sus célebres principios de justicia, elegibles bajo las condiciones de la hipotética posición original, concilian el derecho al conjunto más amplio de libertades fundamentales iguales, con la compensación de las desigualdades originadas en circunstancias moralmente arbitrarias. En esta concepción, nadie merece sus talentos o capacidades, y el esquema de justicia no se resuelve con la estricta igualdad de oportunidades. Esta teoría de la justicia se preocupa por regular las desigualdades que afectan las oportunidades en la vida de la gente, y no las desigualdades derivadas de sus elecciones de vida, porque los individuos son finalmente responsables de sus elecciones.

Entre los liberales igualitaristas que siguieron la huella de Rawls y avanzaron sobre sus pasos, la discusión se centra en dos ejes. Por una parte, en la identificación del punto de corte entre los resultados imputables a la responsabilidad de una persona y aquéllos atribuibles a circunstancias fuera de su control; y por otra, en la definición del equalisandum, es decir la dimensión que amerita ser igualada. En este sentido, los factores que afectan los resultados de los individuos admiten una clasificación tripartita: recursos, talentos y voluntad. Los primeros son controlados por las organizaciones e instituciones. Los segundos reúnen los factores que no están bajo el control de las organizaciones, pero tampoco bajo el de los individuos (las circunstancias biológicas y naturales irreductibles a factores sociales). Finalmente, la voluntad está en el origen de los estados alcanzados como fruto de la responsabilidad individual. Así, el resultado individual puede ser escrito como una función de tres variables y el objetivo igualitarista será el de compensar la dotación desigual de talentos y recursos.

En el terreno de la primera discusión, en torno a la responsabilidad, Rawls tiene en cuenta la distinción entre elecciones y circunstancias, pero no concibe a los bienes primarios naturales como indicadores de desventajas a compensar por su segundo principio de justicia, el de diferencia. Por esto Ronald Dworkin (“What is Equality? Part 1: Equality of Welfare”, y “Part 2: Equality of Resources”, en Philosophy and Public Affairs 10, 1981) intenta elaborar unos principios de justicia más sensibles a la ambición e insensibles a las cualidades. El modelo de desorden público refleja los costos y los beneficios de las elecciones realizadas, garantizando la retención de las ganancias derivadas de estas decisiones a quienes, por ejemplo, elijan invertir en lugar de consumir, o consumir menos, o trabajar en formas más redituables. Pero al mismo tiempo, apunta a que la distribución resultante no sea sensible a los talentos, es decir, que no se vea afectada por las diferencias en las habilidades que proporcionan diferentes niveles de ingreso a individuos con la misma ambición. Mientras los recursos son considerados una dimensión que cae fuera del ámbito de decisión de las personas, las preferencias son asunto de la responsabilidad individual, independientemente del origen que tengan, siempre que alguien se identifique con ellas.

La propuesta de Dworkin es un sistema de garantías por el cual los individuos, en una situación originaria –similar a la sugerida por Rawls– en la que desconocen su lugar en la distribución de los recursos y los talentos, y con una porción igual de recursos, deciden qué porción de estos recursos destinarán a protegerse contra la posibilidad de resultados adversos en las loterías natural y social. Este dispositivo de las garantías provee una conexión entre una suerte elegida resultante de juegos calculados, y una suerte bruta que es una cuestión de cómo se dan los riesgos sin que existan en este sentido decisiones deliberadas de los individuos. La fórmula para llevar a la práctica una distribución que satisfaga estas condiciones sería un impuesto redistributivo de los recursos, que “neutralice los efectos de talentos diferentes, pero preserve las consecuencias de las elecciones ocupacionales de las personas de acuerdo con el sentido de lo que desean hacer con su vida...” La aplicación del modelo plantea tantas dificultades –debido a la complejidad de los cálculos que exige– que las ventajas de distinguir elecciones de recursos y talentos no pueden trasladarse a la práctica. La decepcionante inferencia de imponer gravámenes sobre los ricos y sostener a los pobres da por tierra con aquel objetivo.

Richard Arneson y Gerald Cohen también contribuyen a la dilucidación de estas distinciones casi contemporáneamente en sendos artículos aparecidos en 1989. El primero sugiere que el corte conceptualmente correcto para captar la responsabilidad de las personas es entre oportunidad y resultado. Aquello de lo cual una persona no es responsable son sus oportunidades, pero sí lo es de transformar estas oportunidades en resultados. En particular, una persona no puede ser responsabilizada totalmente por sus preferencias. Por su parte, frente a las dificultades que introduce la consideración de la elección como punto de corte entre las circunstancias y la responsabilidad individuales, Cohen propone que desde el punto de vista de la justicia igualitarista se atienda además, al nivel de información a disposición de los individuos al momento de tomar decisiones.

La pregunta ¿igualdad de qué?, el problema del equalisandum, encuentra también un repertorio de respuestas. Amartya Sen sugiere que la distribución de recursos sea evaluada en términos de su contribución a las capacidades individuales para funcionar en formas importantes o valiosas (“Equality of What?”, en Murrin, ed., Tanner Lectures on Human Values I, 1980). A la luz de esta mirada, los reclamos individuales de justicia no son valorados en términos de los recursos o de los bienes primarios que las personas poseen, sino de las libertades de las que disfrutan para elegir los modos de vida que valoran. La naturaleza de las capacidades se entiende si se considera que lo que la gente obtiene de los bienes depende de una variedad de factores. Juzgar las ventajas personales sólo por la posesión de bienes y servicios puede ser engañoso, porque las tasas a las que las personas transforman bienes primarios en capacidades para funcionar en ciertas dimensiones clave varían enormemente. De modo que para Sen, lo razonable sería moverse desde el análisis de los bienes como tales hacia lo que los bienes hacen a los seres humanos. Las capacidades reflejan las posibilidades de las personas para elegir entre vidas alternativas, y su valoración no presupone unanimidad con respecto a un conjunto específico de objetivos –como los bienes primarios de Rawls.

La propuesta de igual distribución de capacidades superaría las limitaciones de las medidas del bienestar del utilitarismo, porque no incurre en la anulación del derecho a la compensación por desventajas, aun cuando la persona hubiere logrado convivir dignamente con la adversidad; también evitaría las dificultades de las medidas de los bienes primarios del igualitarismo de Rawls, por cuanto atiende a los niveles de bienes necesarios para los distintos individuos según su situación. La principal objeción de Sen a la teoría de la justicia de Rawls, basada en la distribución igualitaria de los bienes primarios, señala que no tiene en cuenta las dificultades generadas natural o socialmente que impiden a las personas convertir esos bienes en libertades efectivas para alcanzar ciertos logros.

Previa advertencia sobre las limitaciones para determinar los subconjuntos de capacidades que ameritan una evaluación moral y una consiguiente prescripción compensatoria, Arneson se inclina por la igualación de las oportunidades para el bienestar, que se obtiene cuando se alcanzan valores iguales para quienes enfrentan entramados de decisiones equivalentes. Las oportunidades que las personas encuentran son ordenadas según las perspectivas de bienestar que pueden afrontar. La gente puede, sin embargo, frente a un mismo entramado de oportunidades, diferir en su capacidad para reconocerlas, o en sus habilidades para elegir razonablemente entre ellas, o en la fuerza de carácter para persistir en una decisión una vez tomada. De modo que para una efectiva igualdad de oportunidades para el bienestar se necesitarían un conjunto de condiciones adicionales: a) que las personas cuenten con las mismas habilidades para negociar las opciones disponibles; o b) que las opciones sean no equivalentes en el estricto sentido necesario para contrarrestar las diferencias en las capacidades de negociación de las personas; o c) que las opciones sean equivalentes y las desigualdades en las habilidades de negociación de los individuos sean responsabilidad de estos últimos. Lo que no puede ser igualado en la perspectiva de Arneson es el bienestar resultante de las elecciones que las personas efectivamente realizan entre los distintos senderos que ofrecen sus árboles de decisiones. Las personas aparecen como responsables de las elecciones que realizan.

Cohen diferencia su noción de igualdad de acceso a las ventajas de la igualdad de oportunidades para el bienestar de la planteada por Arneson, entendiendo que con esta propuesta se ofrecería a todas las personas un mismo espectro de ventajas a través de la compensación de aquellos que de otra manera tendrían un espectro más pobre debido a factores sobre los cuales no tienen control. La distinción entre Arneson y Cohen es importante si la elección de la alternativa más prudente para una persona no está bajo su control o, en un caso menos extremo, si requiere de una fuerza de voluntad mayor a, de la que el individuo dispone. Cuando se iguala el bienestar esperado de los distintos senderos posibles en los entramados de decisiones de dos personas, se están igualando sus oportunidades para el bienestar aunque no su acceso al bienestar, cuando este último aspecto –el acceso– es el éticamente relevante.

Hay dos fuentes de impugnación contra las ideas –y las prescripciones políticas– de los liberales igualitaristas. Desde el libertarismo, se denuncian un individualismo y un liberalismo insuficientes, limitados por un exceso de intervención estatal. Del otro lado de la crítica, desde el comunitarismo se repudia la neutralidad de los liberales con respecto a la elección de los modos de vida, defendiendo la revitalización de los valores tradicionales y una intervención que propicie determinadas conductas en los ciudadanos.

Desde el libertarismo, Nozick defenderá los derechos de propiedad, en Anarchy, State and Utopia (New York, 1974), como fundamento de toda distribución basado en dos tipos de argumentos: por un lado, el intuitivo, acerca del libre ejercicio de los derechos de propiedad, y por otro, el filosófico, que deriva los derechos de propiedad de la premisa de la auto-propiedad. En virtud de ello, cualquier redistribución desde los favorecidos natural o socialmente hacia los desfavorecidos es entendida como una violación de esa premisa. La distribución de recursos en una sociedad es justa si y sólo si es el resultado de un proceso de libre intercambio entre los individuos, en el cual los derechos de ninguna persona han sido violados. Este autor anarco-capitalista se opone a los principios de justicia que llama de resultado final –o de porciones actuales– porque requerirían de permanentes intervenciones redistributivas.

Nozick defiende una teoría de la justicia de carácter retributivo, que suponiendo una sociedad con mecanismos descentralizados de distribución –de intercambio libre entre los individuos– se apoya en tres principios: el de justicia en la adquisición, el de justicia en la transferencia y el de rectificación, que rige cuando se violan los dos primeros principios. Van Parijs (Qu'est–ce qu'une société juste? Introduction a la pratique de la philosophie politique, París, 1991) hace notar que el recurso a este principio, aplicable cuando la situación actual es el resultado final de una cadena de acciones entre las cuales alguna fue injusta, implicaría que aun desde el punto de vista libertariano resulta legítima una redistribución de ingresos de amplitud potencial considerable.

Desde el comunitarismo se cuestionan la concepción atomista de las personas y la abstracción y pretensión de universalidad de los principios que proponen los igualitaristas. El propósito declarado de Rawls con su justicia como imparcialidad era elaborar una teoría de la justicia que representara una alternativa al pensamiento utilitarista, pero en esta empresa arriba a una teoría que se opone a toda otra teoría que priorice el bien común o el bienestar del grupo por encima de la libertad y de los derechos. La justicia liberal se define por una serie de rasgos que hablan de la universalidad y el formalismo. Esta concepción de la justicia sería elegida por un agente racional en circunstancias ideales de imparcialidad, bajo las cuales se garantiza que los principios de justicia serán neutrales respecto de la posición social que se ocupe, los talentos y las habilidades que se posean, la concepción del bien que se sostenga, el temperamento que se tenga, y el orden económico, político, cultural y social en que se viva.

A esta defensa de las libertades y de los derechos se enfrenta la posición de los comunitaristas, quienes suscriben una concepción de la justicia arraigada en modelos sustantivos de lo bueno. El primer núcleo de objeciones apunta al individualismo liberal, imputándole una concepción empobrecida de los individuos, según la cual serían autosuficientes e independientes del contexto social. Los cuestionamientos al postulado liberal de que el yo es anterior a sus fines, son acompañados por la concepción de que el yo es constituido por sus fines; es decir que no es un resultado de las decisiones y elecciones que hace el individuo, sino del auto-descubrimiento. Contra la abstracción y universalidad de la teoría liberal de la justicia, los comunitaristas defienden principios que se derivan de cierta concepción de lo bueno, en la que el elemento social prevalece. A los ojos de Charles Taylor, por ejemplo, “los diferentes principios de justicia distributiva están relacionados con concepciones del bien humano y en particular con diferentes nociones de la dependencia del hombre con respecto a la sociedad para realizar este bien”. (“The Nature and Scope of Distributive Justice”, en Philosophy and Human Sciences, Philosophical Papers II, Cambridge, 1985.) Derechos y obligaciones de los individuos estarían condicionados por la especificidad de las relaciones sociales con los demás miembros de su comunidad, y la crítica moral con respecto a la práctica moral de cada sociedad dependería de la relación de esta última con las tradiciones, convenciones e instituciones. Según esta visión los principios de la teoría liberal de la justicia no son universales sino propios de la cultura en la que están insertos los filósofos liberales.

La posición de Walzer frente al liberalismo igualitarista se ubica en un plano distinto a los demás comunitaristas. Su crítica se centra en los aspectos distributivos de la teoría liberal de la justicia más que en el énfasis liberal en la libertad individual en relación a la comunidad. En Spheres of Justice (New York, 1983), Walzer defiende una concepción plural de la justicia con base en dos argumentos. Según el primero, la naturaleza diferenciada de los bienes determina la existencia de esferas de distribución con principios propios. Aquí, la justicia depende de la autonomía de las esferas; esto es, una distribución es justa si no se ve condicionada por criterios correspondientes a otra esfera. En segundo lugar, la forma en que se distribuyen esos bienes resulta de cómo son concebidos por cada cultura. Una teoría de la justicia debería adecuarse a las concepciones que las distintas culturas tengan de los bienes, no sólo porque de no hacerlo estaría condenada al fracaso, sino por un principio democrático de respeto de las distintas concepciones.

Algunas de las consecuencias prácticas de ciertas concepciones comunitaristas de la justicia no son triviales desde la perspectiva de la defensa de los derechos individuales. Acogiéndose el tono de la preocupación desde un punto de vista liberal, Klymcka (Liberalism, Community and Culture, Oxford, 1989) advierte que esta pretensión de los comunitaristas de reemplazar la Moralität de Kant por la Sittlichkeit de Hegel además de constituir una suerte de tergiversación de la propuesta de este último, conlleva riesgos de ofrecer fundamento a situaciones que bajo una mirada kantiana resultarían injustas. Más allá de los lugares comunes de la discusión alrededor del individualismo o comunitarismo, de la prioridad del sujeto o de los fines, las implicaciones de la reducción de los problemas de justicia a cuestiones de eticidad son graves en términos de su contribución a consolidar situaciones de violación de derechos en nombre del respeto de las prácticas, costumbres o tradiciones.

Retribución del mérito

El principio del mérito no aparece de manera prominente en las discusiones contemporáneas sobre justicia distributiva. No se halla en Rawls, porque en la noción de justicia como equidad “...nadie merece su lugar en la distribución de los talentos naturales más que el lugar de partida que ocupa en la sociedad... El carácter depende en gran parte de la familia que se tenga en suerte, y de las circunstancias sociales de las cuales nadie puede reclamar algún crédito.” (Op. cit.) Tampoco aparece en los escritos de libertarios y comunitaristas, sino hasta la obra de MacIntyre, After Virtue (Notre Dame, 1981).

Las concepciones de la justicia que defienden el estatuto moral del mérito se enfrentan a las teorías de la justicia fundadas sobre la noción de derechos, en variantes que van desde posiciones que se conciben como una alternativa excluyente de las primeras, a otras que sugieren la posible coexistencia de principios de justicia basados en el mérito y otros en los derechos. Dentro de la primera de estas posiciones, MacIntyre enfrenta las teorías de la justicia de Rawls y Nozick denunciando su desentendimiento de las relaciones entre el mérito y la justicia. Y en este sentido destaca que los reclamos de justicia de los individuos encuentran su fortaleza en la referencia al mérito, y aún más, que la noción de mérito está vinculada a las concepciones compartidas por la comunidad acerca de lo bueno y lo malo para el hombre. En esta línea sugiere que la introducción de la idea de mérito respecto a tareas comunes que persiguen bienes compartidos dentro de una comunidad, será lo único que permita basar racionalmente los juicios sobre la virtud y la injusticia sociales.

Desde la perspectiva de una teoría de la justicia de raigambre aristotélica, Taylor privilegia la noción de principios de justicia relacionados con una concepción de lo bueno sostenida, realizada o buscada por la sociedad. En cualquier perspectiva del bien común los miembros de una sociedad reconocen que ciertas personas merecen más que otras porque su contribución a ese bien común es mayor que la del resto. Si bien todos los que participan de ese bien común están en deuda unos con otros, el balance no es equivalente para todas las partes, sino que unos resultan acreedores de mayores recompensas por el mayor nivel de contribución demostrado. En este contexto, al Estado le corresponde un rol activo en la promoción de ciertos tipos de planes de vida, alentando unos ideales y desalentando otros, de modo que su intervención se halla justificada siempre que contribuya a la promoción de los valores de la sociedad, a través del establecimiento de recompensas a las conductas meritorias y castigos a las reprochables.

En la concepción pluralista de la justicia elaborada por Walzer, el mérito aparece como uno más entre otros criterios de distribución justa. Como ya se dijo, bajo esta perspectiva, cada sociedad crea sus bienes sociales y su significación depende de la manera en que son concebidos por sus miembros. La nómina de tales bienes diferirá según los lugares, y es este significado de cada bien social lo que determina su criterio de distribución justa. Por ello, la aplicación del mérito opera dentro de ámbitos restringidos.

En la segunda vertiente, que admite una coexistencia no competitiva entre principios basados en derechos y otros en el mérito, se inscribirían los desarrollos de Joel Feinberg, para quien “...el merecimiento es una noción moral natural (esto es, una que no está lógicamente atada a instituciones, prácticas y reglas), que representa sólo una parte, y no necesariamente la más importante, del dominio de la justicia...” (Doing and Deserving, New Jersey, 1979). En un trabajo de consulta obligada que analiza el mérito como criterio de distribución, George Sher (Desert, New Jersey, 1989) establece que los reclamos de justicia basados en derechos y los basados en el mérito responden a preguntas diferentes, lo que hace de los conflictos entre ellos un problema sólo aparente. En este sentido, cuando se hace referencia a los merecimientos, se estaría respondiendo a interrogantes acerca de qué sería bueno que el individuo merecedor tuviera; mientras que si la preocupación remite a los derechos, allí las preguntas giran en torno a qué deberían otros hacer o contenerse de hacer. Como las preguntas son distintas, los criterios no compiten ni existe jerarquía entre ellos.

Hay dos núcleos de problemas que aparecen cuando se pretende establecer criterios de justicia distributiva basados en el mérito: la exigencia de bases del mérito, por una parte, y la relación entre el tipo de mérito y la naturaleza de lo merecido, por otra. Las bases del mérito atienden a la idea de que si una persona merece algún tipo de tratamiento, ello debe ser en virtud de la posesión de alguna característica o de alguna actividad previa. Esto es, los juicios de mérito están obligados a ofrecer razones que se apoyan en la evaluación de alguna base de mérito para justificar los tipos de tratamientos; así lo merecido estaría ligado indefectiblemente a las características de los méritos demostrados.

Desde posiciones más cercanas al pensamiento igualitarista, se impugna el reconocimiento de los talentos como base del mérito junto a las acciones pasadas de los individuos, y se defiende a estas últimas como única base justificable. En esta misma línea de reflexión se inscribe la defensa de las recompensas al esfuerzo realizado para contribuir a la sociedad en contra de las recompensas al éxito logrado en esa empresa; porque sería injusto que una persona coseche más simplemente porque resulta capaz de contribuir en mayor medida a la sociedad, ya sea porque tenga más talento o más suerte que otros. Pero aun esta idea es vulnerable a objeciones, ya que se podría decir que hasta la disposición al esfuerzo no deja de ser un rasgo influido por las habilidades naturales, las destrezas y oportunidades abiertas a un individuo. En este sentido pues, también la disposición al esfuerzo se halla ampliamente condicionada por las loterías natural y social.

Aunque la justicia en términos de derechos no sea previa a unos criterios de asignación basados en el mérito, y el mérito tampoco agote el problema de los criterios de distribución, los criterios de distribución justa pueden influir notablemente sobre lo que las personas merecen. Esto es posible porque las instituciones, por una parte, modelan las habilidades, las preferencias y los valores que contribuyen al desempeño de acciones que conllevan la producción de determinados méritos; por otra, establecen las alternativas entre las cuales los agentes toman sus decisiones, además de fijar las convenciones que dan significado a las acciones y de ofrecer el telón de fondo –de justicia o injusticia– que requieren algunos esquemas de mérito.

Alejandra Armesto, "Teorías de la justicia: ¿utilidad, igualdad o mérito?", Fractal n° 16, enero-marzo, 2000, año 4, volumen V, pp. 41-60.