RAFAEL COURTOISIE

Los que dan órdenes


Toda jerarquía es un edificio endeble, con frecuencia lleno de grietas que se ocultan a la vista mediante diversos procedimientos cosméticos. Toda pirámide jerárquica tiene en la punta, en el vértice, un ángulo agudo, filoso, seco, donde se sienta –muchas veces no durante mucho tiempo– el Mandamás de turno.

Hay personas a las que les encanta dar órdenes, verse en lo alto de la pirámide imaginaria pero tan real y tangible como las egipcias, infinitamente más débil, menos firme, más tosca.

La piedra con que se construyen los diversos y más variados modelos de edificios y monumentos evidentes del Poder es erosionable, se consume con facilidad por el paso del tiempo, por las indignidades disfrazadas de virtudes, por el hablar en voz baja y continuo de la gente: murmullos, rumores, habladurías, vientos o brisas que van y vienen sobre la superficie pétrea, que la deforman o deterioran, que acaban por descubrir, en la superficie cutánea que cubre su intimidad, el signo de sus fallas más hondas, de sus sarcomas venéreos.

La cólera de Hitler

Cuando se enfrentaba a sus generales, ante la menor sugerencia de contradicción, Adolf Hitler entraba en trance. Era un trance súbito, rabioso, incontenible: golpeaba la mesa donde se extendían los diversos mapas y cartas de guerra (en una ocasión llegó a aplastar un modelo en miniatura de un tanque Pánzer que se encontraba sobre el campo imaginario de maniobras), echaba espuma por la boca, todas las glándulas de su epidermis se ponían al unísono a transpirar, a destilar un helado sudor cuya composición sólo Goebbels y Mengele conocían. Gruesas gotitas de este líquido funeral le cubrían de pronto el cuerpo, la voz se le hacía más fina, más aguda, como si la garganta se cerrara un poco, como si en los distintos músculos y tendones que controlan el movimiento de la laringe sobreviniera un calambre atroz y prolongado.
¡Achtung!

Atención: el Fürher tiene un deseo, y los deseos son órdenes. Al menos el deseo del mandatario suele ser una orden, un ronquido, un golpe. Alejado de la ola de la caricia y más cercano a la condición crespa y erizada de los desfiladeros, el deseo de un dictador hiela la sangre y la agria. Pero siempre hay alguien, más cerca o más lejos, que se burla de estos deseos omnipotentes: miles de bufones y otros integrantes de las cortes, a lo largo y lo ancho de la extensa historia universal, han sido mandados decapitar por eso. Un oficial de pequeña estatura llamado Günther se mofaba en secreto de Hitler, de su furia, de sus gestos. En la clandestinidad, pero metido en el corazón mismo del alto mando alemán, el cabo Günther se las arreglaba para componer cuartillas satíricas, al mejor estilo picaresco de Leipzig, y las hacía circular no sin precaución entre los adustos generales y asesores de confianza del número uno.

Por más que Hitler en persona intentó llevar a cabo diversas purgas, con el fin de encontrar al culpable de tamañas y soeces indignidades para su potestad, jamás pudo dar con él.

Günther era hábil, se escondía, dejaba aquí y allá pistas falsas acerca del autor de las mofas. Más de un inocente fue torturado en el desesperado afán de dar con el culpable: pero hasta casi el fin de la guerra el pequeño hombrecillo que era el cabo Günther logró escabullirse.

Poco antes de que el Bunker fuera tomado por las tropas soviéticas, poco antes de que Hitler y Eva Braun se suicidaran y sus cuerpos fueran quemados en cumplimiento de una ineludible orden póstuma, el pequeño Günther logró huir. Primero se refugió en una granja cercana a Berlín, con su familia, a la que impuso un estricto régimen de adelgazamiento. A la semana de ayuno obligado, los rostros comenzaron a mostrar signos de franca palidez. Estaban demacrados.

Luego grabó, a fuerza de hierro candente, en las muñecas de cada uno de sus dos hijos varones, y luego en la de su mujer, y enseguida en la suya propia, números que los eximirían de culpa y eventualmente los exhibirían como sobrevivientes de campos de concentración.

Así, el pequeño oficial logró al fin burlar, además de a los diezmados ejércitos del Reich, también el cerco impuesto por las tropas aliadas, y sus estrictas órdenes.

Shakespeare y los anarquistas

Buena parte de la vida del aplaudido y ponderado cisne de Stratford-on-Avon fue una verdadera calamidad: sus complejas relaciones afectivas, familiares, un desastre; su opinión de los reyes, por lo general oscura o francamente negra.

William, Guillermito, conocía las pasiones bajas del ser humano. Muchas las sufrió en carne propia. No ignoraba tampoco la sordidez que se oculta bajo el manto de terciopelo grueso del Poder.

"Todo trono", meditaba el actor y a la vez autor teatral, "es, a su modo, una letrina".

Shakespeare saqueó a piacere la historia europea para alimentar el núcleo de sus obras. Pero hay que decirlo: en ciertos casos fue piadoso, morigeró la espantosa apariencia de algunos chancros de la estirpe inacabable y siempre renovada de los que tienen el vicio infeliz de mandar y mandar.

William Shakespeare no era anarquista, jamás lo hubiera sido. Creía en Dios, en cierto orden natural de los seres. Pero es un hecho que muchos de sus actores eran díscolos, beodos o demasiado inquietos, y no respondían con facilidad a sus directivas, en particular durante la época más temprana del llamado teatro isabelino, cuando los personajes femeninos podían ser encarnados por hirsutos actores que portaban en su vientre pene y gónadas.

Muchos no le hacían caso. Shakespeare maldecía, bufaba. Pero tenía su sistema, su método. Una extraña combinación de premios y castigos (estos últimos llegaron en algún caso al extremo de propinar azotes a un actor que llegó completamente borracho a la representación, tanto, que no se pudo sostener en pie y debió ser retirado en andas por sus compañeros, antes de que finalizara el primer acto de la obra, ante el abucheo notorio de buena parte del público).

Una obra de teatro puede representar la malignidad y el caos, pero para que salga bien, los actores deben procurar atender o, al menos en la mayoría de los casos, obedecer al director.

Stalin borracho

Es sabido que uno de los instrumentos del mandar es la amenaza y ésta misma, exagerada, hipertrofiada, llevada a su propia macabra caricatura o extremo, es el terror.

Stalin bebía. Bebía mucho. Un asistente contó una noche siete botellas vacías de vodka sobre su escritorio de trabajo.

El alcohol aumenta en proporción considerable la vehemencia e inflación del Poder. El alcohol desata, anima, vuelca, libera un tigre vacilante, torpe y estúpido sobre los otros. Un tigre suelto y absurdo. Ahora, en ciertos ámbitos, decirle a alguien que es "estalinista" es peyorativo, pero en Caracas, en Venezuela, en una reunión que ya pasaba con largueza la medianoche y la veintena vacía o semivacía de botellas de un exquisito ron, de un ron inolvidable, alguien se detuvo, detuvo la maquinaria alegre de aquella reunión caraqueña en medio de la oscuridad habitada de risas y comentarios de la noche, detuvo la charla, se paró, un tanto vacilante, elevó la copa y dijo:
–¡Viva Stalin!
–¡Que viva!, coreó una parte de la reunión.

Otra parte, visiblemente ofuscada, ofendida, comenzó a reivindicar en un ronroneo apenas discernible primero, y en estridentes gritos después, la postura de izquierda independiente y latinoamericanista que, afirmaban, habían mantenido desde los años treinta.

Por muy poco, la hermosa y afable reunión no termina en descomunal trifulca. Alguien rompió una botella y con la corona afilada del cuello fracturado, brillosa, amenazó la posición de un intelectual norteamericano, a la sazón presente en la reu-nión, que, a pesar de los crecientes insultos, insistió en mantenerse en sus trece.

Por fortuna, alguien hizo desistir al beodo de su filosa arma improvisada, que reposó tristemente sobre la mesa.

Se sirvió más ron.

Esta vez se decidió cambiar el motivo profundo del brindis:
–¡Por Bolívar y por América!
–¡Por ellos!
Al fin, la noche se disipó. Apareció el alba, imponente.

Por el resto del tiempo que se estiró la irregular, intensa velada, a nadie se le ocurrió vivar a nadie más ni dar órdenes de ninguna clase, ni directivas, ni líneas.

La soledad de poder no poder

Se habla mucho, a veces en exceso, de la soledad del poder. Lo cierto es que siempre, en medio de su membrana de soledad y asesores, los Mandamás van y vienen rodeados de allegados, chupamedias, adulones, presentes o futuros enemigos.

La soledad del poder está llena de gente, de una increíble multitud impulsada por los más variados, explícitos u ocultos, móviles.

En medio de la soledad del no poder, en cambio, en medio de los restos de naufragio de una reciente derrota, de un tropezón o una piruetesca caída, hay unas pocas personas, unos pocos seres. Algunos, con saña o sencilla estupidez, se dedican a patear al caído.

Otros lo consuelan, lo animan.

Entre unos y otros sopla una brisa fina, delgada, que parece la respiración de un dios invisible, el lejanísimo aliento de un crucificado, de un derrotado, de un débil que resucitó al tercer día y todavía respira.

Rafael Courtoisie, " Los que dan órdenes", Fractal n° 14, julio-septiembre, 1999, año 4, volumen IV, pp. 25-30.