DISCUSIÓN

La transición, esa metáfora calva


El tema de la transición democrática ha ocupado a la opinión pública del país desde hace una década y media. Los usos que se le han dado al término han sido variados y diferenciados. Aparece indistintamente como una metáfora ideológica, una retórica de la ilusión, un orden del pasado reciente y, cada vez menos, como un concepto del que se puede esperar cierto rigor analítico. ¿De qué hablamos cuando hablamos de la transición democrática en México? La discusión que reúne en estas páginas a Jorge G. Castañeda, Roger Bartra y Claudio Lomnitz se propone reflexionar sobre los usos y abusos de la retórica de la transición para explorar los problemas actuales que enfrentan los discursos y las prácticas de la democratización. En cierta manera, es un intento de rescatar el debate sobre la democracia de los estrechos marcos que le imponen los muros ideológicos e instrumentales. Las perspectivas de la democracia en México son menos vagas que hace una década y media, pero también menos alentadoras. Junto a la emergencia de un sistema electoral en desarrollo han aparecido procesos de violencia y desinstitucionalización cada vez más visibles. Los partidos políticos se hallan paralizados por su incapacidad de definición programática. Tanto en la derecha como en la izquierda, han surgido los espectros del neopopulismo. Con esta discusión Fractal inicia una serie de reflexiones sobre los cambios radicales que ha vivido la sociedad mexicana en la última década y media.

FRACTAL: ¿De qué hablamos cuando hablamos de transición democrática en México? El paso del autoritarismo a la democracia en el país se ha estacionado en un régimen apenas semidemocrático; un arreglo precario e inestable que no logra –o no se propone– disipar la secular distancia que ha separado –y sigue separando– a la sociedad mexicana de sus formas de representación. El Estado de derecho parece más alejado que nunca; también el principio de división de poderes. A diferencia de las transiciones "clásicas" de España, Portugal y Grecia, el proceso que se inició en 1988 no ha sido precisamente pacífico. El conflicto de Chiapas y el crecimiento de las guerrillas dan cuenta de ello. Además, las perspectivas de la violencia van en aumento. Los usos que se infieren de la noción de transición en México suelen apelar más a una retórica de la ilusión, a un espejismo, que a una realidad en curso. ¿No es acaso una metáfora vacía que nubla lo que está sucediendo en la práctica? ¿Qué tanto deforma el horizonte de percepciones al tratarse de un término "trasterrado" de otras experiencias? Una cosa es emplear nociones comparativas para el análisis; otra muy distinta, postular la realidad a partir de una comparación, más aún en el caso mexicano que se halla tan distante de los otros. ¿No habría que producir o emplear otras categorías más adecuadas para describir lo que está ocurriendo?

CLAUDIO LOMNITZ: El concepto de transición supone saber de antemano de dónde se parte y a dónde se llega. En este sentido, es un concepto normativo. La gente lo usa para convencerse de que se trata de un proceso al que se le puede dar cierta dirección.

Lo hace simplemente para armarse de optimismo frente a una perspectiva tan sombría como la actual. Ahí donde sucede una transformación profunda, aparece inevitablemente una disyunción entre la forma en que se percibe el proceso y lo que pasa en realidad.

JORGE G. CASTAÑEDA: El término de transición tiene una connotación comparativa ineludible. No se puede pensar el proceso político mexicano en términos de una transición, si no es comparándolo con otros procesos. Esto trae consigo ventajas y desventajas. La transición es una referencia que ha cobrado cierto grado de consenso en el análisis de situaciones como las de México. Permite establecer diferencias y similitudes con los cambios que ocurrieron en España, Portugal o Sudáfrica. Más allá de su carácter normativo, al que aludía Claudio Lomnitz, hace posible pensar en las formas que podría adoptar el cambio. Es una noción útil. Además, a través de la analogía se pueden sortear dilemas teóricos que definitivamente sí existen en su carácter comparativo.

El problema principal de la connotación comparativa es que prejuzga en cierta manera el análisis del proceso en tres aspectos. 1) Al usar el concepto de transición en términos comparativos, se da por sentado que el punto de partida es el mismo en todas partes. Un enorme problema histórico y teórico es que el régimen priísta en México, por llamarlo de alguna manera, no cuadra del todo con la mayoría de los regímenes en otros países que fueron el punto de partida de la transición. 2) Del concepto mismo y de sus usos no se infiere si el proceso de cambio va a realizarse de manera pacífica (como sucedió en la mayoría de otros países) o no. 3) El tercer problema es que el punto de llegada parecería ser el mismo que los puntos de llegada en otras experiencias de transición democrática. Pero si bien la connotación comparativa de la noción de transición encierra un conjunto de dilemas, me parece simplemente imposible, a estas alturas, pensar la situación actual de México sin recurrir a ella. La versión oficial –el gobierno– se niega categóricamente a utilizar el término de transición. Hay una razón obvia. Es otra manera de decir: no estamos pasando de un régimen autoritario a uno democrático, porque en realidad nunca hubo un régimen autoritario. Esta abierta negación oficial desemboca inevitablemente en una vindicación del término por quienes sostienen que el régimen sí fue autoritario.

ROGER BARTRA: Con frecuencia, los historiadores emplean el término de transición para explicar el paso de un sistema con una estructura más o menos establecida a otro sistema con otra estructura también más o menos definida. Sin embargo, en la situación actual de México nos enfrentamos a un problema donde uno de los cabos está suelto; es decir, tratamos de buscar una explicación a un proceso que no ha terminado aún. Esto dificulta las cosas. Por otra parte, la noción de transición tiene la virtud de señalar que entramos en una época abierta, un época de cambios de algo que no ha funcionado y que ya no se logra reproducir. Y ese algo es el régimen autoritario basado en el Estado nacional revolucionario. Pero inferir de ahí que se trata de un concepto que nos permite explicar un fenómeno –insisto– cuyo fin desconocemos, es una pretensión dudosa.

LOMNITZ: Creo, como Roger Bartra, que el punto de llegada de una transición representa uno de los dilemas de la noción misma. Más aún si pensamos en la estabilidad de ese punto de llegada. A diferencia del término de revolución, el de transición se asocia a la visión de un proceso que tiene un sentido de una u otra manera pacífico. Por lo general, las revoluciones generan una fase inicial de apertura y experimentación en la que se multiplican y diversifican los mandos sociales. Esta fase es seguida por otra en la que dominan la represión y el terror. Sucede en todas o casi todas las revoluciones. Cuando se habla de transición nadie imagina algo parecido. Lo que se imagina es un paso del punto A al punto B; y el punto B se asocia con un resultado estable. Un paso de un sistema autoritario a un sistema democrático, digamos, donde hay un final que se visualiza como una suerte de apertura estable. Esto es problemático y merece una reflexión particular. No porque el concepto de transición nos lleve a pensar inevitablemente en un proceso de cambio gradual, sino porque no nos lleva a pensar en una apertura que puede ser seguida por un enfriamiento o una reafirmación violenta del Estado.

Avatares de la democratización:
el ciclo corto y el ciclo largo

FRACTAL: Acaso sea preciso elaborar categorías más refinadas que nos permitan comprender cambios graduales de una sociedad. En México, las transformaciones políticas ocurridas en la última década apuntan en un sentido muy peculiar: una parte sustancial del viejo régimen se conserva intacta. Se han preservado el presidencialismo, la antigua Constitución, la falta de separación de poderes, la corruptibilidad de la sociedad política, el caciquismo clientelar, la volubilidad institucional y, sobre todo, se ha conservado la mayoría del PRI, el partido que fue único durante la larga era del autoritarismo. Más aún, la democratización ha traído consigo, por lo pronto, un proceso de desinstitucionalización de la sociedad. Los cambios en el sistema político han afectado, en esencia, sólo a la clase política y al sistema electoral y de representación. A veces resulta difícil entender en qué ha cambiado la relación –si es que ha cambiado– entre el Estado y la sociedad en su conjunto. ¿No sería más correcto hablar de una simple y modesta reforma del antiguo régimen autoritario?

BARTRA: Existen obvias dificultades para manejar de esa manera conjunta los términos de transición, revolución y reforma. La polémica entre reforma o revolución está inscrita en un concepto más global que es el de transición. Una transición puede contener momentos de reforma o momentos revolucionarios. Al hablar sobre la situación actual de México estamos obligados a reflexionar en una u otra de estas formas de hacer política. Desde hace mucho tiempo, yo me he declarado reformista. Eso no significa que todas las transiciones se realicen por la vía de la reforma, sino que se trata de una opción política. Frente a la transición mexicana, cuyo punto de llegada es un cabo suelto, prefiero pensar en el camino reformista. Imagino que el subcomandante Marcos no piensa de la misma manera. Seguramente, está convencido que el proceso actual habrá de pasar por momentos revolucionarios, uno de los cuales se escenificó el año de 1994. En principio, creo que podemos admitir que actualmente la política nacional está preñada de muy diversas opciones reformistas y revolucionarias. Al respecto, el tema de las alternativas es, por supuesto, una de las claves de la discusión general.

A la transición mexicana se le puede pensar en dos ciclos. En primer lugar, un ciclo largo: aquella transición definida por la crisis de los mecanismos de mediación y legitimación del antiguo régimen, que empiezan a entrar en quiebra a partir de 1968. Lenta pero decididamente ese ciclo largo prosigue y aún no ha concluido. Además, no sabemos cómo ni cuando va a terminar. Después se halla el ciclo corto. Hacia finales de los ochenta, las reglas tradicionales del sistema autoritario dejan de funcionar. La culminación de esa crisis es el año de 1994. Desde mi perspectiva, ese ciclo corto de la transición ya terminó. En rigor, podemos afirmar que las reglas formales del sistema democrático ya están en operación, aunque desde la perspectiva del ciclo largo todavía no podamos hablar de que se haya creado una alternativa cultural y civilizatoria de fondo que estabilice efectivamente la vida democrática.

Esta distinción es de particular importancia, porque en la concepción de fondo de los partidos de oposición –el PRD y el PAN–, la democracia aparece como un objetivo alejado y no como un mecanismo de representación formal que más o menos ya está instalado en casi todo el país. Hay que distinguir, de alguna manera, una transición democrática de una transición a la democracia. Es preciso que los partidos declaren terminada esta fase de la transición democrática, para que expliquen qué se proponen hacer frente al ciclo que yo llamo largo o profundo.

CASTAÑEDA: Los ciclos corto y largo a los que alude Roger Bartra se podrían también ver como los que equivalen a la diferencia entre un cambio de sistema y cambios en el sistema. Los cambios en el sistema han permitido una competencia más o menos democrática por el poder, pero todavía no se traducen en una diferencia de enfoques de qué hacer con el poder y cómo gobernar realmente. En cierta manera, se trata del debate sobre la alternancia sin alternativa.

Hay que preguntarnos si el problema de la contienda por el poder político ya está resuelto, y no sólo a nivel regional sino también a nivel presidencial. Mi impresión es que el aspecto electoral de este dilema ya está esencialmente resuelto, si bien todavía existen rezagos regionales. Entre más tiempo se pierda en discutir las reglas que deben regir a la lucha por el poder político, se pospone día con día la discusión de fondo, es decir, la discusión de lo que Bartra llama el ciclo largo. Tiendo a pensar que la proclividad –o la obstinación– de los dos partidos de oposición a insistir en lo electoral y en el tema de la transición como algo no concluido, a convertirlo en una suerte de campaña permanente, es una manera de evitar la discusión sobre las alternativas globales para el país.

LOMNITZ: La transición es, en primera instancia, un proceso que se desarrolla en la esfera política. Sus alcances en México son más bien limitados, pues ni siquiera ha dado paso a un cambio de Constitución. Hay otra manera de percibir este proceso, no tanto a través de dos ciclos, sino como un sólo ciclo en el que primero se establecen las reglas democráticas y después se pasa, propiamente, a la instauración de un régimen democrático. Al respecto hay dos visiones distintas. Una sugiere que si se hacen ingresar dentro del proceso político otros problemas como la distribución del ingreso, la justicia social o la educación puede suceder lo mismo que en muchos países de América Latina, donde la democracia se atasca en una incapacidad de institucionalizar reglas políticas del juego. La otra visión propone una transición ligada a esquemas de cambio social, es decir, una sobresocialización del cambio democrático. La retórica de esta última visión ha encontrado más asiento en el discurso político mexicano. Sin embargo, como se puede observar en los resultados de los primeros gobiernos de oposición de 1988 a la fecha, se trata de muchas palabras y pocos hechos. No quiero usar la palabra demagogia para describir este déficit discursivo. Sería incorrecta. Pero es un discurso que propaga una suerte de decepción, porque en la práctica no sucede ninguno de estos cambios sociales. Sin duda existen estas dos visiones sobre los alcances de la transición.

FRACTAL: El problema de la institucionalidad del régimen que se va produciendo a lo largo del cambio es crucial. Es un problema irresuelto tanto en México como en la mayoría de los países de América Latina. Si la reforma social no es la "base" de esta institucionalidad, ¿de dónde puede emerger entonces?

BARTRA: Cuando hablamos de una transición democrática pensamos esencialmente en términos políticos. Es decir, en el cambio de un sistema político autoritario y nacionalista a otro basado en mecanismos democráticos. Esto no significa que la dirección del cambio esté definida de antemano. Como lo decía antes, el punto de llegada es un cabo suelto que no podemos amarrar. Sí podemos, en cambio, ser responsables políticamente y tomar posición frente a lo que está sucediendo día con día. Las reformas que se propongan deben tener sentido hoy, mañana, y no ser entelequias del futuro que sólo sirven para lavarse las manos.

Si nos atenemos a esa dimensión política, es preciso subrayar que esa transición pequeña pero fundamental, que se inició un poco antes de 1988, es un proceso que terminó entre 1994 y 1997. El ciclo largo de la transición –al que de ninguna manera debe entendérsele como una transición de un régimen capitalista a otro de nuevo tipo– podría ser concebido en términos similares a los que piensa Jürgen Habermas cuando se refiere a la cultura posdemocrática y posnacionalista: un espacio regido por formas políticas que no están condicionadas por identidades nacionales. Es un espacio que reclama la dinámica actual y que puede ser pensado a partir de hoy. No es que los mecanismos formales de la democracia que existen en la actualidad no sean suficientes, el problema es cómo enmarcarlos en un cambio de orden cultural y que arraigue en la sociedad.

¿Una transición a la deriva?

FRACTAL: La historia moderna del país registra varios intentos de promover instituciones para acelerar, por un lado, el proceso de modernización y salvaguardar, por el otro, poderes de orden oligárquico. La República Restaurada en el siglo XIX y la Constitución de 1917 son dos ejemplos de ello. ¿Nos enfrentamos a un proceso de transformación institucional que reedita esta paradoja antigua y, a la vez, actual? ¿No ha desembocado acaso la transición democrática en una forma de ampliar el "club" de quienes tradicionalmente han conformado los estrechos círculos de poder en la sociedad política?

LOMNITZ: En México, el discurso de la transición está lleno de fantasmas. En particular, hay dos muy visibles. Primero están los fantasmas que aparecen de los "modelos" comparados del fenómeno democrático. ¿Acabará México asemejándose a alguna de las versiones constituidas de la democracia en los países occidentales o no? Más que un fantasma, éste es un espantajo, pues hace aparecer al régimen democrático como un fin y no como un modo de vida.

Los otros fantasmas son de orden histórico. Hay una proclividad a pensar la situación de hoy a partir de analogías con otros momentos de la historia mexicana. Es una manera demasiado simple de entender el presente. La historia de la experiencia democrática en México tiene un aspecto peculiar. Es una historia donde el reclamo democrático se transforma rápidamente en otro tipo de reclamos. El proceso de la guerra de Reforma en 1857 fue precedido por un discurso democrático y de ciudadanización; un discurso que se mantuvo a largo de la lucha contra la intervención europea y que se extendió hasta la República Restaurada. Pero fue un proceso que desembocó en otra forma de modernización y unificación del país: la que fue encabezada por Porfirio Díaz. Es decir, una modernización fraguada a marchas forzadas por un Estado fuerte y autoritario. Una vez instaurado el régimen, el reclamo democrático cedió notoriamente, porque Díaz logró estabilizar un sistema de complejos equilibrios con el apoyo, en parte, de la inversión extranjera. Algo parecido sucedió durante la Revolución. En 1910, la ruptura se inició como un reclamo democrático, y cuando aparecieron otros reclamos como la reforma agraria, el derecho a huelga, la sindicalización, etcétera, el tema de la democracia cedió notablemente.

La actual transición democrática es distinta. Cuenta con una base de consenso mucho más amplia que la que contó el momento democrático de la Revolución, o la que pretendió impulsar un régimen pluralista en la época previa a la construcción del ferrocarril en México. Además, un sector considerable de la clase política participa actualmente de este consenso. Sin embargo, Jorge Castañeda tiene razón al afirmar que si bien la democracia puede llegar a ser un valor en sí mismo, la gente busca en ella la realización de otros reclamos. Aquí cabría reflexionar en el problema planteado por Roger Bartra: ¿hacia dónde va el segundo ciclo de la transición por el lado de las demandas sociales? Al respecto, ha surgido una problemática central en el terreno de las identidades. Observamos, como lo ha sugerido en efecto Habermas, la emergencia de formas de socialización e identidad que no están fincadas en la lógica del Estado-nación; o al menos, no en la lógica que conocíamos hasta la fecha. Tal vez, a largo plazo, ni siquiera estén reñidas con ella, pero el centro de lo que se está recomponiendo en México ha girado tradicionalmente en torno a reclamos que se le hacían al Estado. Y hoy el Estado no puede –o no sabe– hacerles frente. De ahí la necesidad de reflexionar en el destino que ha adoptado el reclamo democrático hoy en día.

CASTAÑEDA: Para definir algunos de los rasgos principales del proceso de cambio en México, el aspecto comparativo de las transiciones puede ser útil. Hay una serie de tendencias que surgen en la mayoría de ellas y que, así sea de manera tan sólo taxonómica, podemos preguntarnos si están o no presentes en el caso de México. Una de estas tendencias está obviamente presente: la consolidación de las condiciones que definen la contienda por el poder. Hoy, al igual que en los países del Mediterráneo o en la mayoría de los regímenes de América Latina, se llega al poder ganando elecciones.

Otro problema muy distinto es, por ejemplo, el ajuste de cuentas con el pasado. Es una característica que distingue a la mayoría de las transiciones. Varía de país en país por su intensidad, por las consecuencias, por los mecanismos que emplea, pero de una u otra manera todas las transiciones han emprendido un ajuste de cuentas con el pasado autoritario. En México, por el contrario, no ha pasado nada al respecto, absolutamente nada. En muchos procesos de transición se observa cierto desmantelamiento de las estructuras político–sociales que sostuvieron a los antiguos regímenes. Trátese de los partidos comunistas de Europa Oriental o de las estructuras corporativas en las que se fincaban las dictaduras de Franco y Salazar en España y Portugal. Pero si observamos los grandes bloques corporativos en México –sobre todo los organismos corporativos del movimiento obrero–, los principales siguen todavía intactos. Ahí tampoco ha pasado nada. Los cambios democráticos han sido generalmente acompañados por alguna forma de ajuste o de refundación del pacto social. No es un misterio que en los países de Europa del Este los miembros de la vieja nomenclatura se quedaron con las empresas privatizadas. Ahí se puede hablar de una refundación del pacto social. La situación social en España durante la última época del franquismo no era tan terrible como la pintan; tampoco fue tan fantástica la que siguió a la transición. Pero si ya existían los principios de un Estado social, después de la caída de Franco se requirieron ajustes en el pacto social para seguir desarrollándolo. En México no ha ocurrido nada similar.

La lentitud

BARTRA: A la transición mexicana la distingue su desesperante lentitud. Incluso si pensamos en el ciclo corto, diez años son muchos años. Las bases del antiguo Estado nacional revolucionario han sido minadas; el nacionalismo ha entrado en crisis, al igual que las prácticas autoritarias. ¿Qué pasa entonces? La escisión provocada por el cardenismo implica parte de esa crisis. El PRD recicla y recupera algunas de esas prácticas tradicionales y contribuye a prolongar su vida; al mismo tiempo, es una señal de su muerte. La izquierda que se une al PRD atraviesa por su propia crisis, provocada en parte por la caída del Muro de Berlín. Si bien la izquierda fortalece la escisión del partido oficial, también alienta sus viejas tradiciones ideológicas. En cambio, se consolida el espacio que no se halla en crisis: el panismo y el neoliberalismo. Al aliarse con Salinas de Gortari, el PAN convierte a la transición en un proceso penoso y lento. Pero si los panistas no se hubieran aliado al salinismo, probablemente el PRD no se hubiera convertido en la tercera fuerza que hoy representa. La lentitud del proceso ha propiciado el sistema tripartidista. En parte, es una suerte que se haya evitado el sistema bipartidista.

LOMNITZ: Jorge Castañeda planteó un tema crucial: el ajuste de cuentas con el pasado. Precisamente, lo que hace posible reconocer un proceso de transición es la relación con el pasado. Es un momento que pasa inevitablemente por las percepciones sobre la justicia. El historiador africano Chilimembe estableció una comparación entre Sudáfrica y Ruanda. En Sudáfrica, el ajuste con el pasado se inició en la esfera pública otorgando inmunidad a la gente. El propósito era ventilar en público los temas y los traumas del pasado. Por el contrario, en Ruanda se iniciaron auténticos juicios políticos contra criminales que perpetraron genocidios. En México, el ajuste de cuentas ha sido muy heterogéneo. El ingreso de Cárdenas al gobierno del Distrito Federal trajo consigo el intento de ajustar cuentas con el pasado inmediato, es decir, con la administración anterior. Pero no fue más allá de lo que se hacía sexenio tras sexenio de buscar algún culpable del robo y de la corrupción para mandarlo a prisión. Era la manera tradicional de alentar esperanzas de cambio y transformación cuando se iniciaba una administración sexenal. El problema podría acaso plantearse de esta manera: ¿cuál sería la diferencia entre esta práctica casi estructural del antiguo sistema político y los juicios por abuso de poder y corrupción que demarcarían un "ajuste de cuentas" con el pasado autoritario?

Otra manera de redefinir el pasado es la revisión del tipo de sociedad que distinguió al viejo sistema político. Éste ha sido el renglón fuerte de la rebelión de Chiapas. Y sin embargo, al enarbolar la bandera del indigenismo, se ha enfrentado a ese reflejo casi pavloviano de la sociedad urbana que enmarca a los indios invariablemente en el cuadro de una visión paternalista.

FRACTAL: La transición mexicana parece haberse detenido en la reforma del sistema electoral, es decir, en la definición de las nuevas reglas del juego de la contienda por el poder. Pero un Estado democrático requiere de otros principios, además del pluralismo electoral, para su funcionamiento: división de poderes, régimen de derecho, autonomía del poder judicial, respeto a las garantías individuales, etcétera. No hay indicios de que la reforma se extienda a estos espacios cruciales. De ahí también que el principio democrático no se disemine al conjunto de las prácticas del Estado y de la sociedad, y que ésta no pueda capitalizar los hipotéticos beneficios de la democratización. Además, es el campo fértil para las opciones populistas de derecha como Fujimori en Perú o de centro-izquierda como Chávez en Venezuela.

CASTAÑEDA: En primer lugar, hay un problema de tiempos. El proceso de cambio del conjunto del Estado puede prolongarse durante más de medio siglo. Los países de América Latina salieron del autoritarismo apenas en los años ochenta. Es un plazo demasiado corto para evaluar el funcionamiento de la democratización. En el caso mexicano, la lentitud del cambio debilita las reglas del Estado de derecho. Preocupados más por la estabilidad, todos los partidos han contribuido de una u otra manera a este debilitamiento. En segundo lugar, no es seguro que en todos los casos la transición multiplique otros efectos (digamos) benéficos. En sociedades tan desiguales como la peruana, es difícil que los sistemas de contienda electoral se transformen en democracias en el sentido más amplio de la palabra. En cambio, en algunos países de Europa del Este, donde las sociedades eran más igualitarias que las latinoamericanas, están ocurriendo al parecer transformaciones más generales. Es cierto que se trata de transformaciones muy lentas, pero no se le puede pedir todo a un proceso que se inicia con el cambio de los sistemas electorales. Creo que para la consolidación de una democracia en el sentido pleno del término, cincuenta años no son nada.

BARTRA: Me parece que estamos empleando la noción de democracia como una metáfora de algo que desearíamos que ocurriese: justicia social, distribución de oportunidades, seguridad, etcétera. Pero la democracia es un mecanismo político que garantiza la posibilidad, de acuerdo a la correlación política y electoral, de que una corriente o un partido puedan llevar a la práctica sus políticas singulares. La democracia en sí misma no contiene la solución. Si la contuviese dejaría de ser democracia, porque estaría contaminada por una de las alternativas políticas. El sólo hecho de que permita la existencia de diferentes percpeciones en la arena política, implica un indudable potencial de redistribución de opciones.

Sin embargo, el problema en México es el difícil equilibrio entre, por un lado, la enorme dificultad que muestran los partidos políticos para definir sus propios espacios y, por el otro, la creación de un territorio común, convergente, en el que se produzca la nueva cultura política. Tengo la impresión de que en 1988 perdimos una visible oportunidad de crear estos espacios de convergencia y acelerar así la transición. En aquel año, no hubo manera de producir una convergencia política entre las oposiciones. Cada una de las fuerzas de oposición tendría que haber renunciado a ciertos aspectos de sus muy diferenciadas identidades, y el resultado habría sido la aceleración del proceso de cambio democrático.

Hoy el problema es en cierta manera el inverso. No es posible admitir que los partidos políticos sigan posponiendo la defi-nición de sus perfiles particulares en aras supuestamente de impulsar la transición. La democracia ya llegó. ¿No les gusta? Entonces, cuando ganen las elecciones y tomen el poder, que propongan específicamente qué es lo que van a hacer. Hoy tiene mucho más relevancia la constitución del perfil político de cada partido que el problema de la convergencia.

CASTAÑEDA: Comparto plenamente la preocupación de Roger Bartra. Me pregunto si una de las razones específicamente mexicanas que explican la ausencia de definición de ese perfil es la tremenda falta de unidad y homogeneidad de los partidos. Es obvio que una de sus causas es que los partidos políticos postransicionales son los mismos que configuraron al régimen autoritario.

BARTRA: Tal vez, salvo el PRD. Es una suma de mil cosas, aunque no necesariamente nuevas.

CASTAÑEDA: En efecto, pero es un partido que tiene diez años de vida y sigue siendo terriblemente heterogéneo. Los grupos que lo conforman están tan divididos que les resulta casi imposible adoptar definiciones programáticas. Por razones distintas, el PAN y el PRI tampoco pueden asumir perfiles claros. Todo intento de establecer posiciones más definidas acabaría en la escisión. Basta con ver cómo han reaccionado frente a los temas centrales de la agenda política: Chiapas, Fobaproa o cualquiera de lo temas principales de la coyuntura. Los tres partidos evaden las definiciones claras.

BARTRA: El problema que plantea Jorge Castañeda es fundamental. Si los partidos se definieran en torno a los hechos centrales de la política nacional, acabarían por dividirse. Tarde o temprano habrá de suceder. Más aún, ya se están dividiendo. No sabemos cómo ni en qué proporciones sucederá esta división. Pero la evasión de las definiciones fuertes en los partidos, dada su enorme fragmentación, ha sido una de las causas que ha prolongado la transición. Esto coloca al país frente al peligro de la venezolanización, sobre todo si las escisiones en los partidos van a cobrar un carácter radical.

LOMNITZ: Uno de los problemas centrales de la heterogeneidad de los partidos es que se puede traducir en una fragmentación del Estado. Para que una democracia funcione, los partidos deben fincar su propia identidad y, a la vez, crear un consenso en torno al "piloto automático" que conduce las acciones principales del Estado. No hay ningún indicio de que eso esté sucediendo. La autonomía del Banco de México, que controla la política monetaria, es irrisoria. El poder judicial tiene cada vez menos autonomía, etcétera. La división en los partidos está paralizando a la estructura estatal.

CASTAÑEDA: Llevamos cinco años observando el desmoronamiento de todo, porque justamente ya no hay pilotos, ni automático ni manual. No hay consenso posible sin identidad de los partidos. Pero en la situación actual, todo consenso aparece como una traición al sector que no está de acuerdo en los partidos, precisamente porque no se definen de manera clara. Toda negociación en torno a temas fundamentales se vuelve una amenaza para la unidad de cada partido, por ello se posponen las definiciones programáticas. Es un círculo vicioso terrible.

LOMNITZ: Todo indica que lo mejor para la transición mexicana sería la definición del perfil de los partidos. Pero la práctica parece marchar en dirección contraria. Los hombres y los nombres están por encima de los programas y las ideas. Esto trae consigo no sólo una desideologización de los propios partidos, sino una definición cada vez más vaga de su identidad y de sus perspectivas.

Discusión, "La transición, esa metáfora calva", Fractal n°12, enero-abril, 1999, año 3, volumen IV, pp. 151-167.