MACARIO SCHETTINO

El cansancio de México


Se acaba el siglo, o se ha acabado ya, pero todavía no lo percibimos. En cualquier caso, el siglo XX mexicano, iniciado en 1920 con la muerte de Carranza y la entrada de los sonorenses al poder, probablemente terminó en 1994 con la muerte de otro sonorense o en 1995, con el desfonde económico del sistema, o tal vez en 1997, cuando el Partido Revolucionario Institucional perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, o en el año 2000, con un domingo de elecciones que todavía no sabemos cómo vaya a ser.

Esto, finalmente, lo resolverán los historiadores de ese nuevo siglo y no está en nuestras posibilidades hacerlo ahora. Sin embargo, podemos ir arriesgando algunas ideas sobre cómo ha sido este siglo y apostar a una interpretación de esos ochenta años que, como teorema, queremos probar al modo antiguo: con una narración.

Una interpretación


Adelanto la idea: el siglo XX mexicano es el periodo del corporativismo en el poder, de su fundación, consolidación, decadencia y enterramiento, en donde esta última etapa se conoce más como "la transición". Así, es el corporativismo el que explica a México en este siglo, aunque lo haga aderezado de asuntos como el crecimiento de la población, la urbanización e industrialización del país, el crecimiento económico y las crisis, y muchos otros pequeños asuntos.

Uso entonces como eje de la interpretación a la figura 1. En ella aparecen siete grupos que planteo como las bases del poder en México. Sobre ellas, el corporativismo actúa a través de sus mecanismos tradicionales. Hay un árbitro, en nuestro caso el presidente, que puede tomar decisiones finales, pero siempre tratando de mantener equilibrios entre estas fuerzas. Hay grupos que siendo corporativos tienen como elemento fundamental de cohesión la repartición de beneficios, pero que no excluyen a la violencia como último recurso para mantenerse.

El primer grupo es de los campesinos, que en 1930 representaban una de las fuerzas más importantes en nuestro país y que van haciéndose pequeños conforme México se industrializa y se vuelve urbano.
En este sentido son sustituidos por los obreros, que alcanzan el primer lugar a fines de los años cincuenta y que serán los más importantes en la repartición durante dos décadas. Junto a ellos, desde el principio, los militares, que al final de la Revolución tienen importancia evidente, pero que logran mantenerse en buen nivel, aun habiendo salido de la presidencia de la República.


Están también los empresarios y financieros, que son dos grupos distintos, aunque en los principios no lo pareciera, pero cuya diferencia se hizo evidente a fines de los años setenta, cuando los segundos crecen a costa de los primeros (y podríamos decir que a costa del país entero). A ellos se suma la Iglesia (y con ello me refiero a la jerarquía católica), como un grupo que permanentemente se mantiene en las discusiones sobre la repartición de beneficios, aunque con mayor predominancia desde los años ochenta.

Figura 1. Las bases del poder en México, 1930-2000

 

Finalmente, un grupo extraño, porque cuesta trabajo identificarlo como tal, la clase media, que en México no es una definición de ingreso, sino de forma de pensar. Este grupo, en los años treinta, era prácticamente nada, pero fue creciendo, igual que los obreros, como producto de la industrialización y urbanización del país, y también como resultado del incremento en la educación.

El poder en México, como régimen corporativo, ha tenido que funcionar como árbitro de estos grupos, y no de todos al mismo tiempo. Pero permítasenos que la narración sea la que nos diga cómo es que funcionó este arbitraje y cómo es que el régimen, tan útil y bien construido en un principio, se convirtió en el principal lastre para el país.

Antes de ello, algunos factores que hay que poner en claro. Primero, el crecimiento poblacional, que nos lleva de escasos 15 millones de mexicanos al iniciar el periodo que revisamos, a prácticamente cien millones en este momento. Pero no sólo hay crecimiento, sino que como en cualquier población, éste se presenta de manera abrupta y se construye alrededor de una curva logística, cuya pendiente pronunciada ocurre precisamente entre 1970 y el 2005, cuando pasaremos de 50 a 110 millones de habitantes.

Si la población crece en ese lapso, también se acomoda de manera distinta. Antes de la Revolución, la población urbana pasó de 10% del total a 30% en poco más de cien años. De 1940 al año 2000, el cambio es de 35% a 75%. Son sólo sesenta años, pero los más importantes en este renglón. Otro dato demográfico más; el mayor crecimiento no sólo significa más necesidades, sino un perfil poblacional distinto: muchos niños y jóvenes, pocos adultos.


Una narración

Cuando Carranza muere asesinado en Tlaxcalantongo, en agosto de 1920, un nuevo país está por construirse. Don Venus había sido congresista y gobernador de Porfirio Díaz; era, en cierta forma, reminiscencia del antiguo régimen, del gran enemigo. Cierto que fue de los primeros en apoyar a Madero (finalmente también era coahuilense), pero también que pocas diferencias presentaba con el pasajero del Ypiranga. Nueva Constitución, pero mismos procedimientos. Para ello quería perpetuarse en el poder, para ello se restauraba, con él, el régimen hacendario, el proyecto de desarrollo que con la Gran Guerra se había desterrado en el resto del mundo.

En cambio, los sonorenses traían ideas distintas. No porque hubiesen tenido mucha instrucción formal, sino porque habían vivido mucho y en buenos lugares para aprender. Con ellos llegaba al poder una generación joven, creada y criada en las tierras difíciles que lindan con el desierto, aprendidos desde niños a montar y a matar. Pero también conocedores de la realidad del país del norte, de la industrialización, de la empresa. No en balde con ellos iniciaría la época del general-político-empresario.

Pero no se puede hacer empresa en donde no hay empresarios, y habría de ser su primera tarea el crearlos. Darles financiamiento, crear mercados, producir mano de obra calificada; hacer, en fin, lo que todos los gobiernos de occidente (y algunos de oriente) habían hecho en los doscientos años anteriores. Para ello, se construye un país nuevo en unos cuantos años: el Banco de México, el Banco de Obras y Servicios, Nacional Financiera (o sus antecesoras), bancos de avío, mercados agrícolas novedosos, cientos de cambios orientados hacia lo que era el máximo desarrollo económico logrado: Estados Unidos.

Es importante, sin embargo, recordar lo que era México en la década de los veinte y ubicarlo asimismo en el entorno internacional imperante en esos años. En 1920 México contaba con apenas 15 millones de habitantes, menos de los que a fines del siglo viven en la zona metropolitana de la ciudad de México. Pero no sólo eran menos que ahora, sino significativamente distintos. Sólo leía y escribía (mal o bien) 35% de la población, y estudiaba primaria apenas 6%. Más allá de ello sólo lograba llegar uno que otro, que ostentaba con orgullo su título de bachiller. Profesionistas liberales, muy pocos: médicos, abogados, ingenieros. Algún científico y muchos maestros.

Más de dos terceras partes de la población vivía en el campo, en pequeñas localidades, cuando las vías de comunicación más eficientes eran las del camino de hierro. Los ferrocarriles eran exactamente los mismos de hoy: 25 mil kilómetros de vías construidas por don Porfirio. Algunas carreteras y muchos caminos vecinales. Eso era todo.

El México de la década de los veinte consta, fundamentalmente, de dos grandes grupos de población: campesinos y soldados. En las ciudades vivían menos de cinco millones de habitantes, apenas un millón en la ciudad de México, y sólo la mitad de ellos tenía más de doce años. La mitad de eso, poco más de un millón, eran hombres que podían acceder a los incipientes mercados de trabajo; para las mujeres todavía no había espacio, a pesar de su indispensable función durante la guerra civil. Un millón de mexicanos, pues, formaba la fuerza laboral de aquel entonces.

México era, en 1920, un país eminentemente rural, con una clase obrera apenas empezando, aunque fuertemente organizada, y con una presencia militar y de la Iglesia todavía muy grande. Tanto, que en esa década habría de pelearse la guerra de la Cristiada.

Fuera de México, las cosas eran bastante distintas. En Europa y Estados Unidos, lo que imperaba era precisamente la clase obrera, que llevaba dos siglos en formación. Era compensada, aunque cada vez con más dificultad, por el grupo empresarial. El ejército tenía presencia notoria (apenas había terminado la Gran Guerra) y empezaba una de las grandes épocas de los financieros. Precisamente en esa década, y en gran medida a resultas de la guerra, y de un armisticio muy mal pensado, se desatarían las inflaciones más grandes que ha conocido Europa en tiempos modernos. El caso más notorio, por la importancia de las naciones en que ocurrió, es el de los restos del imperio Austro-prusiano, es decir, Alemania, Austria, Yugoslavia y Polonia.

Pero es también la época de los roaring twenties, los fabulosos veintes en traducción extraña pero ya común. Se acaba la época de los grandes imperios y la moral victoriana que se mantuvo hasta los inicios de la guerra, se desatan los placeres y los festejos, en un sistema económico cada vez más dependiente del capital financiero que ve crecer las ganancias día a día, sin límite a la vista.

Pero los límites existen. En 1929, como resultado de tres años de presiones financieras internacionales originadas en las inflaciones antes mencionadas, la bolsa de valores de Nueva York cae abruptamente. Pasarían cuatro años para que tocase fondo, habiendo perdido 90% del valor de las acciones. Simultáneamente, la cruda moral es fuerte: empieza la época de la prohibición en Estados Unidos y se inicia el ascenso de los grupos fascistas en Europa, en sus distintas modalidades.

Es en ese entorno en el que transcurren los quince años sonorenses. En tiempos de bonanza internacional (del 20 al 29) que nosotros no podemos aprovechar, por estar acomodando los restos de la Revolución y construyendo nuevas instituciones, y en tiempos de cruda, del 30 al 35, en que se consolidaba un gran partido nacional en México. Es precisamente en 1929 cuando Plutarco Elías Calles construye el Partido Nacional Revolucionario a partir de cientos de pequeñas fuerzas locales y sectoriales. Partidillos obreros, religiosos, militares, del norte, del centro y hasta del sur. Incluso partidos yucatecos, pues, lo que no era nada sencillo todavía en esos tiempos.

Los tiempos de crisis financieras son también tiempos de lucha de proyectos. Y eso fue lo que ocurrió entre 1929 y 1933 en prácticamente todo el mundo. Los proyectos que competían en Europa eran el socialista (impulsado por una Unión Soviética que se industrializaba a gran velocidad, pavimentando con muertos el camino al desarrollo stalinista) y el fascista, que no difería mucho del otro en su sed de sangre y su voluntad colectivista. Se impuso, con violencia y cuchillos largos, este último.

En México, a mediados de los treinta, no hay proyectos que compitan, sino caminos políticos: la lucha local permanente o la constitución de una sola fuerza nacional. El corporativismo también gana en México, pero sin necesidad de matar a nadie (o mejor dicho, a muy pocos). La unidad nacional se impone, y se generaliza la idea de que todos, en el fondo, quieren exactamente lo mismo.

El proyecto puede consolidarse en los siguientes cinco años gracias a uno de los más sabios estrategas que ha tenido el poder en México: Lázaro Cárdenas. El divisionario de Jiquilpan ya había tenido oportunidad de comprobar la eficacia de los movimientos de masas, organizando a la Liga de Campesinos y Obreros de Michoacán, fuerza política que le había permitido impulsar una nueva forma de gobierno en su estado natal. Trasladar la idea a nivel nacional no costó mucho trabajo. Si, como hemos dicho, el poder residía esencialmente en tres grupos sociales, bastaba con organizarlos a ellos para garantizar la gobernabilidad en México. Para su fortuna, eran los tres grupos que el corporativismo ya sabía como organizar y controlar: campesinos, obreros y militares. Es con estos tres sectores que se refunda el partido de Estado, ahora con el nombre de Partido de la Revolución Mexicana.

Las acciones de Lázaro Cárdenas se colocan más en una visión corporativa que en el individualismo necesario para fomentar una democracia verdadera. No era el tiempo de ello, y Cárdenas era hombre de su tiempo y de su país, al que conocía como pocos, si bien con una natural tendencia a comprender más a la parte indígena del país que a la norteña.

Cárdenas logra otro punto clave en la estabilidad del sistema que acababa de refundar: sabe retirarse a tiempo y con ello evade la tradicional maldición de los monarcas-presidentes mexicanos: la dictadura. Tiempo de guerra mundial, tiempo de generales en el poder. Es electo, con sus dificultades de siempre cuando las elecciones son de trámite, Manuel Ávila Camacho como presidente de México. Se genera así el acercamiento necesario con quienes habían sufrido durante el tiempo de Cárdenas en el poder: la Iglesia y los empresarios, que si bien poco importantes como base de poder, finalmente representaban algo y no podían ser permanentemente ignorados.

Tiempo de cosechar: el desarrollo estabilizador

La década de los cuarenta inicia la verdadera industrialización de México y el gran cambio poblacional. Para 1950, ya no era 35% el que podía leer y escribir, sino casi 60%, y serían tres cuartas partes de la población antes de 1970. En primaria estaba ya más de 12% de la población y la multitud de ingenieros, abogados, médicos y cada vez más profesiones nuevas, era creciente. Vivía ya 50% de la población en ciudades o localidades con más de 5 mil personas. Era, indudablemente, otro México, que seguía administrado por el mismo sistema, que tenía una gran capacidad de adaptación y había sabido sustituir a los militares por un sector novedoso llamado "popular", en donde cabía de todo, siempre y cuando fuese población urbana, de recursos limitados y educación escasa. Esa sustitución permitió tambien cambiar el nombre del partido de Estado. Ya no más Revolución Mexicana, ahora Revolución Institucional, ¡viva la confusión, el oxímoron y la dialéctica!

El poder ahora no dependía ya de los campesinos en la misma medida que antes, mucho menos de los militares. Pero los obreros podían sostener todavía al partido, sin mayor dificultad. Además, alguna parte de la naciente clase media, el llamado "sector popular" también sumaba algunos elementos a las bases partidistas. No había necesidad, todavía, de incorporar a nadie más, pero no sobraba meter empresarios, uno que otro financiero y algunos curas. El sexenio de Miguel Alemán se dedica a ello, no sólo porque las alianzas permiten una mayor gobernabilidad, sino porque dan dinero, y el cachorro de la revolución sabe juntarlo e invertirlo.

Nuevamente el sistema actúa sabiamente y compensa los seis años de corrupción y despilfarro de los alemanistas con el periodo de Adolfo el viejo. Ruiz Cortines administra al país con mesura y con una gran dosis de astucia política, que buena cantidad de anécdotas nos ha dejado. No sólo eso, también se consolida el cambio de orientación de la economía nacional, aprovechando nuevamente un entorno internacional favorable: la Guerra Fría. Lo único que había que hacer era evitar cualquier tendencia socializante en el país para que Estados Unidos apoyase el cada vez mayor desarrollo nacional. A la separación tradicional del norte y el sur mexicanos, se suma ahora una nueva brecha, entre los grandes consumidores urbanos y el campesinado que sigue viviendo como antes. De pronto, hay cada vez mayor distancia entre la ciudad y el campo, no porque éste se hubiese pauperizado, sino porque aquélla tiene ya lavadoras automáticas, teléfonos, automóviles, radio y televisión. La mayor presión en los mercados de trabajo, por la presencia intempestiva de miles de brazos desocupados, genera un conflicto natural entre los factores de producción. A diferencia del resto del mundo, que a principios de los sesenta no tiene gran problema con los sindicatos, en México se presenta la mayor actividad sindical que nunca se haya visto. Entre 1958 y 1966 ocurren, si no la mayor cantidad de huelgas, sí las más significativas.

Fuera de ello, la economía no tenía mayor problema. Para 1958 las nuevas instituciones internacionales habían ya madurado y se lograba la mejor época en la historia de la humanidad. El crecimiento económico era casi por default; la inflación baja, un comercio internacional pequeño y una población que todavía podía alimentarse sin mayor dificultad. Era la época de la revolución verde, todavía funcionaban las colonias en Africa y Asia, apenas la India se había independizado y la era de las revoluciones nacionalistas todavía no empezaba en serio. Calma general, lo único que se tenía que hacer era llevar una contabilidad decente. Eso era lo que sabía hacer Ortiz Mena y eso fue lo que hizo. Y qué bueno, porque no se requería más.

Frente al terrible desastre económico vivido desde 1970, se piensa ahora que lo hecho en tiempos del desarrollo estabilizador fue prácticamente un milagro económico, de ahí que Enrique Krauze, en alguno de sus trabajos de divulgación, haya elevado a Antonio Ortiz Mena a un altar que, siendo justos, es excesivo.

Cuando en 1946 llega Miguel Alemán a la presidencia, el mundo entero se encontraba en los albores de la mejor época (en términos económicos) de la historia de la humanidad. De 1947 a 1972, prácticamente todos los países del mundo crecieron, año tras año, a ritmos que antes no eran concebibles. Lo harán además sin tener presiones inflacionarias. México, entre ellos, será uno más, con resultados equivalentes a los de varios países en desarrollo. Ni más, ni menos. La aplicación del Plan Marshall en los terrenos de la guerra, la creación de instituciones financieras más o menos adecuadas, la constitución de un espacio de negociación razonable (la ONU) y la cosecha de los avances tecnológicos que la guerra detuvo por un tiempo o que restringió al ámbito militar, dieron origen a un mundo de crecimiento económico acelerado, muy acelerado para los estándares que la humanidad había conocido.

El patrón de política económica en esos tiempos era relativamente sencillo. Las fronteras se utilizaban para impulsar la industria nacional: se cerraban a lo que era posible producir internamente, se abrían, con fuertes impuestos, para lo que era definitivamente imposible de producir. Con ello, se fomentó la instalación en México de muchas empresas estadounidenses que veían más fácil producir desde adentro. Para ello, claro, era necesario que se asociasen con mexicanos, que por pura coincidencia tenían alguna relación con políticos (si es que no lo eran ellos mismos).

El gasto público se mantenía por encima de los ingresos del gobierno, pero en una medida razonable. El déficit fiscal debería mantenerse siempre dentro de un rango de 1 a 3 puntos del PIB, lo que era fácilmente financiable a través de deuda interna. La emisión de dinero, igual de sencilla: se usaba algo parecido a lo que Milton Friedman recomendaba años después: al crecimiento esperable de la economía (en términos de productividad) se le añadía un crecimiento deseable de los precios, digamos 2 o 3%, para definir cuánto dinero había que imprimir. Rodrigo Gómez, responsable del Banco de México durante buena parte de ese periodo, no le buscaba ecuaciones complicadas al asunto.

Ortiz Mena tampoco, y tenían razón ambos en ello. No había para qué inventar el hilo negro. Bastaba con llevar las cuentas en orden, y el crecimiento de la economía, por sí mismo, permitiría ir repartiendo las prebendas propias del régimen corporativo, sin que hubiese demasiadas dificultades.

Pero en esa misma simplicidad de los mecanismos estaba el problema. Cuando el proceso consiste en trasladar riqueza del campo, a la industria, el asunto es sencillo. Se protege la industria frente al exterior, se mantienen bajos los ingresos del campo, y se produce entonces un excedente que se acumula en la industria. Al mismo tiempo, hay una migración hacia las ciudades o, si se quiere, de la agricultura a la industria y de ella a los servicios. Este proceso de redistribución de la riqueza entre sectores productivos no es necesariamente malo, pero tampoco puede sostenerse impunemente por un largo periodo.

Los mismos éxitos del modelo de desarrollo estabilizador son sus problemas: la industrialización va agotando al campo, por razón lógica, lo que es notorio a partir de los primeros sesenta, pero también va generando, al interior de este sector secundario, una dependencia de la protección arancelaria y (por las condiciones políticas del régimen corporativo) una dependencia de los empresarios por los contratos del gobierno, que tiene que ser cada vez más grande para cumplir con esta necesidad.

De 1960 a 1975, la agricultura pasa de ser 19% del valor agregado total del país, a sólo 12%. Ahí se mantendría por los siguientes 10 años. El crecimiento del sector secundario es impresionante en esa misma época. Pasa de ser 26% del PIB en 1960 a 30% en 1970. Reitero el punto: es durante los últimos años del desarrollo estabilizador y durante el sexenio echeverrista que se contrae la agricultura de manera más acelerada. En parte por el gran crecimiento de la industria, pero también porque fue abandonado a su suerte: ni se invirtió en él, ni se avanzó tecnológicamente, ni hubo una necesaria redistribución de la tierra, para pasar del ejido original de la Revolución a algo más adecuado al mundo de la posguerra.

Visto de otra forma, este periodo de veinticuatro años de bonanza fue también un tiempo que se desperdició en términos de la construcción del México nuevo. Y este desperdicio se debe a un asunto político: el sistema corporativo exige el mantenimiento de las prebendas para los grupos y se trata más de repartir entre ellos que de producir más riqueza. En ese sentido, podemos decir que esta etapa es la de mejor distribución del ingreso y la riqueza. Claro, para quienes estaban representados en las negociaciones de prebendas, que eran los miembros del PRI: obreros, campesinos y pequeños productores y empleados, así como quienes negociaban con ellos desde afuera: empresarios. El problema es para quienes no estaban en este reparto: la clase media. Los nuevos profesionistas, los empleados calificados, los comerciantes no incorporados a la CNOP, que a partir de 1950 se van contando en millones de personas y que a fines de los sesenta exigen su incorporación, en la víspera de las Olimpiadas, y son simple y sencillamente reprimidos y masacrados.

Es aquí donde el partidazo falla. A diferencia de sus mejores épocas, cuando tuvo la capacidad de renovarse, a fines de los sesenta las rigideces alcanzadas no le permiten identificar una oportunidad como tal, sino como amenaza. El movimiento estudiantil de 1968 resultó para

Gustavo Díaz Ordaz, pero también para el sistema, un obstáculo insalvable.

Primera crisis: 1968-1971

Los estudiantes no pedían democracia, ni mucho menos socialismo o cosas parecidas. Lo que exigían, como antes lo habían hecho maestros y médicos, era mayor espacio para la clase media en la toma de decisiones nacionales. Cierto es que eso nunca apareció en los "seis puntos", ni en las consignas de las marchas, ni en los discursos de los dirigentes. Pero eso era lo que estaba detrás, la necesidad de los jóvenes de tener expectativas claras sobre su futuro, de tener alguna garantía de empleo, de que el desarrollo nacional se orientase en su beneficio o, al menos, que pudiesen intervenir en la discusión sobre ello.

Era, nuevamente, un país distinto que requería un gobierno distinto. Pero ahora falló el sistema. Por varias razones: primero, porque quien tenía el poder máximo, el presidente, tenía como cualidad personal la necedad; segundo, porque la burocracia había tomado parte del control: prácticamente medio ga-binete llevaba diez años en el poder; tercero, el sistema mismo se había anquilosado: Fidel cumplía treinta años dirigiendo a la clase obrera; cuarto, porque el más importante mecanismo de control del sistema estaba fuera de combate: Lázaro Cárdenas.

Cárdenas había podido influir en prácticamente todas las grandes decisiones nacionales desde su salida de la presidencia. Si bien tuvo la capacidad de reconocer que el poder no era suyo, pudo servir como un contrapeso. Para nadie era posible ir demasiado tiempo en contra de los deseos del general, so pena de una recomposición del partido alrededor de aquél. Sin embargo, en 1968 Cárdenas tenía varias cosas en contra. Primero, su edad, que le impedía actuar con la rapidez y energía de otros tiempos. Pero segundo y más importante, estaba demasiado alejado de los deseos aparentes de Estados Unidos. Demasiado a la izquierda para el momento, es rebasado por su creación y muere unos meses después.

A partir de ese momento, las cosas serían muy diferentes. Terminaba la época dorada de la economía internacional y también la época de control absoluto del partido de Estado. Para colmo de males, esto ocurría cuando el árbitro seleccionado era Luis Echeverría Álvarez: megalómano, populista, soberbio e hiperactivo.

A diferencia de los años anteriores, cuando bastaba llevar las cuentas para administrar la economía nacional, a partir de 1970 las cosas son bastante más complicadas. Ahora ya se necesitaba saber economía. Era otro mundo distinto que requería de otras habilidades. En todo el planeta esos años fueron difíciles y todos cometieron errores. En realidad, el modelo estaba agotado y era el momento de cambiar. Pero Echeverría era, antes que nada, un político hecho en el sistema corporativo y lo más importante para él era mantener este proceso de redistribución entre grupos que le permitiese controlar el poder. Y precisamente este sistema era el origen del problema económico, por lo que la única posibilidad que le quedaba a Echeverría era la huida hacia adelante, esto es, llevar al sistema político y al modelo económico al límite, o más allá de él, para aprovechar y reforzar su posición arbitral. No está claro que entendiese las consecuencias de lo que hacía, aunque parece difícil que tuviese plena ignorancia. De cualquier forma, fuese por ignorante o por megalómano, Echeverría forzó al modelo económico para sostener el sistema político. Tenía que atender, además de los sectores y asociados tradicionales, a la clase media, que él mismo había golpeado y reprimido, pero que necesita incorporar de alguna forma en el reparto, so pena de derrumbamiento del sistema.

La secuencia de hechos es sencilla. Para mantener el poder presidencial y al sistema corporativo, Echeverría reparte más de lo disponible. Con ello incrementa el déficit fiscal y lo financia con moneda nueva, lo que eleva la inflación. Mayor inflación, con tipo de cambio fijo y escasa competitividad de las empresas, incrementa las importaciones. Para evitar la devaluación, Echeverría frena las importaciones con mayores aranceles y financia el déficit comercial con mayor deuda externa. Los agujeros que se van abriendo para tapar los anteriores son, como era de esperarse, cada vez mayores, y en alguno había que caer. En 1976 la situación es insostenible y hay que devaluar el peso, aceptar negociaciones con el FMI y entrar en crisis.

El descubrimiento de grandes mantos petroleros y el ascendiente precio de este producto hace posible imaginar un futuro promisorio, con todo y el sistema que tanto hemos mencionado. Y regresamos a lo mismo: se reparte para todos y al mismo tiempo se construye la plataforma necesaria para explotar el petróleo. No olvidemos que, al entrar José López Portillo, México no era capaz de producir el petróleo que utilizaba para consumo interno, mucho menos para exportar. Así, el endeudamiento que había llevado Echeverría a 20 mil millones de dólares crece a más de 50 mil en unos pocos años para poder incrementar la producción de crudo. De poco más de 700 mil barriles diarios se pasa a más de 2 y medio millones de barriles, de los que uno y medio eran para exportar, a un fabuloso precio.

Los flujos esperados pagarían con creces la nueva deuda, y la anterior, puesto que cada año había que pagar apenas 4 mil millones de dólares de intereses y se recibían más de 15 mil por exportaciones de crudo. Había pues un "excedente petrolero" del orden de 10 mil millones de dólares que podía utilizarse para desarrollar al país.

Con tanto tiempo, uno olvida muchas cosas, pero vale la pena recordar que entre 1978 y 1980 la clase media vivió en un sueño. Todos tenían empleos, la mayoría muy bien remunerados. Había posibilidades de tener casa propia, uno o dos autos grandes, televisiones, refrigeradores y estéreos (que o eran muy malos, hechos en México, o eran de fayuca, muy abundante entonces). Pero no sólo eso, los mexicanos éramos turistas reconocidos en el mundo. Nomás nos faltaba el turbante para parecer jeques árabes: champaña, fiestas, vinos, de todo podíamos comprar en cualquier parte del mundo.

Se cumplía con esto lo prometido: incorporar a la clase media en el reparto, por fin la Revolución hacía justicia a estos nietos suyos. Claro que, salvo el petróleo, en todo lo demás seguíamos siendo extremadamente ineficientes y la competencia de los productos extranjeros era abrumadora. Para evitarla, el proteccionismo seguía creciendo, y para fines del 81 llegaría a límites estrafalarios: todo requería permiso de importación, las fronteras estaban totalmente cerradas.

En ese año, además, se contratan créditos extraordinarios, para poder comprar maíz y para financiar un servicio de deuda que, contra lo esperado, no era de los 4 mil millones de antes, sino que estaba cerca de 20 mil millones de dólares por año. Estados Unidos, que había resentido todos los incrementos del precio del petróleo, estaba luchando por bajar su inflación y lo hacía elevando las tasas de interés. En lugar de 7 u 8% normal en los créditos internacionales, la tasa para 1980 y 81 llegó a estar en 22%. Y la deuda de México era ya de más de 80 mil millones de dólares. Mientras, el precio del petróleo había dejado de subir y amenazaba con bajar.

En ese entorno tan complicado, los técnicos desplazados por Echeverría, que se habían refugiado en el Banco de México, inician el contraataque. Viendo claramente que mientras mayor fuese el desorden financiero mayores serían las posibilidades de Miguel de la Madrid para suceder a López Portillo, desde la Secretaría de Programación y Presupuesto se invaden funciones de Hacienda, se contratan créditos impagables y se sume al país en una nueva crisis, mucho mayor que la anterior.

Hay que distinguir aquí dos fenómenos distintos. Con o sin las acciones de Programación y Presupuesto (de Carlos Salinas, para ponerle nombre al asunto), el sistema nuevamente había caído en sus propias redes: repartir lo que no hay no lleva a nada bueno, pero sin repartir, el corporativismo no sobrevive. La vida de ilusiones de los últimos dos años de los setenta fue la forma de sobornar a la clase media y comprar su lealtad para el PRI. Y eso es lo que se pagaría con la crisis.

Sin embargo, la crisis fue peor de lo que debería haber sido por las acciones de Salinas a que nos hemos referido y que le garantizaban a su jefe el poder (o sea a Salinas mismo y a su equipo). Pero en la misma gravedad de la crisis estaba un factor favorable para el grupo de los técnicos (ahora llamados tecnócratas) que Salinas no tardaría en utilizar: ya no había que distribuir ganancias, sino pérdidas, y eso era más sencillo.

A partir de 1983, lo importante para los grupos no era sacarle mucho al sistema, sino evitar que éste les quitase a ellos. Una vez convencidos los líderes de estos grupos de la magnitud de la crisis, la amenaza era perder con ella y cada uno pedía que le quitasen poquito, no que le diesen. Y eso, para De la Madrid y Salinas, era un espacio de negociación impresionante. No por nada el nuevo presidente llegó enfatizando: "México se nos va de entre las manos."

Segunda crisis: 1982-1986

Entre 1983 y 1985, el nuevo gobierno se encarga de mantener la crisis en buen nivel. Aunque esto parezca muy raro, era de esa crisis prolongada de donde el grupo de tecnócratas podía sostener sus ambiciones. Porque el sistema seguía siendo el mismo: corporativo y autoritario, por lo que la única forma de mantener el poder era la misma de antes: repartiendo prebendas y negociando con los grupos. Así que el primer paso para mover al país en una dirección distinta era sustituir a los grupos, de alguna forma. Aquí, De la Madrid podía aprovechar un cambio casi natural originado por la crisis: los empresarios, aquéllos que habían vivido de las barreras arancelarias y los contratos con el gobierno, ya no tenían margen de negociación. Como hemos dicho antes, ya las fronteras se habían cerrado, ya no se podía hacer nada más.

Así, era posible desplazar a los empresarios, sustituyéndolos por otro grupo privado que diese fuerza al grupo de técnicos en el poder. Se les sustituyó por los financieros, un grupo muy distinto, que había resultado muy agraviado por López Portillo en sus últimos momentos. Junto con los empresarios cayeron los trabajadores. Asociados a ellos en la producción, sin empresas no hay poder de sindicatos. Para 1985, campesinos y obreros ya no tenían mucha importancia en las decisiones políticas reales. Los empresarios también habían perdido mucho espacio. Ahora los agentes relevantes eran los financieros, la clase media y la Iglesia católica, con quienes la relación del poder crecía continuamente, en la búsqueda de válvulas de escape para conflictos violentos, que amenazaban continuamente.

Sin embargo, el factor más importante en la estabilidad de esos años sería Estados Unidos. Para ese país, el grupo de técnicos era lo mejor que podría pasarle a México. Con ellos en el poder, ya no había contrapartida en América Latina, Ronald Reagan podía invadir Grenada o financiar a la "contra" en Nicaragua o a los batallones de la muerte en El Salvador sin ninguna preocupación diplomática. Más aún, México mostraba a todo el mundo que era posible pasar de ser un país nacionalista casi extremo a aplicar el Consenso de Washington en unos cuantos años.

La idea del Consenso de Washington, que era un poco el pago al apoyo de Reagan, puede resumirse en tres palabras: apertura, desregulación y privatización, aunque para países en vías de desarrollo había un requisito: estabilidad macroeconómica. México cubre éste con el Pacto de Solidaridad Económica, hecho a imagen y semejanza del programa de estabilización israelí de 1985.

A diferencia del país del oriente medio, México no se conforma con una inflación de alrededor de 20%, sino que entra en la obsesión de "un dígito". Eso hará una gran diferencia hacia adelante, cuando Salinas comete exactamente los mismos errores que su odiado predecesor, Luis Echeverría. No sólo controla él la economía desde Los Pinos y mantiene un tipo de cambio prácticamente fijo mientras la inflación avanza, sino que también abraza ilusiones reeleccionistas. Los megalómanos, a fin de cuentas, se parecen.

La estabilización macroeconómica ocurre, pues, a partir de diciembre de 1987, y a ella se dedican todos los esfuerzos durante 1988. Gracias a ello, al tomar posesión de la presidencia en diciembre de ese año, Carlos Salinas tiene un margen de acción mucho mayor que el que había tenido De la Madrid seis años antes. Carlos Salinas de Gortari, presidente de México desde 1988 por virtudes cibernéticas, se hace del poder real en unos cuantos días merced a golpes de mano: un líder sindical despótico y un financiero abusivo son encarcelados, lo que permitía afianzar nuevamente la imagen presidencial frente a quienes, en ese momento, representaban la mayor fracción de las bases del poder: la clase media.

Para bajar la inflación con rapidez durante el Pacto de Solidaridad Económica, el factor más importante no fue ni el freno a salarios, ni el tipo de cambio fijo. Fue la apertura, que se convirtió en el mecanismo de fijación de precios general más eficiente. Cuando hay competencia de otros productos, iguales o mejores, a precios más bajos, no se puede vender caro, y fue la apertura la que obligó a los empresarios mexicanos a bajar sus precios y, en muchos casos, a quebrar y desaparecer. Cuando la apertura llegó a estos niveles absurdos (por excesiva e indiscriminada), se vio el otro lado de la moneda: las importaciones empezaron a crecer a ritmos muy acelerados.

México había creado una industria propia, pero ineficiente. Muy dependiente de la protección arancelaria pero, sobre todo, de los contratos gubernamentales, se convirtió en beneficiaria y auspiciadora de la corrupción, por más que ahora la califiquen y señalen. Sin empresarios corruptos, no se podían mantener los políticos deshonestos, no hay vuelta en esto. El necesario cambio estructural de la economía, para pasar de la ineficiencia de los setenta a la competitividad exigida por una economía global en el siglo XXI no se realizó.

Frente a la presión por las divisas, Salinas saca uno de sus primeros ases de la manga: modifica la legislación para permitir la entrada de capital extranjero de corto plazo. A partir del tercer trimestre de 1989, las entradas de capital volátil se multiplican mes tras mes. El dinero fresco que tan necesario era conseguir, se obtiene a través de este medio.

Pero esto no puede sostenerse indefinidamente. Sin entradas de capital de más largo plazo, el país estaría en un grave riesgo. Carlos Salinas saca otro as: se anuncia que inician las negociaciones para un eventual acuerdo comercial con Estados Unidos. El simple anuncio de este acuerdo, y la posibilidad de que se firme, incrementan los flujos de inversión extranjera directa. Mientras que en toda la década de los ochenta las entradas de capital por este renglón fueron de alrededor de 2 mil millones de dólares anuales, para 1992 y 1993 serán superiores a 4 mil.

Estos cambios se hacen realidad en 1994, con la entrada en vigor del acuerdo mencionado. Los flujos de inversión, nuevamente se duplican, ahora estableciéndose en el rango de 10 mil millones de dólares por año. Sin embargo, no debemos olvidar que la inversión extranjera ocurre por una única razón: porque invertir en México les produce mayores ganancias. No viene la inversión por el afán de generar empleos o porque les guste México. Vienen para obtener ganancias y esas ganancias las regresarán a su lugar de origen, si no por completo, sí en buena proporción. Así, si consideramos estas salidas por utilidades, lo que ocurre con la inversión extranjera es menos bueno de lo que parecía. Surge la gran diferencia entre la inversión extranjera directa, y el mismo flujo, pero neto de utilidades. En 1990, en realidad, la inversión neta fue negativa, y durante toda la década de los ochenta fue bastante pequeña. Más aún, en los años noventa, la entrada real de capital está siendo apenas de 6 mil millones de dólares.

Aparece un déficit de entre 3 y 4% del PIB. Se trata de la zona peligrosa de la cuenta corriente. Cuando el déficit supera esta barrera, la necesidad de un ajuste crece muy rápidamente. Mantenerse arriba de esta zona, o incluso en ella, no es nada grave. Las dos crisis graves de los últimos años ocurrieron precisamente con déficit en cuenta corriente muy superiores a lo recomendable.

No es raro que un personaje audaz y desprovisto de escrúpulos actúe como lo hizo Salinas, sobre todo en un régimen político que permitía eso y más. Lo increíble es que durante dos años prácticamente nadie haya querido ni ver ni oír el tamaño del problema en que se había metido la economía nacional. Igual de raro es que hoy mismo no lo quieran ver.

Al inicio de 1994, un levantamiento indígena en Chiapas, más espectacular que peligroso para el Estado, se va transformando en un problema, porque repite las circunstancias del 68: el sistema no sabe cómo resolverlo. Ahora, por fortuna, la represión tampoco puede usarse. Casi cinco años después, el levantamiento continúa en un impasse que de vez en cuando se ve roto por accesos de locura presidencial, intentos represivos que siempre son detenidos por la sociedad. La nacional y la internacional.

Más grave para la seguridad nacional, en marzo de 1994 el candidato a la presidencia por el PRI es asesinado. Muere Luis Donaldo Colosio en Tijuana, de uno o dos balazos, disparados por una o dos pistolas, por uno o dos tiradores, ayudados por algunas o muchas personas, miembros o no de la seguridad del candidato. Nadie lo sabe. En ese mes de marzo de 1994, el déficit que presentaba México en sus cuentas con el exterior era bastante difícil de manejar. Tanto, que desde unos meses antes se había iniciado la venta de papeles de deuda del gobierno federal indexados al dólar. Al momento del asesinato de Colosio, las presiones sobre las divisas provocaron un crecimiento extraordinario de los Tesobonos (que así se llamaban), que alcanzaron más de 12 mil millones de dólares al final de ese mes.

Tercera crisis: 1995- ?

En noviembre, la fuga de capitales superaba mil millones de dólares semanales, presagiando una devaluación brusca en algún momento de los primeros meses de 95. Sin embargo, y casi de manera sorprendente, el 20 de diciembre de 1994, a muy temprana hora, el secretario de Hacienda del nuevo gobierno, Jaime Serra Puche, anunciaba el desplazamiento de la banda de flotación en 15%. En ese entonces, el tipo de cambio se mantenía dentro de una banda de flotación que actualizaba el valor del peso cada día. Sin embargo, esta banda se había quedado corta desde al menos 1991, por lo que a fines del 94 la sobrevaluación de la moneda se encontraba entre 30 y 40%.

Al anunciarse dicha corrección, menor a la necesaria, la respuesta inmediata de los inversionistas fue una "corrida". Ésta, sumada a la debilidad notoria del gobierno entrante, provocaron que la corrección real del tipo de cambio fuese no de 3.50 a 4 pesos por dólar, sino hasta 5.50 pesos. Se hizo evidente entonces el tamaño de la deuda de los Tesobonos, que ascendía ya a 28 mil millones de dólares, casi todos pagaderos entre enero y marzo del año siguiente. La preocupación de los inversionistas extranjeros era si el gobierno mexicano podría pagarlos, puesto que las reservas internacionales no alcanzaban los 6 mil millones de dólares. El problema creció rápidamente frente a un gobierno demasiado nuevo, que no entendía cómo resolver el problema. El 9 de marzo se anuncia un programa de ajuste, en la línea tradicional del Fondo Monetario Internacional, que reducía el gasto público, elevaba el IVA de 10% a 15%, y restringía el crédito interno neto.

Para abril, las tasas de interés en México alcanzaban los 100 puntos, mientras las empresas despedían trabajadores. Y apareció un problema que no se había contemplado en toda su magnitud: la banca. Ésta, que se había privatizado entre 1991 y 1992 fue uno de los mecanismos que más ayudaron a Carlos Salinas a crear la imagen de país exitoso. El crédito fluyó como nunca lo había hecho: hipotecario, al consumo, para bienes durables, todo tipo de créditos para todo tipo de deudores. Al mantenerse el tipo de cambio sobrevaluado, las tasas de interés también eran artificialmente bajas (aunque nunca lo fueron mucho), y esto dio origen a un consumo acelerado de la población, mucho de ello basado en créditos aparentemente fáciles de pagar.

La magnitud del fraude que representó la presidencia de Carlos Salinas quedó claramente al descubierto. Para gobernar, Salinas necesitaba cubrir la mayor parte de las bases del poder: clase media, Iglesia, financieros. Y aparentemente a todos había dado lo que querían, pero lo había logrado, como se dice en los negocios, con pura saliva. El problema real del sistema político es que el corporativismo requiere beneficios para los sectores. Cuando los sectores son muchos, o muy grandes, no hay forma de beneficiar a todos. Salinas había repartido a todos, y lo había hecho generosamente. Eso, ciertamente, no era posible. Lo había hecho gracias a una déficit externo inmenso, de más de 100 mil millones de dólares durante su sexenio, que se financió en parte con inversión extranjera directa, pero también, y de manera más importante, con dinero de corto plazo. La crisis, a fines del 94 y principios del 95, cobró el resto.

La caída del PIB en ese año fue de más de 7% y el consumo se contrajo en más de 15%. La inversión, en una tercera parte. En ese año, de golpe, se perdieron cinco; regresamos a 1990 en materia económica. La ilusión había desaparecido, se habían perdido seis años y, sobre todo, se había hipotecado una dosis de confianza como nunca antes en la historia moderna del país.

El problema de fondo

El problema de fondo en México es la distribución. Distribución del ingreso, de la riqueza, del poder, de las oportunidades. Siguiendo a Walzer, es un problema de justicia en todas las esferas. Siempre ha sido éste el problema, pero sobre todo desde los años ochenta. El esquema de desarrollo utilizado en ese periodo, algunas veces llamado neoliberalismo, es muy útil para reducir la inflación, pero no para generar empleos. Por cuestiones demográficas, deberíamos haber generado 20 millones de empleos grosso modo desde 1980. Se crearon sólo cinco en estos veinte años. Una cantidad significativa de mexicanos, que puede alcanzar 10 millones, emigró a Estados Unidos. Otra cantidad, no tan grande pero igualmente importante, se desplazó al mercado informal. Y algunos más tienen empleo en el campo, aunque eso no pueda llamarse, con propiedad, empleo.

Si se quiere ser franco, en pocas palabras podemos decir que el empleo en México, en los últimos veinte años, es el fracaso más grande de la política económica. Hemos fracasado rotundamente, no hay vuelta de hoja. Pero no es sólo cuestión de incapacidad de creación de empleos, sino de salarios cada vez más bajos.

El salario mínimo ha perdido, en este lapso, prácticamente 85% de su valor. Cierto es que, conforme pasó el tiempo, dejó de ser este minisalario la referencia obligada. Hay que agregar la variación entre salarios. En 1994, la rama económica con mayor salario era la de los servicios financieros, con un promedio de más de 27,600 dólares anuales. En 1996, después de la crisis, seguía siendo el primer lugar, pero con sólo 17 mil dólares al año. Como referencia, el PIB per cápita es de 4 mil dólares anuales.

La agricultura y la ganadería han sido la última y penúltima ramas, en materia salarial. En términos porcentuales, el crecimiento de los ingresos salariales en ganadería había sido, entre 88 y 94, de 46% y en agricultura de 33%. Mientras tanto, la petroquímica registraba un crecimiento de 75%, y los servicios financieros de 254%. En 1988, la petroquímica tiene un salario promedio 33 veces mayor al de la agricultura. Para 1994, una persona ocupada en los servicios financieros gana, en promedio, 73 veces lo que gana alguien que trabaja en la agricultura.

Hoy, a fines del siglo, un mexicano ocupado en la agricultura recibe menos de 300 dólares al año. Eso, para los estándares internacionales, se conoce como pobreza extrema. Nada más hay 6 millones de mexicanos, con sus familias, viviendo de esta actividad, que en 1930 era una de las bases del poder y hoy, menos de cien años después, no es nada.

El siglo XX mexicano es el siglo del corporativismo. En este régimen logramos industrializar el país, educarlo, urbanizarlo, y en el abuso, acabar con las esperanzas de un futuro mejor. El siglo XXI será otro, y tendrá otro régimen diferente. Con suerte, habrá democracia; con suerte, habrá desarrollo. Pero hemos hecho hasta lo imposible por evitarlo. Tanto nos encariñamos con el régimen anterior, que hoy nos cuesta salir de él.

No habrá un México del siglo XXI sin un régimen distinto. Lo que nos tardaremos en construirlo será un costo adicional. Pero alguna excusa tenemos: nadie más ha logrado transitar sin violencia, del corporativismo a la democracia. Nosotros lo vamos logrando.

Macario Schettino, "El cansancio de México" Fractal n°12, enero-abril, 1999, año 3, volumen IV, pp. 123-149.