MARGO GLANTZ

Palabras para una fábula

 

 

 

¿Cómo definir con palabras los sentimientos y los afectos? Que es muy difícil, me parece fuera de toda duda, además, ¿no dice el poeta que las palabras chillan como putas?, y cuando chillan es imposible usarlas para decir lo que uno quiere decir y yo por más que intento no consigo pensar en cosas comunes y corrientes o simplemente humildes y trato siempre de sentirme de puta madre y de no chillar nunca, pero en el momento en que escribo estas palabras mi computadora le da la razón al poeta porque se ruboriza y subraya con rojo las malas palabras –esas putas que siempre chillan– esas palabras que no existen en el tesauro, por eso cada vez que las escribo aparecen amenazadas, enrojecidas, hinchadas y al hincharse me recuerdan de inmediato una parte de mi anatomía, símbolo como otras partes de mi anatomía –por ejemplo el cabello– de vida, de erotismo, pero también de muerte. Pero no voy a hablar ahora de los cabellos sino de mis senos y de éstos sólo porque me han pedido que me haga un análisis de cajón, la mastografía, análisis que hay que hacerse cada seis meses y da la casualidad que hoy se cumplen más de seis meses de que no me someto a esa prueba, o más precisamente hoy se cumplen dos años de que no me la hago.

Cuando me entreguen el resultado, si es una imagen tranquila, serena, suave, voy a enmarcar las placas para imitar a una amiga que las enmarcó después de reveladas y colgó el cuadro en su baño como si se tratase de una obra de arte con sus montes azules, sus lunares, sus accidentes geográficos, la orografía y la hidrografía de un órgano que técnicamente se llama glándula mamaria.
Es verdad que las palabras chillan, pero algunas más que otras, por eso prefiero decir mamografía y no mastografía, palabra estridente y áspera que recuerda las fauces abiertas de la máquina que aprisionará mi cuerpo, pero quizás exagero y quizá lo que voy a contar no sea digno de escribirse ni de interesar a nadie, pero no quiero entretenerme en explicaciones circulares y procedo a contar lo que para mí ha sido uno de los episodios más memorables de mi vida. Debo advertir que esta no es mi primera mamografía, me he hecho varias, pero ninguna como la última, pues como dije antes llevaba más de dos años sin hacérmela, y el otro día cuando me bañaba sentí un bulto en el pecho izquierdo: la doctora me dijo tiene que hacerse cuanto antes el examen y aquí estoy haciéndomelo y contándoselos a ustedes.

Quiero empezar justamente en el momento en que entro a los laboratorios, temprano por la mañana, vestida con descuido y despeinada, apenas maquillada, sin desayunar, y me acerco al mostrador donde están dos señoritas vestidas de uniforme, una se está pintando los labios, la otra mira fijamente la pantalla de una computadora. La que se pinta los labios es muy delgada y muy indiferente, alza la cabeza y me dice:

–¿Cómo se llama?

–Nora García, digo.

–¿Y su médico?

–Consuelo Pedrarias.


Me mira desconcertada, y a mí me desconcierta todavía más que a estas alturas de la vida moderna alguien se asombre de que haya ginecólogas o a lo mejor se le hace raro el nombre, vaya usted a saber qué piensan las recepcionistas, pero la que me atiende apunta el nombre sin decir más y me ruega espere en una de las bancas de la amplia sala de espera. He dormido mal y la noche anterior tomé por variar –porque siempre tomo media– una pastilla entera para poder dormir y no había dormido casi nada, el estómago revuelto y con un perpetuo sentimiento de náusea, de haberlo jodido todo (de nuevo mi computadora protesta porque aparece en la pantalla una mala palabra), y de que las cosas son totalmente irreversibles y de que en esa irreversibilidad he contaminado el destino de los seres más cercanos y más queridos y la cosa se complica porque a lo mejor tengo un tumor canceroso en uno de los senos, aunque esta visita a los laboratorios, me digo, es simplemente la mastografía de rutina, la que se agrega a la rutina del papanicolau que tiene más bonito nombre, aunque sea más desagradable el procedimiento. Creo que el sonido de una palabra es decisivo, ahí reside la explicación, me digo, pronunciar la palabra papanicolau es mucho más placentero que pronunciar mastografía y prefiero someterme a ese examen, el del papanicolau, poco adecuado a la comodidad interior de cada una pero mucho más sonoro como palabra que la mastografía, vocablo que chilla, resuena y desgarra.

Espero un largo rato, leyendo el final de una novela que habla de relaciones familiares complicadas, espesas y viscosas, cuya única solución parece ser la muerte y el incesto. Entre tanto entran y salen enfermos, mujeres jóvenes acompañando viejos, mujeres jóvenes acompañando niños, mujeres de edad mediana, hombres de edad mediana, todos esperamos sentados vagamente, unos mirando, otros leyendo, todos con el mismo aspecto uniforme de desaliño y temor: ciertos pacientes con un color amarillento que asusta. Pasan enfermeras con sus uniformes, con zapatos de tacón altísimo algunas, ¿cómo pueden ocuparse de tantos enfermos, llamarlos por su nombre en voz alta y cortés, conducirlos luego por los largos pasillos, abrir una puerta, decirles que se desvistan, que se pongan una bata desechable, que vuelvan a esperar sentados, pero casi desnudos, sin ropa interior, sin ropa exterior, sin aretes, sin reloj, sin collares, sin equipaje, sólo con el cuerpo que va a ser examinado y ellas con zapatos de tacón tan alto? Le doy vueltas y vueltas a ese enorme problema en mi mente hasta que decido seguir leyendo mi novela, trata de dos hermanas muy unidas que, como suele suceder en la vida real, se aman y se odian y hasta en ocasiones sienten que tienen un solo cuerpo, o mejor, no reconocen ningún límite entre sus dos cuerpos, ni entre sus dos vidas; pero una de ellas tiene un niño y, ¡claro!, eso cambia la relación, para empezar, la que ha dado a luz ha sufrido dos operaciones, una cesárea y una histerectomía –aunque se las hayan hecho al mismo tiempo– y en el vientre ya plano tiene profundos moretones, una cicatriz púrpura y rojiza con marcas que parecen dentelladas, por encima y por debajo, le han afeitado el vello púbico y sin embargo podrá usar bikini. La trama me apasiona y me hace perder contacto con la realidad, con esas otras personas que esperan y olvido que tengo que hacerme una mastografía o mejor una mamografía.

De pronto oigo un murmullo y me parece oír mi nombre, sigo leyendo sin prestar demasiada atención, quisiera saber en qué termina la novela, estoy en un pasaje muy interesante y en la contraportada comparan a la novelista con Graham Greene. ¿Será cierto, me pregunto? Tengo que terminar el libro, pienso y me enfrasco en la lectura, de repente se oye gritar al bebé, es un grito, no muy débil y la madre se pone tensa, y de inmediato por sus dos pechos suben dos anillos "como pececillos saltarines", obviamente uno en cada pezón, pero justo en el momento que leo esas palabras oigo nítidamente mi nombre, vuelven a gritarlo más fuerte y me levanto desganada, echo la novela en mi bolsa, me pongo los anteojos negros que disimulan un poco los efectos que creo reversibles de un corte de cabello mediocre, banal y caro y me dejo conducir rumbo a un largo pasillo con muchas puertas y pequeños compartimentos; sigo a la enfermera, lleva tenis blancos, ¡vaya, pienso, por fin alguien que hace bien su trabajo! Me hace entrar en un cuarto pequeño, especie de clóset con una banca forrada de plástico, unas perchas y una bata de papel color azul ascético. Cuando la enfermera me dice desnúdese de la cintura para arriba y pón-gase la bata, me dan ganas de hacer pipí; sigue dándome instrucciones con un tono muy gentil, levemente derogatorio, como si se dirigiera a un débil mental o simplemente a un cuerpo que será despojado de sus vestimentas y quedará a su merced, aunque no totalmente porque sólo tendrá en sus manos medio cuerpo, de la cintura para arriba; en realidad nunca pondrá las manos sobre mí, me dará instrucciones con voz suave, amable, lejana, falsamente cariñosa, protocolaria, haciendo el simulacro de considerarme humana, como si de verdad creyera que lo soy en ese momento en que debo empezar a desnudarme. Interrumpo su perorata, porque, como decía, me han dado ganas de ir al baño, le pregunto dónde queda y salgo corriendo.

Hago pipí, me cuesta trabajo, como si la vejiga estuviera llena pero cerrada avaramente para no dejar salir el líquido que duele en su posible desbordamiento, como ahorita cuando escribo estas líneas y tengo que levantarme a orinar. Lo hago y regreso al compartimento, me desvisto de la cintura para arriba, dejo mi ropa y mis joyas y me encamino al cuarto de rayos X, es medio complicado, muchos pasillos iguales, miles de puertas también iguales, enfermeras no tan iguales, pero al fin lo encuentro; mi enfermera ya no está, aparece otra, muy pintada, abriendo cajones y sacando batas y toallas, le pregunto dónde está la mía, la que es joven, delgada, rubia teñida, mona, formal, eficiente, demasiado eficiente. Voy a buscarla, dice la otra, y de inmediato la mía, mi enfermera, regresa y me ordena acérquese al aparato de rayos X y póngase de pie frente a las placas, me acerco a la plancha especial con su plataforma móvil donde deben colocarse cada uno de los pechos antes de que sean oprimidos por una plancha en cuyo interior está la placa para la radiografía.

–Mire mi hijita, dice, así, sáquese la manga derecha porque vamos a empezar del lado derecho, sí, así, sí mi vida, le va a doler un poquito, corazón, le voy a apretar y le va a doler un poco, pero yo me detengo en cuanto usted me diga que le pare, chulita, así, bien, pero agárrese bien el seno derecho y colóquelo sobre la plancha, así, muy bien, corazón, ahora voy a empezar a apretar, y usted debe dejar de respirar y decirme cuando ya no aguante, ¿así, así?, ¿ya no?, ¿le duele, linda?, ¿puedo apretar más?, usted me dice, corazón, ¿más?, ¿más?, ¿así ya?, bueno, ahora sí, m’hijita, ya no respire, aguántese un ratito, no respire, bien, así, así mi vida, así, así mi corazón, muy bien, perfecto.

El tono de la enfermera es amable, oficial, pegajoso y dulzón como si uno estuviera en sus manos literalmente, una más entre muchas otras enfermas. ¿Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra? Cuando pongo con cuidado mi pecho derecho sobre la plancha fría, me estremezco, se me pone la carne de gallina, y cuando ella le da vuelta a una manivela para prensarme el pecho, me siento atrapada y grito levemente, si apenas comienzo, me dice, cuando ya mi pecho se ha estirado y perdido su forma y parece una lonja de carne aplanada como las que aplanan en las carnicerías; tiene que esforzarse un poco, madre, me dice, voy a apretar un poquito más la plancha, mi vida, y aprieta como si mi pecho fuera un trozo de materia prima, vuelve a apretar y mi pecho derecho desaparece prensado entre dos planchas de acero, una de las cuales tiene, como ella dice, una placa fotográfica, me duele mucho, siento como si me fueran a cortar el pecho, ¿será un castigo por tenerlos?

–Ahora vamos a hacerlo de perfil, póngase muy derecha y coloque su pecho de nuevo sobre la plancha, ¿está muy fría?; bueno, ahorita se mejora, sujétese el pecho y levante la carita, mi vida, para que yo pueda empujar la plancha, así, muy bien, así me gusta, m’hijita, así, así, chulita, corazón mío, pero no respire, le digo que no respire y que no se mueva, va a ver que sólo le va a doler un poquito, así es esto, hay que empujar el aparato para que el pecho se apriete, sólo así se puede ver si hay algo malo, este es el problema de las mamografías, así, así, ¿ya no aguanta más?, bueno, ahora sí, m’hijita, no respire porque si respira no sale bien la placa, así, ya mero acabamos, ¿le duele mucho?, bueno, pasa pronto; le digo, le estoy diciendo que no respire porque si respira la placa sale mal y tendremos que volver a empezar y le va a volver a doler, que no respire, le digo, ¡caramba!, ni que fuera usted de porcelana, corazón, le aseguro que no se va a romper.

–Bueno, ni modo, ya no salió la placa, tendremos que hacerla otra vez, ¡caramba!, bueno, en fin, no importa, mi vida, ahora descanse y tranquilícese, madre, parece que va a llorar, ¿a poco duele tanto?, si es sólo una apachurradita y para su bien, m’hijita. ¿Ya está mejor?, tómese su tiempo, pero recuerde, corazón, que me falta sacar dos placas más, ahora lo tenemos que hacer de perfil, se necesitan varias tomas desde diversos ángulos, así es esto, si no el doctor no puede leer bien las placas y le podemos dar un mal diagnóstico. ¿Ya está lista? Vuélvase a sacar la manguita del lado derecho, así, así muy bien, ahora agarre su pecho derecho y póngalo sobre la plancha, así, m’hijita, así mi corazón, tranquilícese y no ponga la cara sobre el marco porque salen sombras en la mamografía. ¿Ya? ¿Puedo empezar? Usted me dice m’hijita cuando ya no aguante, ahora empiezo a apretar, ¿le aprieto más, corazón? Así está bien, permítame bajar la plancha un poquitito más, ¿ya?, no respire, ¡caramba!, ¡quédese tranquila, le digo!, m’hijita, no respire, aguante el aire, yaaa, perfecto. Descanse un poco, pero, ¿por qué llora? ¿No me diga que no aguanta, madre?, ¿a poco es tan doloroso?, es sólo un apretoncito, una pellizcadita y luego ya está, me llevo las placas, se las leen y vemos qué tiene, aunque de verdad, debe usted tranquilizarse, no creo que tenga usted nada, ¿siente como un bultito en uno de los pechos? Luego la examino y vemos, no se preocupe, no pasa nada, así, así, así, ahora sosténgase el pecho izquierdo, no me levante la cabeza, corazón, póngame su seno bien colocado sobre la placa, reinita, ya le había advertido que estaba fría, pero apenas ahorita empieza a molestarle, ¿verdad ? No me dijo nada la primera vez. Bueno, sea por Dios, vamos a ver, voy a apretar, le repito que no duele demasiado, mi vida, pero tiene que aguantarse un poquito, allí va, ¿le duele?, ¿puede aguantar un poquito más? Así, bien, bueno, m’hijita, no se altere, ya no llore, que no es el fin del mundo, es un ratito, madre, una pellizcadita, pero le digo, !caray¡, que no me respire, estése quieta, un momentito más, no se me mueva, ya casi terminamos, aguáaantese, le digo, ¡ni que fuera de vidrio!

La enfermera repite sus órdenes y yo furiosa. No sé qué me pone más furiosa, si que me diga m’hijita o que todo lo ponga en diminutivo, los pechitos, las manitas, la manguita, la plaquita, la respiracioncita, esa degradación de las palabras que se vacían de su contenido agregándoles simplemente una terminación. La odio cuando me llama madre, como si esa palabra se volviera anónima cuando la dice la enfermera, con su voz también anónima, burocrática, salida de una boca ordinaria que bautiza a su presa. Me indigna entrar en la categoría de madre si la palabra es dicha con una entonación melodramática, una palabra dicha con tono respetuoso y cursi que generaliza y me clasifica como biología, me degrada como si fuera vaca y mis senos ubres. ¿Cómo sería un aparato que hiciera mamografías de las ubres de las vacas?, ¿cómo se las ingeniarían para apretarles cada una de sus innumerables tetas, esas tetas ordeñadas hoy con aparatos modernos que extraen hasta la última gota de leche? (¡Más valdría, en verdad, que se lo coman todo y acabemos!)

Esa idea me tranquiliza un poco y trato de pensar en la novela que estoy leyendo y en los "pececillos saltarines" o hilitos de leche que asoman en cada uno de los pezones de la parturienta y la mirada perpleja de su hermana. Pero es imposible, la paz dura muy poco, allí está de nuevo la enfermera con sus moditos suaves y su lenguaje impío.

No puedo contenerme y mientras me aprieta el pechito izquierdo medio amoratado por el frío y la presión, una piel de gallina literal que quizá disimule nódulos cancerosos, me suelto a llorar con grandes sollozos entrecortados, mientras el seno se me queda prensado eternamente entre las dos placas que me dejan sin aliento porque duele y porque me han pedido que aguante la respiración, ¿cómo puedo aguantarla si estoy sollozando? ¿Cómo la aguantarían las vacas? La enfermera se interrumpe, libera mi pecho izquierdo y con un tono amable que no logra encubrir su exasperación explica hay que volver a empezar de nuevo otra vez, tome usted este kleenex, madrecita, suénese por favor la nariz, sí, así, bien, muy bien, así, así, muy bien, mi vida, descanse, tranquilícese, m’hijita y cuando se sienta mejor, volvemos a empezar, no se preocupe, reinita, duele un poquito, poquitito, pero, corazoncito mío, tiene usted que tener más ánimo y aguantarse, contenerse, las mujeres estamos hechas para sufrir, tenemos que aguantarnos, ponga su pecho izquierdo aquí, voy a apretar un poquito, así, súbame la carita, madre, para que no interfiera con la placa, no trate de mirar, aguánteme la respiración, no, que no respire, caray, le estoy diciendo m’hijita que no me respire, párese derecha, mi vida, no se me doble y no respire, de otra forma las placas saldrán mal y tendríamos que volver a empezar y le dolerá de nuevo, tenga paciencia y calma y terminaremos pronto, madrecita, ya sólo falta este pechito.

Me calmo y me entra una rabia de puta madre o de la chingada madre (con la consabida indignación de la computadora, que también se indigna cuando escribo las palabras mamografía, mastectomía y cuando pongo en diminutivo los sustantivos con que me bombardea la enfermera) y quiero darle de bofetadas y entonces le digo, ya déjeme en paz, que no soy su madre y tampoco su hijita, deje de tratarme como imbécil, ¿por qué no me dice simplemente señora que es lo que soy, una señora que tiene que hacerse una mastografía para evitar que le hagan una mastectomía?

–Ya, ya, no se ofenda ahora sí ya acabamos, puede usted sentarse, no se me vista, mi vida, porque tengo que ver si el radiólogo aprueba las placas, si no habrá que volver a hacerlas, pero no se preocupe, ya ve que no duele tanto, se trata sólo de apachurrar un poquito y de no respirar, verdad m’hijita, ya esta bien?, bueno, ya vengo, no se preocupe. Y, ¿ahora, de nuevo?, ¿por qué llora?, ¿a poco le duele tanto ?, ya acabamos, bájese las mangas, y cúbrase los pechos, ¿tiene frío?, ya sé que la plancha está helada y que casi no tiene ropa, pero ya no llore, m’hijita, ya terminamos, !que no llore, le digo, m’hijita¡, !queee ya terminamos, m’hijita¡, ¿que por qué le digo m’hijita?, ¿le choca?, lo hago para que se sienta cómoda, ¿se siente peor?, así hablamos aquí, es la manera que tenemos de tratar a los pacientes, no se enoje, ya casi acabamos, no se enoje , ¿y ahora, por qué llora de nuevo, madrecita? Ni que la hubiera torturado, duele un poquito, pero no tanto y es la única manera de saber qué pasa. Es un simple chequeo, como el papanicolau, pero si no se hace, puede ser peligroso. Se pone usted como si la fuese a quebrar

–¿..... ?

–No, no se preocupe, estos apretones no le causan daño, tampoco las radiaciones, son muy ligeras, muy rápidas, ya acabamos, pero espéreme, no se vista, déjeme consultar con el radiólogo, no váyamos a tener que repetir las placas. Mientras regreso, mi corazón, llene ese formulario. Su edad, antecedentes cancerosos en la familia, ¿no le duele nada?, ¿no ha notado cosas extrañas en sus pechos?, ¿le duele cuando se los toca?, ¿cuál más, el derecho o el izquierdo?, ¿alguna mujer de su familia ha tenido problemas en los senos?, ¿su mamá?, ¿sus tías?, ¿sus hermanas?, ¿alguna abuela que usted recuerde? Bueno, llene bien el formulario y espéreme un ratito, mi vida, voy a ver al radiólogo a ver si las placas están bien, porque si no, hay que volver a empezar. No se asuste, no, no, no se me vista todavía, reinita, tápese bien con la bata y siéntese en el cuarto de junto.

Espero, todavía lagrimeando, con el sentimiento de algo oscuro, infantil, viscoso, algo que se mete dentro, en el estómago, algo que da náuseas, el sentimiento de invalidez y la violencia de que lo traten a uno como si fuera tarado, una gente cualquiera, alguien que puede tener algo anónimo y enfermo, esa enfermedad que puede detectarse si uno se toca los pechos y siente en ellos algo anormal, algo que interrumpa el color, la lisura, la consistencia esférica uniforme, algo que se esconde dentro, en la más remota célula, algo que puede transformarse en un tumor, y luego en una operación que mutila el cuerpo, antes de someterlo a la violencia química.

¿Me tendrán que hacer una biopsia?, ¿tendrán que remover un poco de tejido del seno para saber si ese nódulo, esa protuberancia, ese cuerpo extraño que tengo dentro del pecho izquierdo es maligno? La biopsia consiste, me contó una amiga, en introducir una aguja delgada en el nódulo, y en el peor de los casos hay que hacer una pequeña operación quirúrgica; me asusto, me dan náuseas, vuelvo a lagrimear, ¿y si me tienen que hacer una mastectomía? Se me vuelve a poner la carne de gallina. ¿Me extirparán el pecho entero?, el nódulo es muy pequeño, me digo para tranquilizarme, a lo mejor no es nada, a lo mejor sólo me hacen una pequeña incisión y extirpan la pequeña protuberancia incómoda. Si se detecta a tiempo, no es necesario quitar todo el seno ni los ganglios, es terrible, duele mucho, ni siquiera puedes levantar los brazos si te los quitan, dice mi amiga, y además te queda una horrible cicatriz; recuerdo a otra amiga a la que le encontraron un tumor en un seno y la sometieron a un tratamiento de radio y mi único comentario fue "no te lo tomes tan a pecho". Me lo merezco, pero no quiero tener miedo, es apenas una bolita de grasa y en caso de que fuera otra cosa la he detectado a tiempo y pueden hacerme una mastectomía parcial, quitarme sólo un pedacito de pecho (ya estoy pensando como habla la enfermera) y sólo quedará una pequeña herida convertida muy pronto en cicatriz, una cicatriz que interrumpirá la lisura de la piel y ahuyentará las caricias, bueno, hay cosas peores, me digo, esas operaciones de rutina de hace muchos años en las que la ablación del seno se hacía sin anestesia, apenas un vaso de vino o una copa de aguardiente o unas pastillas de opio para mitigar el dolor, ¿no lo cuenta así Fanny Burney, operada en París en 1811 de un tumor en el seno derecho?

Dice, si no recuerdo mal, que se encaminó al salón de su casa y vio cómo la mesa estaba repleta de objetos, más bien de ese tipo de instrumentos que los médicos usan para efectuar una operación. También dice que retrocedió espantada, luego, haciendo fuerza de voluntad, entró de nuevo al salón, pues, ¿qué sentido tenía ocultarse a sí misma lo que muy pronto iba a saber y a experimentar? Pero al mirar la gran cantidad de vendas, compresas, esponjas, se sintió desfallecer, dio vueltas como enajenada y entró gradualmente en un estado de torpeza, de inconsciencia y estupidez hasta que oyó sonar las tres en el gran reloj, momento en que regresó a su alcoba. Trató de controlarse para recobrar sus fuerzas, pidió una pluma y empezó a escribir unas palabras a su esposo y a su hijo (en esos momentos, para mayor desgracia, ausentes), en caso de que el resultado fuera fatal. Y como en las películas de suspenso a la Hitchcock, el doctor Moreau, que así se llamaba su médico –o más bien su carnicero–, entró en su habitación para prepararla, ¡¡le dio una copa de vino!!, y regresó al salón. Asustadísima y queriendo protegerse o estar siquiera rodeada de gente conocida, llamó a su sirvienta y a sus enfermeras. Su cuarto fue invadido de pronto por siete hombres vestidos de negro que entraron sin llamar a la puerta y la ayudaron a salir de su estupor provocándole una gran indignación. ¿Por qué ha entrado tanta gente en mi habitación y sin pedirme permiso?, dijo. Luego llegaron las sirvientas y los médicos las echaron; ella exigió que se quedaran; pero apenas iniciada la operación las criadas huyeron despavoridas.

"¿Quién me sostiene este seno?", dijo fríamente el cirujano blandiendo el terrible instrumento de acero que brillaba ante los ojos de la escritora, y ante los de los otros médicos, enfermeros y mirones que habían venido a presenciar la operación, con gran violencia de su parte. Y Fanny Burney quien sobrevivió treinta años a esta sangrienta operación efectuada sin anestesia y sin asepsia alguna, en el momento mismo en que el temible acero fue introducido en su pecho, abriéndose paso entre las venas, las arterias, la carne, los nervios, empezó a gritar sin pudor, lanzando un solo grito prolongado que duró intermi-nablemente mientras el médico hacía la incisión y separaba el pecho de su cuerpo. Muchos años después Fanny confesaba el asombro que le provocaba advertir que ese sonido no hubiese permanecido para siempre en sus oídos, tan intensa había sido la agonía. Y cuando terminaron de hacerle la incisión y el instrumento y su pecho fueron retirados de su cuerpo sintió que el dolor disminuía, pero apenas el aire penetró en esas partes delicadas sintió como si un alud de diminutos y aguzados puñales desgarraran los bordes de su herida. Recuerdo el verso de Sor Juana : "¡Mas ay de la infeliz y desdichada/ que a su Pí-ramo dar no puede el pecho/ni aun por los duros filos de una espada!"

Pero a Fanny Burney no le extirparon los ganglios axilares, pienso, y sin anestesia y sin asepsia sobrevivió treinta años, y si algo me pasa a mí por lo menos tengo el consuelo de la anestesia y de la asepsia. No puedo apartar mi pensamiento de ese relato y de sólo pensar que me puedan hacer una ablación de seno o de mama como se dice técnicamente –también para mi horror e indignación– me estremezco y siento escalofríos debajo de mi bata aséptica y lloriqueo y me empiezan unas náuseas espantosas y vomito una larga bilis amarga y verde. Me lavo la boca, tomo agua y vuelvo a sentarme, un poco más tranquila, a esperar a que regrese la enfermera, trato de concentrarme en la novela que he estado leyendo, pienso en las hermanas incestuosas, en lo que hará después la que acaba de dar a luz, la que utiliza sus pechos para amamantar a su hijo, sus pechos abultados, surcados de venas azulosas, con el pezón erecto y la areola rugosa y ennegrecida. Y me palpo el pecho, siento de nuevo el nódulo, esa invasión probable de células malignas que avanzan y destruyen la forma armónica de mi pecho, mis senos, dos crías mellizas de gacela pastando entre azucenas, tus senos un huerto de granados con frutos exquisitos, lirios con nardos, azafrán, caña y canela, árboles de incienso, mirra, áloe y los más extraños y mejores aromas, como canta La Biblia, pero en mi pecho, no muy lejos del pezón erguido, hay una cosa extraña que me invade, que me parte el corazón en mil pedazos.

No tengo, digo para tranquilizarme, ni ardor ni comezón (como sentía esa amiga mía a la que le tuvieron que cortar el pecho), y el nódulo está al borde del hueso y no se ha producido ninguna decoloración, mi pecho no ha empezado a contraerse ni el tumor ha aumentado de tamaño, y sin embargo, es un nódulo y un nódulo como este que tengo en el seno izquierdo es parecido al que laceró el pecho a mi amiga y la mató: células duras y fibrosas, crecen y proliferan, causan pena, atraen a la muerte o esperan la ablación. ¿Ablación de mama?, pronuncio en voz alta las palabras, me queman los labios, resplandor y puñal, ¿tendré que sufrir una mutilación?, pues es eso, una mutilación, espejo y resplandor, ¿no significa eso la palabra ablación?, separación o extirpación de cualquier parte del cuerpo, en este caso la mama, y me dan ganas de reír y de conjugar al infinito de nuevo la palabra mama, glándula alveolar compuesta, cuya secreción en las hembras y en los mamíferos sirve para la nutrición de sus recién nacidos, las mamas, sí, la ablación de las mamas, una herida oscura y luminosa, un dolor mitigado por la anestesia: deja una cicatriz, un corte irregular practicado en una esfera de carne globulosa, de paredes gruesas, surcada de venas y de arterias, una esfera sensible, hermosa, deseable, erotizada, erotizable. Y pienso cómo se verá mi pecho después de quince días, un mes después de la intervención, con una sombra de piel que se le estirará encima, tan delgada que nadie se atreverá a detener mucho tiempo sus ojos en ella. Para alejar ese pensamiento, introduzco mi mano debajo de la bata y toco la piel de mis senos, paso los dedos sobre el pezón y sobre la areola y siento cómo se distienden, se ponen eréctiles y sigo acariciando con deleite, pero de repente toco el nódulo en el pecho izquierdo y caigo de nuevo en mis sombrías cavilaciones. Más adelante cuando la piel se cicatrice, después de la ablación, esa mutilación, las arrugas comenzarán a insinuarse, se formarán y se alterarán y si alguien decidiera espiarme de noche, como hace un protagonista de Onetti en una novela memorable, si hace mucho calor y yo duermo sin cobijas, desnuda de tal manera que pudiera verse que tengo un solo pecho y que mi piel se adhiere al hueso y que esa cicatriz que ahora alguien observa a sus anchas, a escondidas, se ha llenado de rugosidades como la cáscara de una fruta ¿un melón? (¿Tendrá mayor semejanza con la forma que antes tenía mi pecho?) ¿Qué sentirá el mirón ? ¿Asco, horror, deseo? Quizá descubra figuras levemente dibujadas por los bordes de la cicatriz, porque yo cicatrizo mal, me quedan cordones gruesos sobre la piel, cicatrices queloides que dibujan otra geografía corporal, otro tipo de protuberancias cuyo tono es apenas más sonrosado o blanquecino que la piel y también pueden producirse algunas manchas violáceas. Puedo, eso sí, hacerme una prótesis, ponerme unos implantes, ¿no se lo hacen las artistas de cine para tener un mejor cuerpo?, ¿no se lo hacen las mujeres que quieren ser más sexy ?, ¿por qué no podría hacérmelo yo, pues no quiero quedar desfigurada? Le tengo miedo a los hematomas, a la hinchazón, a la hipersensibilidad durante varias semanas, como esa otra amiga mía a quien le hicieron una mastectomía y luego se puso una prótesis que no la dejaba dormir, ni siquiera toleraba el peso de las sábanas de tenue holanda, como se diría en un romance. ¿Tendré de nuevo sensibilidad en el pezón? ¿No me pasará lo que a millares de mujeres a quienes la silicona les ha producido enfermedades "autoinmunes"? Y, ¿si me colocan mal el pezón? Y, ¿si se produce una compresión de la prótesis y tengo una infección incurable?

Para contrarrestar mis pensamientos, vuelvo a abrir la bata y coloco mi mano derecha sobre mi pecho izquierdo, lo recorro, siento su peso, la suavidad de la piel, la rugosidad del pezón, bajo un poco la mano, vuelvo a acariciarme y en ese momento, casi al lado del hueso, cuando la redondez del seno termina, vuelvo a sentir la pequeña protuberancia que tanto me ha alarmado. Salgo de mi ensoñación, ¿por qué ha crecido tanto?, ¿no habrá aumentado de tamaño desde que entré en el laboratorio para hacerme la mastografía, digo, la mamografía?

Apenas puedo dominar mi desconcierto, pienso en la muerte, es una muerte nocturna, oscura, sigilosa, disfrazada. La inquietud vuelve a apoderarse de mí con fuerzas renovadas, las emociones acumuladas en ese breve intervalo, el de mi llegada al laboratorio, la lectura intermitente de la novela, la cursilería y eficacia de la enfermera, la toma de las placas. De pronto la angustia se mitiga si puedo expresarla con palabras, aunque sean putas, aunque chillen, mejor que chillen. Me calmo, reflexiono, conjugo la palabra. ¿Qué es un pecho? Un órgano anatómico en sí mismo o una idea que existe sobre todo dentro de la mente. El pecho, dicen los psicoanalistas es objeto de deseos orales, impulsos, fantasías y ansiedades. La palabra pecho atrae de inmediato la imagen de la madre, el seno materno abarca el vientre entero y la región del cuerpo llamada pecho es una imagen anatómica, biológica, también simbólica, ¿no decía Freud o alguno de sus acólitos que el niño divide la imagen del pecho en dos y en sus fantasías uno es el pecho bueno, perfecto, amable, satisfactorio; el otro es el mal pecho, odioso y rechazante?, ¿como este pecho que ya nada tiene que ver con la maternidad?, ¿un mal pecho, vulnerable a la enfermedad, privado de erotismo y de vitalidad?, ¿un pecho preñado solamente de muerte?

El pecho, simple estructura anatómica que produce leche en las mujeres, siguiendo los mismos procesos fisiológicos de todos los mamíferos con glándulas mamarias. Los pechos se desarrollan más en los humanos, aunque funcionan de la misma manera en cualquier especie de mamífero; la glándula mamaria es rudimentaria y no funciona, como regla general, entre los machos, aunque excepcionalmente pueda darse el caso de que algunos pechos masculinos hayan cumplido las mismas funciones que los pechos femeninos. ¿Podrán dar de mamar los travestis operados? Respiro hondo, trato de rechazar esta idea insaciable que da vuelta sobre sí misma y se alimenta de imáge-nes morbosas. En los humanos –más bien en las humanas– los dos pechos están colocados en la parte delantera del cuerpo, esa parte que va de la cintura para arriba, o al revés, esa parte del cuerpo que se extiende desde el cuello hasta el vientre, donde además de los pechos, situados en clara prominencia si se trata de una hembra, se alojan también, allá dentro, el corazón y los pulmones. Las vacas y las perras tienen las glándulas mamarias en el vientre, entre las patas; la ubre de las vacas está provista de tetillas y las perras tienen dos hileras de pezones. A veces a algunas mujeres –y hasta a algunos hombres– les pueden ¿brotar?, ¿salir?, ¿crecer?, glándulas mamarias suplementarias. Me imagino de inmediato con el pecho cubierto de teti-llas, como una esfinge de piedra, de esas que se colocan en hileras en algunos de los parques o las escalinatas de los palacios. ¿No sería mejor que de los pechos brotase agua y no leche como en las estatuas femeninas de las fuentes? Con todo, es obvio que es mejor amamantar a los recién nacidos, ¿no se asegura que los niños a quienes sus madres destetan muy temprano tienen, además de problemas físicos, problemas psicológicos?

Las palabras restallan, silban, chillan, me ahogan, quedan atoradas en la garganta. Me operarán y extirparán el tumor y quizá también el pecho, entonces seré anormal, un monstruo, una hembra diferente, parecida a Polifemo con un solo ojo en medio de la frente: mi torso exhibirá su triste pecho, solitario, asimétrico... La enfermera reaparece con el uniforme bien almidonado, los cabellos en su lugar, el mismo gesto cortés, frío y eficiente, mis desvaríos se detienen en seco.

–Ya puede usted vestirse, chulita. El doctor piensa que no hay que volverla a molestar, las placas salieron bien, sólo falta analizarlas y mañana por la mañana puede usted venir a recogerlas. O si prefiere, mi vida, podemos mandárselas a su médico directamente y usted le llama por teléfono para que él le explique lo que tiene.

Siento como un latigazo la burla anticipada que sus palabras descargan sobre mí, entro al compartimento donde había dejado mi ropa, empiezo a vestirme lentamente, la blusa, los collares, los aretes, me miro en el espejo, paso el bilé sobre mis labios, observo mis ojeras y la expresión ansiosa de mis ojos. Tomo mi bolsa, saco de ella los anteojos que velarán mi mirada y el reflejo del sol que cae a plomo. Salgo, por fin, apresurada, del laboratorio. Queda la rabia.

Las palabras chillan, atoradas en mi garganta, no alcanzo a pronunciar sonido. Trato de darles vuelta, las azoto, les doy azúcar en la boca, las llamo putas, las cojo del rabo, las seco, las capo, las piso, las tuerzo, desplumo, destripo, arrastro, trago. Anda, putilla del rubor helado, anda, ven, vámonos al diablo.

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Fragmento de una novela escrita bajo los auspicios de la Fundación Guggenheim.

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Margo Glantz, "Palabras para una fábula", Fractal n°12, enero-abril, 1999, año 3, volumen IV, pp. 37-55.