ANTONIO TENORIO MUÑOZ COTA

Ondaatje, el cuerpo, la memoria

 

"Caí en el desierto envuelto en llamas". "¿Quién
eres?" "No lo sé. No dejas de preguntármelo",
responde él. "Dijiste que eras inglés", le dice ella.

El paciente inglés, pp. 12-13 *

 

 

Michael Ondaatje, cuyo origen, en parte, es holandés, nació en Sri Lanka. Luego estudió en Londres y desde hace más de 20 años radica en Toronto, Canadá, donde escribió en 1992 la novela The English Patient. Recientemente, la homónima versión fílmica lo ha lanzado a la fama mundial. No deja de ser paradójico que uno de los autores que mayor atención reciben hoy como parte de la narrativa canadiense sea, precisamente, un canadiense que no lo es del todo; aunque tampoco, está claro, se entenderían cabalmente sus preocupaciones y ocupaciones narrativas si no lo fuera del todo.

La narrativa que Ondaatje propone en textos previos como Running in the Family o la novela que antecedió al Paciente inglés, In the Skin of a Lion, en la que presenta a personajes que luego reaparecerán, había ya, desde algún tiempo atrás, ocupado el interés de parte de la crítica. Esto se explica porque su literatura se sitúa en el cruce de renovadas estrategias narrativas, originales ubicamientos del lector y un horizonte de codificaciones culturales en el que están presentes preocupaciones acerca de procesos como la disolución de las identidades nacionales, la relación entre el centro y la periferia, el yo y el Otro, la voz de los sin voz, el descentramiento, etcétera.

En este ensayo me interesa resaltar la relación entre lo que se cuenta, cómo se cuenta y la refiguración de este proceso ficticio a partir de la problematización de la escritura, la lectura, la memoria y el cuerpo como una geografía en la que el yo y el Otro se entreveran, se constituyen y reconstituyen sobre un plano dinámico y multidireccional en el tiempo.

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Ícaro prometeico, un hombre cae en el desierto envuelto en llamas. Desfigurado, o, para usar el término del que se vale Ondaatje, defacement, este hombre, piloto, explorador, cartógrafo, va a dar a las ruinas de un hospital en el norte de Italia, donde será atendido por una enfermera. Son los últimos meses de la segunda guerra mundial.

Entercados en no abandonar la vieja casona, ex covento de San Girolamo, habilitada como refugio hospitalario, el paciente y la enfermera se quedan solos. Para entretenerse ella lee, él escucha.

Poco a poco, él intentará contar su historia, leer en el pozo de sus recuerdos. Llegarán, al pasar el tiempo y las hojas, otros dos personajes: Caravaggio, ladrón mutilado y conexión con In the Skin of a Lion, y Kim, un sij especialista en la desactivación de bombas. Los cuatro formarán un mosaico en el que el único que no tiene nombre es el inglés.

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Él, sin nombre, recuerda, reflexiona y dice:

 

Cuando jóvenes, no nos miramos en los espejos. Lo hacemos cuando somos viejos y nos preocupa nuestro nombre, nuestra leyenda, lo que nuestras vidas significarán en el futuro. Nos envanecemos con nuestro nombre, con el derecho a afirmar que nuestros ojos fueron los primeros en ver determinado panorama... Al envejecer es cuando Narciso desea una imagen esculpida de sí mismo [Ondaatje, 143].

Ella, la enfermera, escucha y calla, pero tiene nombre: Hana. "Hana se inclinó hacia adelante, al sentir su desvarío, y lo contempló sin decir palabra" (142).

 

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Incógnito, asumiendo en activo o pasivo el desciframiento negado de su procedencia, un texto sin firma, podemos convenir, se torna en un rostro sin nombre. Mas, y he aquí el mecanismo que aseguró a los textos míticos su eficacia en cuanto interlocutores entre los dioses y los hombres, ese rostro incógnito es todos los rostros. Al despojarse de sí, se apropia de un carácter universal que lo trasciende.

De sobra se sabe que el vuelco que significa la aparición de la firma del autor, sobrevino en la historia cultural de occidente al arribo del Renacimiento. El autor, al darse nombre, firma, no sólo vinculó su propio nombre-rostro al texto de modo imperecedero, sino además se erigió en referente reconocido y ubicable para el lector. Éste, sin abandonar su papel de escucha incógnito se incorpora a un proceso de reconocimiento en el que, a la luz del nombre que signa el texto, buscará las pistas de su propia existencia. Como afirma Ilán Semo al analizar este proceso: "El nombre del que habla y escribe se volvió la máscara de la razón" ("Historia y alteridad", Fractal, núm. 5, p. 141). A su vez, el nombre del que escucha y lee, al vincularse al rol de ser representado, se volvió la máscara del silencio.

Ese nombre, el de quien habla y escribe, se mira a sí mismo bajo el arco de una responsabilidad y una certeza. La primera consiste en asumir que se escribe para el Otro y frente al Otro. Lo que también se ha llamado el síndrome de los escritores de la Ilustración: "el que habla y escribe por el otro, en nombre del otro y que asume (y se apropia de) su representación en el mundo de lo pensado" (144-145). En una dirección concurrente se piensa que no nada más se debe apropiarse, representar al Otro, sino que esto es posible. Esta es la certeza.

En esta nueva organización del imaginario, el libro pasa de ser la puesta en signo y símbolo de la revelación, a constituir una suerte de espejo de agua, de reflejo del reflejo, en el que el lector acaricia un doble espejismo: el de él mismo y el que contiene lo que ha quedado, en forma de vapor suspendido, halo de autoridad, del autor. El lector repta, se escabulle entre los claroscuros de este limbo brumoso, y piensa, se piensa, elabora, observa y ordena el mundo a través de los objetos previamente pensados, observados y ordenados por otro: el autor(idad).

Si el texto sin firma es el rostro sin nombre, qué nos queda pensar: ¿que, acaso, el rostro sin nombre sería, por equivalencia, el rostro que es todos los rostros, el texto que es todos los textos?

 

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El paciente inglés está configurada de tal modo que los personajes continuamente se hallan frente al imperativo de (re)constituir su identidad a partir de ese momento en el que "la única forma de sobrevivir es escarbarlo todo" (Ondaatje, 47) de "buscar entre las formas desaparecidas" (44) de un pasado casi imaginario que contempla su propia lejanía, al final de una guerra, cuando "apenas si quedaba un mundo a su alrededor y se veían obligados a ensimismarse" (44).

Como si todo lo que quedase fuera una grieta en la arena por la cual se asoman a su pasado, los personajes trazan sus propios mapas sobre la piel de la memoria, del mismo modo que los caminantes beduinos del desierto marcaban sus rutas. Mas, en el desierto, se advierte, es fácil perder el sentido de la orientación.

Ondaatje, él mismo trashumante, revela en el desierto la alegoría de lo distante y lo disperso. Por contraste, se alza la relación privilegiada que Occidente ha tenido y tiene con el bosque. Dice Deleuze (Rizoma: Introducción, México, 1978) al explicar su idea acerca de esa "otra manera de leer" que es el rizoma:

 

Es curioso cómo el árbol ha dominado la realidad occidental y todo el pensamiento occidental, de la botánica a la anatomía, pero también la ontología... y toda la filosofía: el fundamento-raíz, Grund, roots, foundations. Occidente tiene una relación privilegiada con el bosque y con la tala; los campos conquistados al bosque se pueblan de cereales, objeto de una cultura de razas de tipo arborescente... Oriente presenta otro rostro: la relación con la estepa y el jardín (en otros casos, el desierto y el oasis) más bien que con el bosque y el campo; una cultura de tubérculos que proceden por fragmentación de los propios individuos... [29-30].

Los personajes de Ondaatje son egos imaginarios de caligrafías pequeñas y retorcidas, de rostro desfigurados (el paciente), de cuerpos mutilados, exiliados del mundo legal (Caravaggio) o exiliados del mundo de las órdenes (Hana), de piel carmelita, origen sij y profesión desactivador de bombas (Kim), de moretones como huellas de pasiones, infidelidades y culpas (Katherine), ingleses suicidas, lectores de Ana Karenina (Madox), maridos cornudos, espías de los británicos (Clifton), y un húngaro cartógrafo, erudito de la cultura del desierto, y cuya identificación se logra gracias al ladrón y espía Caravaggio y a las pláticas que sobre explosivos y armas tiene con Kim, el sij, el más diferente entre los diferentes. Su nombre, Almásy, da rostro al paciente.

 

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La interacción entre el mundo escrito y el mundo no escrito, entre el mundo del que escribe y el que lee en El paciente inglés, queda subvertida por una desfiguración. Al descentrar el cuerpo, al privarlo del rostro-centro, Ondaatje pone el acento en el cuerpo humano como la significación de una condición cultural particular.

El cuerpo quemado del piloto es la alegoría de un mapa, chamuscado e intransitable, en el que lo único que queda es un archipiélago de pequeños trozos y trazos que deben ser conectados, reordenados mediante una operación memorística simultánea: la del paciente y la de Hana.

Ambas memorias intentan reconstituir "el espacio entre" en este mundo lleno de islas en el que se ha convertido el cuerpo del inglés. Una errancia en la que uno y otra van reconstituyendo su propia identidad a través de la imaginación del Otro.

Esta "continua de identificación", para utilizar un término de Homi Bhabha ("Unpacking my library... again", en The Postcolonial Question, Nueva York, 1996, p. 203), puede ser resumida en el poema de Adrienne Rich al que el mismo Bhabha ha dedicado un ensayo:

You cannot live on me alone
you cannot live without me...
I can’t be restored or framed
I can’t be still I’m here
in your mirror pressed leg to leg beside you
intrusive inapropiate bitter flashing [202].

Amargo sabor el del cuerpo renegrido del paciente, es la constatación de una memoria diaspórica que halla en el desierto una textura de móvil infinitud que nos sitúa en la alegoría de una hoja en blanco. Un territorio a la espera de ser "descubierto". Un espacio entre, una hoja intermediaria, para articular la escritura y la lectura de la historia que siempre ocurre por vez primera.

Porque nada, a final de cuentas, puede ser reparado, restaurado, rehecho del todo: I can’t be restored or framed. No puedo ser restaurado. Nada puede ser repegado y todo está condenado, de antemano, a ese destino. Son los pedazos de una taza que se ha roto. Al repararse, las líneas de pegamento, esas marcas que quedarán entre un trozo y otro, surgirán como la frontera que une y separa a la taza del pasado y la taza reparada del presente, como la invocación del accidente.

Homi Bhabha propone una segunda lectura en la que se incorpora parte de un verso anterior, para subrayar el poema de Rich desde la voz de la memoria:

Memory speaks:
You cannot live on me alone
you cannot live without me...
I can’t be restored or framed
I can’t be still I’m here
in your mirror pressed leg to leg beside you
intrusive inapropiate bitter flashing

Cuando la memoria habla aquí, dice Bhabha, lo importante de lo que hay no es la idea de un yo de diversidad ilimitada, sino un yo que ocupa un espacio de ambivalencia (205).

Esa búsqueda se despliega sobre una intensidad en la que la identidad se va construyendo y corrigiendo. Dibujando un croquis en la memoria se busca al extraño, al Otro, para descubrir el reflejo de nuestra elección, de nuestra ambigua condición de existencia. Ese es el sitio donde ocurre lo que Laura di Michele ("Identity and alterity in J. M. Coetzee’s Foe", en The Postcolonial Question..., op. cit., p. 158) llama la "conquista de la identidad de la diferencia. Es el lugar donde la pugna entre el yo y el Otro se enciende".** Se traza sobre una espejo oscuro sobre el cual se escribe y se lee, se lee y se escribe. Un espejo oscuro, una piel renegrida, que es una metáfora abierta: ligthness or ligthing, levedad, ligereza; relámpago, deslumbramiento.

Un hombre que cae envuelto en llamas en medio de una hoja en blanco, la irrupción violenta sobre la tersura abandonada del desierto: cae, tan leve como una pluma que destella, un trozo de metal incandescente, como la cabina de un avión, como la punta de oro de una pluma fuente; el hombre cae del cielo y se torna un relámpago humano, un deslumbramiento.

 

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Por la noche, nunca estaba lo bastante cansado para dormir. Ella le leía pasajes de cualquier libro que encontrara en la biblioteca del piso inferior. La vela parpadeaba en la página y en el rostro de la joven enfermera y apenas dejaba ver los árboles y el panorama que decoraba las paredes (Ondaatje, 13).

Ondaatje coloca su novela como una historia para ser escrita y contada en un libro que (también) trata sobre libros. La casona ha resguardado una biblioteca de la que Hana va sacando libros al azar. No hay un propósito de acumulación de conocimiento alguno, simplemente los toma y algunos los lee a solas, otros con el paciente, y otros más le sirven para reponer peldaños que la escalera ha perdido.

Así, se despliega una estrategia narrativa en la que, por supuesto, se marcan conexiones e intertextualidades, pero además, que es eso lo que interesa a las ideas que venimos siguiendo, el libro ocupa su sitio como imagen del orden de las cosas que pueblan el mundo. No sólo como receptáculo del proceso escritura-lectura, acercamiento-distanciamiento, no sólo como objeto cultural que se configura de acuerdo con un pretexto, sino, fundamentalmente, como la postulación de una figura del mundo en el que la noción de discontinuidad y fragmentación del orden ocupan un centro que no termina de serlo en el sentido convencional del término.

Por medio de la intervención del componente azaroso, se redefine la idea del mundo que subyace en la novela a partir de subvertir tanto el proceso de escritura como el de lectura. Al llegar a San Girolamo, al paciente lo acompaña un libro. Es Herodoto. Durante sus trayectos en el desierto, entre las páginas del libro, el paciente fue intercalando pedazos de mapas, dibujos, pensamientos y anotaciones cada vez que comprobaba un hecho que el texto narra y que a él le había parecido una mentira .

Por otro lado, en algún momento de la historia, Katherine, quien luego será la amante del inglés, lee, al calor de una fogata, y sólo para pasar el tiempo en una noche en el desierto, un pasaje, uno de los más conocidos, del libro de las Historias de Herodoto. Ella, mucho antes del romance, elige leer el pasaje en el que se cuenta cómo Giges, instigado por Candaulo, el rey, posa sus ojos sobre la desnudez de la hermosa reina; luego es descubierto por ella, quien lo coloca en la disyuntiva de matar al monarca o morir. Giges mata a Candaulo y se queda con la reina y el reino por muchos años.

La lectura como escritura imaginaria del futuro, como premonición del pasado. No es, como lo dicta la ordenación dicotómica del mundo, la tensión entre el pasado y el presente o entre el presente y el futuro lo que determina la naturaleza de los hechos, sino una permanente imbricación en la que predomina una estructura de continuidad y ruptura, reconstitución y fragmentación, causalidad y casualidad, memoria y deseo, fundidos, confundidos.

En la idea de Ondaatje, la relación que se establece entre el lector y el texto se instala sobre una línea en la que, paradójicamente, es la linealidad convencional del tiempo la que queda abolida, y emerge una imbricación temporal en la cual el pasado corrige al presente tanto como éste reemplaza a aquél. Es el presente el que modifica el pasado, el que lo sanciona. Hay una ficción de la anterioridad y una adivinación del presente en el futuro.

Mas, cuando Katherine muere y él no puede salvarse, siguiendo la ruta que Derrida propone al relacionar la memoria y el duelo, el paciente pareciera reconocer (es un decir) que, como la propia novela postula: la muerte significa estar en tercera persona, y no tiene más que

 

esa otra alegoría, incluyendo todas las figuras de muerte con que poblamos el "presente", las cuales inscribimos (entre nosotros, los supervivientes) en cada huella (también llamadas "supervivencias"): esas figuras tendientes hacia el futuro a través de un presente fabulado, figuras que inscribimos porque pueden sobrevivirnos, más allá del presente de su inscripción: signos, palabras, nombres, letras, todo este texto cuyo valor de herencia, tal como lo conocemos "en el presente", prueba su suerte y avanza, de antemano "en memoria de..." [Derrida, J., Memorias para Paul de man, Barcelona, 1989.]

Instalado en el punto de mira que significa esa tercera persona, al recontar desde la memoria, su memoria, su otro cuerpo, también necesitado de ser (re)constituido, al paciente se le revela una senda en la que el primer paso suele ser el azar. Herodoto, reza la cita, expone su historia para "que el tiempo no desdibuje las creaciones de los hombres..." (Ondaatje, 230). La memoria del paciente, sin embargo, trazadora de mapas, necesita desdibujar sobre la arena para volver a dibujar el dibujo desdibujado, sólo que ahora, en la sobrevivencia del pasado, sólo puede hacerlo desde el deseo.

Este deseo, promesa de la evocación de un nombre que sobrevivirá al "nosotros" disuelto por la muerte, alegoría de su no muerte al lado de Katherine, confirma su elección de nómada, de contador de historias apócrifas, de tripulante de un viaje en el que, se nos explica, "sólo al deseo se debía que la historia errara, vacilase como la aguja sin brújula... Una mente viajando por el Este y el Oeste disfrazada de tormenta de arena" (237).

En medio de ese trayecto frenético sobre la pista de un tiempo desdibujado, el paciente, desesperado buscador de lo que del otro queda en sí, de lo que de sí queda en la muerte del otro, ofrece: "Dadme un mapa y te construiré una ciudad", de la misma manera que alguna vez Fausto suplicara a Mefistófeles: "Dadme tan sólo un nombre y te contaré mil historias".

 

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Cuerpos insomnes, trozos de piel llevados por el aire del desierto, las historias van entretejiéndose, pero no en un diagrama vertical del cual es posible desprender la rama superior y la raíz. La comprensión del pasado re(con)figurado a través de la escritura-lectura, tanto del lector empírico como de los mismos personajes, se perfila como esos garabatos que siempre aparecían en las bombas que Kim debía desactivar.

Kim, el lector-descifrador-adivinador, especialista en desactivar explosivos, el sij que se enrollaba el turbante "afuera, en su jardín, al tiempo que contemplaba el musgo sobre los árboles" (p. 211; el subrayado es mío), el que no tenía espejo, es también el que puede leer entre el laberinto de cables que corren y se conectan bajo la tierra.

Como esta multiplicidad de cables de colores camuflados, trastocado su código de reconocimiento, irreconocibles, los personajes de El paciente inglés pueblan un mapa en el que se conectan las historias de lo propio con la del Otro en un punto cualquiera en trazos que no remiten, necesariamente, a un crecimiento arbóreo del relato.

Sus voces se expanden, conquistan y (re)constituyen su pasado y el del Otro sobre un plano siempre modificable de temporalidad. De allí que la novela se interrumpa en el imaginario abrazo de Hana y Kim, muchos años después de su encuentro en San Girolamo. Él es médico y vive en la India, ella ha regresado a Canadá. Una tarde, retornan "por el aire" hasta la colina italiana: la simultaneidad del recuerdo mutuo, al evocar al Otro reconstituye al yo.

Las historias que cuenta Ondaatje se desmontan sobre sí mismas, se modifican, se corrigen continuamente en un juego de entradas y salidas múltiples. Como la morfina que solía correr por el cuerpo del paciente y que implosionaba "el tiempo y la geografía del mismo modo que un mapa comprime el mundo en una hoja de papel de dos dimensiones" (159).

El mundo desplegado por el texto se torna la escritura de lo que del Otro ha quedado en el yo que se reconoce en el nosotros. Una escritura que, sin embargo, apenas sucede en su paso raudo, se marcha como hace un soldado extranjero, luego de colocar una bomba: barriendo tras de sí sus huellas con ayuda de una rama. ¿Qué nos queda de la huella sin forma que el pie del hombre marca en la arena del desierto?

Aun más, qué queda cuando el presente irrumpe con estruendo en forma de amor y todo lo anterior queda destruido, desmembrado porque ahora se ve desde una nueva perspectiva. Porque la novela de Ondaatje, a final de cuentas, lo que narra es una y todas las historias de amor.

Escribe el paciente en su diario: "Una historia de amor no versa sobre aquellos cuyos corazones se extravían, sino sobre quienes tropiezan con ese hosco personaje interior y comprenden que el cuerpo no puede engañar a nadie ni nada: ni la sabiduría del sueño ni el hábito de la cortesía. Es un consumirse de uno mismo y del pasado". Escribe Almásy, el paciente, el nómada. Escribe sobre la arena del desierto, entre divagaciones y navegaciones, como un deseo en un sueño, el pliegue en la esquina de papel de un libro; escribe sobre la arena y, juntando las piezas de un espejismo, traza un mapa-placenta; mas pronto se cerciora de que "el desierto no [puede] reclamarse ni poseerse: [es] un trozo de tela arrastrado por los vientos" (Ondaatje, 140).

Quedarán, entonces, sólo las palabras, "porque así son las palabras... tienen poder" (224), se erigen como una grieta cicatriz por la que asoma un mundo, como la marca de una segunda piel que sobrevive a la primera. Dentro de ellas, un nombre inscrito en la sobrevivencia de una piedra blanca que, como una novela, "es un espejo que se pasea por un camino" (93).

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* Todas las citas de El paciente inglés están tomadas de la traducción de Carlos Manzano, Barcelona, 1995.

** El artículo de Di Michele propone una lectura desde la perspectiva de la identidad y la alteridad a una de las novelas más significativas para el estudio de lo postcolonial: Foe, del escritor sudafricano J. M. Coetzee.

 

 

Antonio Tenorio Muñoz Cota, "Ondaatje, el cuerpo, la memoria", Fractal n°10, julio-septirmbre, 1998, año 3, volumen III, pp. 75-88.