Francisco Segovia

Los engranes y su ruido

 













Para Mariana E.

 

Los engranes del cielo

 

El año solar puede representarse como una rueda dentada: los 365 días son 365 dientes. A esta rueda podemos engranar otras que tengan un tamaño diferente, más o menos dientes, y que cumplan una vuelta sobre sí mismas en un tiempo mayor o menor de 365 días. El ciclo de la Luna, por ejemplo, se cumple un poco más de trece veces en el mismo tiempo que le toma al sol dar una vuelta completa. ¿Cada cuánto vuelven a coincidir exactamente? Si a este par de engranes agregamos otro, por ejemplo el ciclo de Venus, la coincidencia (la conjunción) de los tres se alejará en el tiempo, pero el sistema asegura que se cumplirá fatalmente: la enorme maquinaria del universo volverá siempre al mismo punto, como vuelven siempre a dar la misma hora las manecillas del reloj. La asociación de estas dos figuras (el universo y el reloj) no es, propiamente hablando, una metáfora. El reloj de engranes es una reproducción a escala del universo y, en última instancia, es universo él mismo: también él mide el tiempo ?como quiere la definición clásica- relacionando el espacio con el movimiento y, sobre todo, también él vuelve siempre al punto de partida y repite una vez más el mismo exacto proceso.

A pesar de la educación científica moderna, los hombres seguimos experimentando la medida del tiempo como un ciclo cada vez que miramos al firmamento y cada vez que miramos la carátula de un reloj. Y, a decir verdad, hasta aquí los conceptos de unidad de tiempo y de ciclo no se distinguen en la astrología y en la astronomía. Ni siquiera el famoso tiempo lineal judeo-cristiano contradice las medidas circulares fundamentales: año, mes día? Esto quiere decir que la manera de medir el tiempo es la misma en todos los casos, aunque la ?valoración? del tiempo no lo sea. Aún el tiempo que no vuelve se mide con unidades que se repiten siempre iguales lo cual no plantea, en principio, una pregunta sobre la naturaleza del tiempo sino sobre la naturaleza de la unidad de medida.

La diferencia entre astrología y astronomía no reside en la manera en que miden el tiempo sino en que la primera hace valoraciones que la segunda no puede hacer. Digamos, por ejemplo, que la astrología funda una caracterología o, en otros términos, una ?adivinación?: da valores y jerarquía a las diversas posiciones, conjunciones, etc.; da fechas a las fiestas (que celebran su fecha) y ordena una simbología de los astros, los elementos, etcétera. En resumidas cuentas, define lo que es pertinente para sus estudios y desecha el resto, reduciendo así el número de engranes que entran en juego significativamente. La astronomía no puede hacer discriminaciones de este tipo, desde luego, porque para ella los astros no son valores sino entidades neutras. Por eso tampoco puede leer nada significativo en el universo.

Una vez que la astrología define sus elementos y las reglas en que entran en juego, el resto (la caracterología, la ?adivinación?) es combinatoria pura. El horóscopo de una persona se hace averiguando la configuración de los valores astrales del día de su nacimiento (como hoy) o el día de su concepción (como en la antigua China y, probablemente, también en Babilonia). Dada la complejidad del firmamento, estos cálculos pueden ser arduos y llevarse muchísimas horas, pero una vez más el sistema asegura que la configuración hallada no sólo es posible sino que existe siempre. Es una evidencia, tan segura como que no hay una hora que no dé un reloj. Y, más que eso, el sistema da por hecho que el resultado (la configuración, el horóscopo) se repetirá en el futuro y se repetirá? en el pasado. Esta concepción cíclica del tiempo propone, como decía Aristóteles (como dirá Aristóteles), que los hombres de hoy somos precursores de los soldados que combatirán en Troya. Pero también propone la posibilidad de la ?adivinación?.

Lo engorroso del mecanismo de relojería bajo cuya forma las técnicas de adivinación conciben el universo, es que no puede presentarnos una configuración futura (o pretérita) sin pasar antes por todas las configuraciones que la separan del presente (es decir: si nuestro reloj se detiene a las seis, y queremos echarlo a andar de nueva cuenta a las doce, tendremos que hacer pasar las manecillas por las siete, las ocho, las nueve? y así hasta las doce, sin saltarnos ni un sólo segundo). Para deshacernos de este fastidio bastaría con sustituir el principio secuencial de la maquinaria por otro principio, esta vez no secuencial. Podríamos cambiar nuestro método de movimiento sin cambiar nuestra concepción general del sistema. Transformamos ese método: si conservamos los valores y aún las ?casas? de la astrología, pero no damos importancia a la secuencia que los hace aparecer, cualquier configuración que logremos formular nos mostrará una combinación que ha ocurrido y ocurrirá. Podríamos, por ejemplo, separar las manecillas de un reloj y arrojarlas sobre su carátula de tal modo que señalaran una hora sin haber tocado ningún momento anterior ni posterior. La figura que así obtenemos se nos presenta instantáneamente y sin mediaciones, lo cual significa que se sostiene en sí misma porque aquello que la precede en el proceso no es distinguible de aquello que la sucede. Ella es motivo y consecuencia de todas las demás figuras. Podríamos también pasar los símbolos de los dientes engranados a cartas y combinarlas al azar. Si las echamos luego sobre una mesa y respetemos el valor de las relaciones que establecen según su posición (que puede o no reproducir la figura original de los engranes) obtenemos una figura significante: podemos leer su configuración, seguros de que su orden, como el de las estrellas, ha ocurrido y volverá a ocurrir fatalmente. Esta suerte de Tarot sólo se distingue del método astrológico porque constituye el principio de la secuencia por el principio del azar. La distinción sin embargo, no alcanza a quebrar la idea central: el tiempo de la adivinación no toma su valor del transcurso, de la precedencia, sino que se considera un valor en sí mismo, una cualidad indeleble en quien lo recibe. Digámoslo así: si en un museo de historia natural leemos que el caracol de la vitrina tiene una antigüedad de un millón de años, difícilmente comprenderemos ese dato (un millón de años) como una posición en el transcurso temporal del caracol; lo normal es considerarlo como una cualidad entre las otras: a ese caracol le pertenecen sus años (los tiene , después de todo) exactamente de la misma manera en que le pertenecen su color, su tamaño, etcétera.

Para la concepción cíclica, el tiempo no sólo no es un mero transcurso sino que se convierte en una cualidad definitiva: es un destino o un carácter. Un hombre recibe sus características de la configuración que preside el momento más importante de su vida ?o, en su caso, el momento de la consulta. Lo que relaciona a ese hombre en particular con esa configuración es el tiempo. Pero es claro que ese tiempo, considerado como una relación, se ha detenido: es un momento y, sin embargo, está presente siempre en el transcurso temporal; es, para el que lo lleva en su persona, una manera peculiar de habitar el transcurso, una forma de concebir su sentido, un carácter duro como una piedra que la corriente no disuelve, una pepita de oro que lo identifica porque lo hace verosímil, imaginable, recordable. En palabras de Czeslaw Milosz: ?La imaginación declara la guerra al movimiento en nombre del momento, y todo lo que aparece a plena luz es un instante arrancado, por así decir, a las fauces del movimiento, para probar así que el momento más breve no queda abolido y que no somos embaucados por una memoria nihilizante. Otra memoria, pues, más vivificadora, enlazada con la imaginación, merecería ese título de Madre de las Musas?.

En contra posición a esto último, la concepción lineal del tiempo sólo puede concebir un instante fijo si supone que el tiempo se ha detenido por completo y para siempre. Decir que a alguien le ha llegado su momento suele significar que ha muerto. Y sólo cuando esto ocurre se puede mirar de un sólo golpe toda la vida de un hombre y reconocer en ella un destino: es el desenlace final lo que lo revela, es la muerte la que completa su sentido. El pensamiento adivinatorio, en cambio, concibe el momento, el tiempo no discursivo, como una relación presente en el mundo, no como una relación concluida. El tiempo cíclico asegura que el destino de un hombre es lo que ese hombre es (su carácter, en este sentido) mientras que el tiempo lineal asegura que el destino es lo que ese hombre fue en un transcurso clausurado, con lo cual distingue los conceptos de carácter y destino. El primero lee el sentido en lo que tiene delante de los ojos en el momento presente; el segundo debe esperar la revelación de ese sentido en el extremo final, en la hora de la hora. Es tal vez en razón de esto mismo que para Occidente cualquier juicio es juicio final, definitivo, y acaso en eso mismo pensaba Kafka cuando se burlaba: ?Sólo nuestro concepto del tiempo hace posible que hablemos del día del Juicio Final dándole ese nombre; en realidad se trata de un juicio sumario en sesión perpetua?.

Los augurios archivados

Hay adivinaciones, sin embargo, que a primera vista no parecen valerse de una técnica combinatoria. Por ejemplo, leer augurios en las entrañas de los animales, en la configuración de las nubes, en el vuelo de los pájaros, etcétera. Pero, ¿leer? No se podría leer nada en el vuelo de los pájaros si ese vuelo no fuera una escritura; es decir si no tuviera un código (un alfabeto, una ortografía) que interpretara el mensaje.

Los babilonios, que representaban el rostro del terrible gigante Humbaba como las circunvoluciones de un intestino, descifraban ese alfabeto de la siguiente manera: ante un hecho significativo, digamos la muerte de un rey, abrían las entrañas de un animal y copiaban su disposición en un dibujo. Así quedaban relacionadas la forma de las entrañas y la muerte del rey. El dibujo se guardaba para el momento en que no se tratara ya de constatar un hecho sino de adivinarlo. Si otro rey, más tarde, quería saber cuál sería el resultado de las batallas emprendidas, se despanzurraba un animal y se asociaba la configuración de sus entrañas con el dibujo que más se le pareciera en el archivo. Si se parecía al dibujo hecho ante la muerte del primer rey, el dictamen era implacable: moriría en la batalla.

Como se ve, aún en este caso (como en la astrología, el Tarot y el I Ching) la interpretación depende de una conjugación. La figura de las entrañas, (como el astro, la carta, el hexagrama) se asocia a una situación, a un símbolo, a un valor u otra figura?

Es por eso que podemos decir que toda adivinación se base en una conjunción, en una coincidencia. Dicho en los términos de C. G. Jung, se basa en una sincronicidad, en la simultaneidad significativa de dos valores que han quedado asociados de una vez y para siempre. De esta manera, la posición de un hombre en el universo (su carácter o su destino) sólo puede definirse, igual que las figuras en los ejes cartesianos, mediante un sistema de dos (o más) coordenadas. Este principio es, desde luego, mucho más amplio que lo que hemos dicho hasta aquí y no se limita a los sistemas de dos coordenadas. En un sentido general, toda definición cobra sentido en las relaciones que hace intervenir para formularse, incluidas la definición de una palabra y la de un destino. No es eso lo que hace especial el caso de las técnicas adivinatorias. Lo interesante de ellas es cómo establecen esas relaciones y cómo, en el fondo, esas mismas relaciones no parecen ser diferentes en dos casos usualmente bien diferenciados: el pensamiento adivinatorio y el pensamiento mítico.

Adivinación y mito

(La infancia como oráculo)

Para Pavese ?acaso uno de los escritores más profundamente obsesionados con la idea de destino-, también el valor del mito reside en el reconocimiento de dos momentos que no pueden disociarse: su valor es el mismo.

El acto que funda la Agricultura, por ejemplo, realizado por un dios en el principio de los tiempos ( in illo tempore, según la terminología de Eliade), es idéntico al que lleva a cabo un campesino cuando siembra la tierra hoy. Es la ?experiencia? de esa identidad la que da sentido al mito, anula la linealidad del tiempo y devuelve al acto mismo su verdadero valor, que es su valor primigenio. También en este caso el tiempo es más una cualidad que un transcurso, y sobre todo, es lo que da sentido a los actos que realmente importan.

Porque no todo se funda in illo tempore (hay que notar aquí que el término de Eliade dice ?en el tiempo?, y no fuera de él o en su principio; está en latín para mostrar que la diferencia no reside en una posición en la línea del tiempo sino en una valoración en la atmósfera del tiempo); no todo se funda según ese valor que hace indisociables (que hace sagrados) el acto del dios y el del que lo repite. La fundación de una ciudad, por ejemplo, se da en el tiempo, no in illo tempore, y por ello es obra de un héroe, no de un dios. En esta diferencia se ve ya cómo una valoración temporal establece una jerarquía en las cosas del mundo. Una ciudad es mortal, la agricultura no; una ciudad puede volver a fundarse, la agricultura no.

Pero Pavese no sólo escribió ensayos más o menos teóricos sobre esta concepción del tiempo (del mito, diría él) sino también cuantos, diálogos y poemas sobre la ?experiencia? a la que ella da lugar, lo que es ya verdaderamente excepcional, valoró su vida personal según esa concepción del mito y, por lo tanto, del destino. Hay quien mira en ello la tenebrosa razón que lo llevó al suicidio, o el lloriqueo sentimental y autocompasivo de la debilidad (que es lo que molesta a Canetti en el diario de Pavese, El oficio de vivir) , pero esa visión, moral o psicológica, no es pertinente en estas líneas y no la discutiremos en detalle. Lo que nos interesa es la similitud que parece haber entre las concepciones de la adivinación, tal como las hemos expuesto, y las ideas que Pavese (y hasta cierto punto Elaide) tiene del mito.

Ya hemos visto cómo las técnicas de la adivinación y el mito según Pavese basan su poder comunicativo (es decir: pueden leerse) en la sincronicidad, en la coincidencia de dos momentos que no relaciona el tiempo sino el sentido (el Tao de Lao Tse). Desde este punto de vista podríamos entender de qué manera el Tarot o el I Ching son máquinas de crear mitos ?mitos personales, es cierto, pero quizá eso es, lo que preocupa a Pavese y, como a él a un buen número de escritores modernos.

En un sentido general, Pavese procede como el Tarot: pone en relación un momento de su vida con una configuración primigenia o fatal. Donde el Tarot pone el momento de echar las cartas, Pavese pone una fecha (la del día en que escribe tal o cual página de su diario); donde el Tarot pone la configuración de las cartas, Pavese pone ?y ésta es la diferencia que algunos llaman sentimental- la infancia. Uno podría imaginárselo pensando de la infancia lo mismo que Saint John Perse: ?Si no la infancia, ¿qué había entonces allí que no hay ahora? / Llanurias, pendientes, allí había más orden?. Es ese orden lo que Pavese llama ?la indisoluble piedra del destino?, la configuración primigenia.

La infancia como oráculo, la infancia como destino. ¿No es ésta una de las mayores obsesiones de los escritores de este siglo? Supongo que la infancia debió esperar la aparición del pensamiento moderno (y con él el de la psicología y el psicoanálisis) antes de poder convertirse en mito. El valor que le daban los antiguos era, cuando mucho, el de la rememoración o el de la genealogía, pero no el del mito y el destino. Sin embargo, la posición moderna es ambigua, porque afirma a la vez dos cosas contradictorias. Por una parte de la infancia es el origen (el origen casual) de lo que somos; por la otra es el origen (el sentido) de lo que somos. La primera implica una concepción lineal del tiempo (un orden de causa-efecto) mientras que la segunda implica una concepción del tiempo como cualidad, como lugar donde ocurren al azar los momentos indisociables: la experiencia del mito, la sincronicidad de la adivinación.

Desde este punto de vista, no puede sorprendernos mucho que el mito de la infancia y la moda cultural que inclina a Occidente hacia las viejas técnicas de adivinación ocurran juntas: su coincidencia es significativa y puede verse, al sesgo (con el viejo Tarot y el moderno Pavese), como un destino.

Excurso de la ?Moda Cultural?

(una invención occidental)

Pero, ¿es necesario recurrir a las técnicas viejas y tradicionales para ?adivinar? (caracterizar) a una persona, un mundo, una cultura? El surrealismo, como antes el romanticismo, no parece haberlo pensado así. Podría decirse que asoció la recién descubierta voz del inconsciente con la antigua voz del cosmos y confió en que las verdades de la escritura automática valdrían en el siglo XX lo mismo que las verdades de los oráculos antiguos. Breton decía que Bataille era capaz de crear un mito. ¡Un mito! Aquí la inocencia de la voz poética es una inocencia primigenia, una inocencia infantil. El surrealismo, visto en esta faceta, es, como dice Paz, una ?búsqueda del comienzo?: el poeta, el artista como encarnación de la pureza incendiaria.

El mismo Freud tuvo tiempo de escandalizarse de este ?uso? del inconsciente. ¿No escribían los surrealistas sus poemas automáticos pensando que el inconsciente era la configuración primigenia que, reavivada en el poema, mostraría ?la indisoluble piedra? de una verdad de antes del tiempo? ¿Y no podrían asociarse esa piedra y el viejo-nuevo arquetipo de Platón-Jung? Tal vez por eso mismo se escandalizaba Freud. Acaso veía venir una versión ?adivinatoria? (o al menos ?tipológica?) del psicoanálisis y se sorprendía de haber contribuido a fundar el mito de la infancia oracular. Un mito que, sin embargo y por supuesto, toma su sentido en la experiencia que en él se expresa. Quiero decir que, aún cuando consideráramos al mito en su aceptación de engaño, la experiencia lo haría verdadero: se puede fingir el valor de una experiencia, pero no la experiencia misma. Denis de Rougemont sostiene que el amor-pasión es un mito ?inventado? en el siglo XI. Nosotros, que amamos según ese mito, ¿diremos que nuestro amor es falso? Es la experiencia del amor la que da valor al mito del amor y lo hace reconocible, no al revés. Es verdad que un mito puede oprimir la experiencia del amor, y entonces ?hay que reinventar el amor?, como quería Rimbaud, pero justamente re-inventarlo, no des-inventarlo, des-construirlo. Mitificar es poblar de fantasmas benignos o malignos al mundo, pero desmitificarlo es dejar sin expresión y sin forma de reconocimiento a toda experiencia del mundo o, como diría Ungaretti, al ?sentimiento del tiempo?.

La moda cultural que ahora inclina a Occidente hacia la adivinación, el esoterismo y las religiones orientales busca re-mitificar el mundo, re-valorarlo. Con qué tantas posibilidades de lograrlo y qué tanta ingenuidad no interesa aquí. La tendencia muestra que una persona entregada a las formas no occidentales del saber o la sabiduría quiere confiar en que algo o alguien le habla a él directamente y le muestra su sentido y el sentido de las cosas. Quiere escuchar la voz de un tercero (no la de un hombre hablando con otro) y acaso quiere que esa tercera persona también lo escuche. En un sentido, esta actitud muestra el fracaso del racionalismo de Occidente; en otro, muestra el fracaso de su arte.

La idea de la voz tercera no precisa de una religión para sostenerse y, de hecho, ha existido sin ella (el culto a los muertos y en la idea de los marcianos) y existe sin ella (en la noción de inspiración, por ejemplo).

Sin embargo, el arte no ha bastado para hacer de la experiencia que provoca ?y ni siquiera de la ?identificación? de una persona con un personaje- una voz lo suficientemente poderosa como para solicitar de su público la atención del fiel. Los museos y las bibliotecas, que alguna vez aspiraron a ser templos, son agencias de información para la mayoría de sus usuarios. Los teatros no se convirtieron en santuarios, como pedían Artaud y, a su manera, Genet. Lo moderno y más chic es el teatro que humildemente aspira a ser circo, espectáculo puro.

Esto ha sucedido, tal vez, porque la figura del artista se ha valorado aún a expensas de su propio arte. Como personas, Van Gogh o Rimbaud muestran a la cultura occidental un destino; sus obras no, o lo muestran a los especialistas. El público de hoy se interesa en la ?vida y obra? de un artista más que en su arte sólo. Así, se ponen de moda, sucesivamente, el diario de Pavese, el de Anaïs Nin, una novela autobiográfica de Margueritte Duras, la autobiografía de Canetti y ahora, supongo, el diario de Thomas Mann.

Esta tendencia muestra una preocupación: ¿existe alguna coincidencia significativa entre la vida y la obra de un artista? En resumen, ¿podemos leer una obra como un destino? ¿Podemos ?consultar? una obra literaria moderna de la misma manera en que consultamos esa vieja obra literaria que se llama I Ching ? Estas preguntas no sólo muestran una crisis de la escritura moderna sino también de la lectura: ¿cómo debemos leeros, Oh poetas?

El I Ching al menos tenía una ventaja: es un libro que en buena parte trata sobre cómo debe ser leído. Y su respuesta es como la que Rimbaud dio a su madre en una carta: ?primero literalmente? (siguiendo las reglas de formación de los hexagramas) ?y luego en todos los sentidos? (interpretando después, según cada quien, las líneas que le tocaron). La primera parte de la respuesta se refiere a aquello que no depende en absoluto de la persona que lee: el significado primero de las palabras o de los hexagramas. La segunda hace intervenir al lector como individuo y le permite vertirse él mismo, sin miramientos, en lo que lee. Pero sólo después de haber respetado cabalmente las reglas. Para que la lectura de una persona tenga sentido es preciso que ella se vierta en una forma reconocible, ya sea convencional, ya arbitraria.

La respuesta de Rimbaud es exacta: lee primero lo que está escrito y luego, si puedes o si quieres, lee tu destino, o lo que sea. Lo mismo dicen, a su manera, las técnicas de adivinación. Las coincidencias significativas, las sincronicidades, son el alimento de la poesía porque son una suerte de comunicación inexplicable. Un hombre moderno lee, en San Luis Potosí, un poema sumerio sobre el amor y dice: ?Sí, sí, así es la cosa?. Otro, en Alemania, mira pasar una libélula y repite: ?la libélula vaga de una vaga ilusión?. Un cuentista le lee a un amigo lo último que ha escrito y éste comenta: ?yo quisiera haber escrito esa frase que dice??. Esto significa, desde luego, que el tiempo lineal y sucesivo ha dejado de ser pertinente. Nuestro lector de San Luis Potosí podría decir que ama como un sumerio o como el primer hombre que amó en la tierra. Y, dándole todavía un jalón más a la misma idea, podría agregar que el amor es la configuración original de eso , de eso que le ocurre como una experiencia que antes no tenía nombre (o no tenía poema, o no tenía mito). Y si el mismo hombre viera nevar por primera vez, ¿no podría decir que ha visto nevar exactamente como vio nevar la primera persona que vio nevar? En efecto, y entonces habría un mito de la nieve. Y si viera llover, lo habría de la lluvia; y si viera el mar? Habría un mito para cada cosa. ¿Puede ser así? Creo que no: hay un mito de la ?primera vez? y una experiencia de ese mito. La relación entre ambas dice: la experiencia ocurre sólo una vez; cada vez que te ocurra será la primera vez que te ocurre. El mito es la forma en que se vierte tu experiencia del amor, de la nieve, de la lluvia, etcétera; al menos es la forma en que esa experiencia se hace reconocible, se comunica, se lee. Igual ocurre con los horóscopos. Si no fuera así, ¿cómo justificar que todos los tauros de México reciban al mismo pronóstico diario del Excélsior? Basta considerar que el tiempo no es dis-cursivo sino con-cursivo para valorar la experiencia de las casualidades significativas y leer en ellas nuestro nombre, nuestro destino o nuestro carácter. El mismo horóscopo que se dirige a todos los tauros dice una cosa distinta a cada uno de ellos: es una forma, una configuración que el lector reconoce o no como primigenia y que interpreta según su historia personal. En principio, toda forma, toda configuración está vacía y no tiene sentido, hasta que alguien decide que vale la pena llenarla. Y no se trata de una cuestión tan seria como la fe. La mayoría de las personas confesaría sólo hacerlo por juego. Pero, ¿no es esto suficiente? Llamarlo juego es una manera de ?interpretar? el mensaje. Para negarlo o disfrazarlo, es cierto, pero llevándolo cabalmente al final.

Por otra parte, ¿un autor de horóscopos se pondría el saco si alguien viniera a decirle que le atinó, que su suerte fue exactamente como él la predijo en el periódico? Para empezar, sería extraño que el lector predecido tuviera la voluntad de buscar al escritor y, lo que es más, aún cuando lo hallara no atribuiría la certeza del horóscopo a la persona que lo redactó sino a una feliz coincidencia significativa. Pensaría que la tercera voz se dirigió exclusivamente a él en esta ocasión, aún cuando lograra sospechar que la improbable cola que se extiende a lo largo de los pasillos del periódico está formada por personas que vienen, como él, a felicitar (o a insultar) al horoscopista. Pero, ¿por qué, para qué ir a ver al horoscopista? En realidad la cola de felicitaciones (o insultadores) de este ejemplo imposible sería una cola de curiosos y preguntones: ¿cómo le hace usted, señor horoscopista, para saberse mi suerte como la palma de su mano si no siquiera me conoce? Esta sería, desde luego, una pregunta directa sobre el método adivinatorio, sobre el arte de interpretar los signos.

Una escena como ejemplo

Imaginemos a un hombre que acaba de terminar una larga relación con una mujer. Siente que no pudo decirlo todo lo que quería decirle, aunque no sabe muy bien qué era. Y lamenta, sobre todo, que ella no le dijera lo último. Maneja su automóvil por las calles meditando en qué pudo haberle dicho ella si le hubiera dicho eso que no sabe qué pudo haber sido. Y de pronto lee la placa del automóvil de adelante, que tiene estas letras: TXE (te, equis, e: tequisé, te quise); o éstas: CKT (ce, ca, te: sécate). ¿No juraría que el mensaje está dirigido a él fatalmente y que el oráculo le habla a través de las placas? Podría incluso fundar un método adivinatorio sentado en los semáforos.

O imaginemos el caso de un poeta que escribe en un café, digamos el Duca D'Este, un poema sobre la España de la Guerra Civil y escucha que alguien dice, en la mesa de junto: ?en el 39 el mundo se nos vino encima?. ¿No sospechará, él también, que la coincidencia es significativa y que esa frase le estaba destinada? ¿O que estaba destinada, al menos, a ese poema del que ya forma parte? Algo parecido le ocurriría a un automovilista que, viniendo de Puebla a México, viera un coche acercase a toda velocidad y, en el momento de ser rebasado, comentara: ?ése se mata en la siguiente curva?, si el hecho ocurriera efectivamente. ¿No se sentiría entonces un poco responsable del accidente?

Es en parte porque confiamos en este principio de la coincidencia ?en esta sinrazón , diría Rosa Chacel- que a veces no nos atrevemos a pensar ni a desear algunas cosas, ni siquiera en juego. Y secretamente nos decimos: ni Dios lo quiera; si ocurre. ¿quién me quita la culpa? O, más modernamente: si ocurre, despanzurro el presupuesto familiar en psicoanalistas. Y sin embargo, por inverosímiles que parezcan estas historias, nadie deja de celebrar que un amigo le cuente cómo y por qué llegó treinta segundos tarde al aeropuerto y perdió ese mismo avión que se cayó camino a Puerto Vallarta, como nadie deja de lamentar que Camus se haya subido, casi a la fuerza, al coche en que encontró la muerte, sobre todo si al relato se agrega este dato dramático: en uno de sus bolsillos encontraron un boleto para un tren que salió del mismo lugar y a la misma hora que su automóvil, pero que si llegó a Paris.

La gente suele hablar de estas coincidencias, y con razón, como de hechos extraordinarios que se catalogan, según el caso del lado de la buena suerte o del lado de la mala fortuna. Y; en una reunión, a una historia de éstas suele seguir otra, como si la concurrencia entrara en una especie de trance, en un tiempo y un espacio donde estos relatos inverosímiles tienen validez y donde la razón no tiene más remedio que suspender su juicio ?como hace, a veces, frente a relatos más francamente literarios. Estos momentos son frágiles y su atmósfera imantada se disolvería a la menor objeción, como se disipa, de pronto, el ambiente de los chistes. Sin embargo, no es tan extraordinario que un grupo de personas sensatas y hasta desconfiadas ponga súbitamente toda su buena fe en una historia y se empeñe en creerla mientras la intensidad de su emoción (el reconocimiento del relato propio en el relato de los demás: ?pues a mí me pasó que??) siga subiendo y los ejemplos extraordinarios se acumulen en la secreta aprobación de la concurrencia. Todos, sin duda tienen algo extraordinario que contar. Y el que no, guarda un prudente silencio, a menos que quiera violentar injustificada, inoportunamente la atmósfera que se cierne sobre el resto de las personas reunidas, que replicarán a sus objeciones de manera tan segura y racional como él mismo. Después de todo, nadie puede argumentar que despierta a una persona simplemente porque no cree o no participa en su sueño. Y el aguafiestas terminará reconociendo ese derecho fundamental a soñar, aunque sea despiertos, o acabará a gritos con todos.

Y, sin embargo, el encanto de las historias extraordinarias dura lo que dura su relato. El tiempo intocable y sagrado (ese, en el que el auditorio siente que se le va el tiempo sin sentirlo) se desvanece apenas se disuelven son relatos o se dispersa la reunión. La gente no suele conservar su confianza en ellos una vez disuelta la atmósfera que los hacía posibles; es decir, una vez que vuelve a la cotidianidad o, dicho en los términos de Eliade, una vez que entra en el tiempo profano. Esto ocurre, tal vez, porque la reunión confía sus historias al momento cuando éste se da , pero no lo provoca y, en esa medida, no cree que ese momento pueda ser convocado según una fórmula en la cual embona; es decir, no cree que esos momentos tengan una forma que los modela o los rige, una configuración en la cual se vierten como la experiencia del amor se vierte en el mito del amor?.

Razón del Racionalista y conclusión

El racionalista aguafiestas tiene su parte de razón cuando reprocha los entusiastas de lo extraordinario su ingenuidad o su falta de responsabilidad: no se puede creer consecuentemente en las coincidencias significativas sin declarar, al mismo tiempo, que se cree en un sistema que justifica por qué en algunos casos una coincidencia es significativa y en otro no. Enfrentado a este dilema, el entusiasta tendrá que aceptar que cree en esa tercera voz porque se dirige a él de manera inequívoca. Pero, ¿qué es esa tercera voz? El occidental moderno, que sólo suspendió su juicio un instante, responderá que la tercera voz es el azar. Pero, ¿cómo? Si se dirige inequívocamente a él, para comunicarle una verdad, es que esa voz tiene una intención, luego no es azarosa. Si el entusiasta es además un racionalista en sus tiempos profanos, se verá contra la pared y no podrá dar ya un solo argumento en favor de su confianza ?lo cual, dicho sea en su favor, no quiere decir que la confianza sea falsa sino, tan sólo, que la confianza en la coincidencia significativa no es argumental. El racionalista habrá arrinconado a su adversario en cuanto lo haya hecho entrar en razón y lo haya hecho reconocer que su confianza no es razonable. Pero, ¿podría convencer, con los mismos argumentos, a un adivino gitano, chino, babilonio? Desde luego que no. En principio, porque los adivinos confían en una forma, en una configuración primigenia ?como la hemos llamado aquí- que expresa las reglas de lo que es o no es pertinente. El adivino no comprendería, desde este punto de vista, el dilema del entusiasta occidental.

Para él, lo que Occidente llama azar es una suerte de arte combinatoria harto simple: el momento que los occidentales esperan como algo que se da obedece, para él, a un llamado, también simple porque es formal; él no espera a ver cuándo le hablará esa imprevisible voz tercera y no teme del todo sus palabras porque las tiene todas escritas (en el I Ching) o previstas bajo un número restringido de mensajes (las reglas de la quiromancia); él lee los signos cuando quiere o tiene necesidad de hacerlo.

El Occidente ha desconfiado de estas formas y relaciones en que los viejos adivinos vertían la gramática de las coincidencias significativas. Y no es raro que, para suplir esta falta e intentar justificar su esporádica fe en las coincidencias, recurra a un término insuficiente o sólo a medias definido: el azar. Pero un azar puro, trascendente, inescrutable. No el azar que rige un ars combinatoria sino aquél que ningún golpe de dados podrá abolir, ese azar sin ley cuyo sentido es indescifrable (acaso porque no lo tiene), ese azar contra el cual protestaba Einstein (?no puedo creer que Dios juegue a los dados con el Universo?), como protestaba Simone Weil, que sólo veía en él la muestra de nuestro desconocimiento de otras leyes. Ella y Monod expresaron el problema en los, mismos términos: en cuanto llegamos al extremo, al Absoluto, el azar y la necesidad significan lo mismo. El amor de Dios ?escribiría Simone Weil- es gratuito por la misma razón que lo hace necesario.

La moda cultural que mueve al Occidente hacia la adivinación hace intervenir ese concepto de azar absoluto en la medida en que los occidentales plantean sus preguntas justamente ahí, donde el azar y la necesidad se confunden. Y desde ahí la tercera voz sólo puede expresar una verdad literal ininterpretable: un signo mudo, más objeto que signo. Para el occidental que mira (y no puede leer) este signo, el Destino que en él se muestra es una fatalidad que sólo revelará su sentido al final de los tiempos, en la muerte. Por eso su adivinación es más una futurología que una caracterología. Para el adivino tradicional, en cambio, ese Destino es un carácter que se ha cumplido siempre y siempre se cumplirá. No el signo mudo que la muerte cumple sino el carácter primigenio que el tiempo que vuelve imprime para siempre en una persona.


Francisco Segovia , "Los engranes y su ruido", Revista diagonales, número 3, México, 1987, pp. 31-39.