Hugo Aréchiga

El reloj de la muerte

 













El tiempo es un tema de perenne interés para el científico. Se ha reiterado que el hombre es el único ser vivo con pasado y futuro. Los demás viven un eterno presente. Sólo al hombre le es dado gozar o sufrir por el recuerdo de un acontecimiento o la anticipación de otro. La ciencia se afana en rastrear nuestros orígenes, remontarnos al instante primigenio en que brotó la materia en el universo o en el que surgió la vida en nuestro planeta. Quisiéramos seguir paso a paso la evolución del mundo físico y de las especies biológicas, explicar entonces lo que somos y, provistos de esa información, anticipar nuestro destino. Quizá entonces tendremos la certeza de conocer nuestro papel en el mundo. Reyes de la creación o productos efímeros del azar cósmico, estamos dotados del aparato mental que nos impone la necesidad de comprender lo que es el tiempo, de ser posible, manejarlo a nuestro arbitrio. Los viajes a través del tiempo han sido tema popular en la literatura. Pocas veces la ciencia ha generado tanto entusiasmo como cuando en el siglo XVIII Laplace postuló que, una vez conocidas las distintas fuerzas que actúan en el universo, sería posible descubrir todo el pasado y prever el futuro. De hecho, los astrónomos producen modelos cosmogónicos, cada vez más precisos, que nos explican cómo y cuándo nació el universo, cuál es la edad de nuestro Sol y de nuestra Tierra y predicen en qué momento el primero se transformará en una estrella blanca, nuestro planeta se enfriará y desaparecerá de él todo vestigio de vida. Es probable que al determinarse con precisión la densidad de materia en el espacio intergaláctico se resuelva si el universo seguirá expandiéndose y el tiempo persistirá como un vector unidireccional tendido del pasado al futuro, o si, una vez alcanzada cierta distancia, empezará a contraerse hasta llegar a las dimensiones que tenía antes del estallido original. ¿Podrá entonces invertirse el sentido del tiempo? Y lo que llamamos muerte, ¿será entonces el nacimiento? Se ha postulado ya la existencia de partículas que viajan contra el tiempo. Además, del tiempo absoluto y unidireccional de la mecánica y la termodinámica del siglo XIX al tiempo relativista del siglo XX, parece haberse recorrido un gran trecho. La paradoja einsteiniana de los gemelos que envejecen a distinto ritmo se antoja cada vez menos asombrosa y no nos causa mayor sorpresa el percatarnos de que el firmamento que contemplamos en una noche despejada nos muestra la imagen de un universo que nunca ha existido en la forma en que lo vemos, que la supernova que aparece este año es la luz postrimera de un gigantesco estallido que tuvo lugar hace 17 mil millones de años y que está muerta desde entonces. Que el aspecto de todas las estrellas que vemos es el que tenían cuando generaron los fotones que confluyen en nuestra retina en un instante determinado y que en su trayecto cósmico esos mismos rayos de luz no volverán a generar esa misma imagen jamás.

Si el tiempo físico presenta problemas fascinantes, y aún estamos lejos de comprender su estructura, el tiempo biológico no se queda atrás. A la vez que todas nuestras funciones vitales se desarrollan en el marco de las coordenadas físicas del tiempo, en obediencia completa de los dictados de las leyes de la termodinámica, nuestros sistemas de capacitación y aprovechamiento de energía metabólica nos permiten crear materia viva, pasar de estados de mayor entropía a otros de mayor organización. Si bien somos ejecutores involuntarios del programa genético de nuestra especie (expresado a lo largo de nuestro lapso de vida en una sucesión de acontecimientos calendáricos que nos llevan a aumentar incesantemente en masa y en organización funcional en las primeras etapas de la vida, a desbordar luego nuestra energía y convertirla en acción, creadora o destructora, y finalmente a la lenta e inexorable regresión de la senectud, todo ello sucede en tiempos tan precisos que basta mirar a un ser humano para formarse una idea bastante aproximada de su edad y, por simple analogía, del tiempo aproximado que le queda de vida. Aún cuando la biología y la medicina despliegan enormes esfuerzos para librarnos de los males que limitan nuestra existencia, no hemos logrado más en nuestros esfuerzos para prolongar la duración total de la vida humana que lo que los astrónomos pueden hacer por la longevidad de las estrellas. La vida y la juventud eternas son aún sueños inalcanzables y quizá antes de llegar a ellas logremos la aceptación de la inevitabilidad de la vejez y de la muerte, como parte de un equilibrio ecológico en el que los intereses de la especie prevalecen sobre los del individuo.

Pero ni siquiera este fluir de la vida entre el nacimiento y la muerte es rectilíneo; nuestras actividades se desarrollan en ciclos. Con regularidad cronométrica se sucede en nuestro cuerpo lapsos de sístole y diástole en el corazón, de inspiración y expiración en el espacio pulmonar, de sueño y de vigilia. Al paso de las estaciones del año, a sus ciclos de luz y de calor, corresponden ritmos intrínsecos de actividad en los seres vivos. El paisaje cambia, la función reproductiva de la primavera desemboca en la languidez estival, que no es sino la etapa preparativa del próximo reverdecer. El devenir de nuestra vida es entonces una sucesión de ritmos sobrepuestos a otros ritmos y en esta variada ausencia de ritmo deben mantenerse con absoluta precisión las relaciones temporales entre las funciones del cuerpo. En el momento en que se pierde el mecanismo cronométrico que gobierna la sucesión de acontecimientos que llevan a la expulsión de sangre en el corazón, nuestra vida peligra. Cualquier desajuste en la fábrica temporal de las interacciones hormonales durante el ciclo menstrual compromete la función reproductora y la salud misma. Sólo en los últimos años empezamos a comprender estos complejos mecanismos de interacción temporal de las funciones biológicas.

Pero en esta miríada de ritmos, nuestra conciencia extrae información lineal sobre el tiempo. Podemos estimar duraciones. Poseemos mecanismos conscientes de cronometría biológica que nos permiten calcular con gran precisión la duración de los fenómenos. Podemos realizar esa operación conscientemente, o aún de manera refleja. La mayoría de los actos deportivos se basan en la precisión de las reacciones sensitivo?otoras que llevan a hacer coincidir dos móviles en el tiempo y en el espacio, y muy probablemente esta operación ha sido depurada y refinada a lo largo de la evolución, porque de ella depende la habilidad para sobrevivir en el mundo natural de depredadores y presas. El animal capaz de aplicar el máximo de energía en el menor tiempo posible en un espacio definido tuvo mayores probabilidades de supervivencia. Aún en nuestra cultura, la gratificación social a la acometividad y la productividad son en parte trasunto de ese pasado evolutivo, y el que una de las causas de muerte que más se vienen incrementando sea la de accidentes de tránsito constituye un recordatorio terrible de que aún dependemos de la precisión de nuestras reacciones motoras. La neurofisiología nos enseña que en el cerebro hay redes neuronales que generan señales de tiempo, verdaderos relojes biológicos que se expresan en claves de impulsos eléctricos o de secreción de sustancias químicas. Producen sus mensajes en una gama temporal que va de los milisegundos a los meses o años. Se han aislado algunos de estos relojes biológicos y se empiezan a conocer los detalles de su funcionamiento. De ellos aprendemos a conocer algunas de nuestras limitaciones en el tiempo. Con nuestro avance tecnológico actual, podemos desplazarnos a velocidades mayores que la de rotación de nuestro planeta y, así, es posible llegar a un lugar a hora más temprana que la de nuestra partida. Los viajeros transoceánicos pagan con desequilibrio de la temporalidad de sus organismos, y con verdaderos trastornos de salud, el privilegio de desplazarse rápidamente. Los tripulantes de vehículos orbítales, que circunvalan al planeta cada noventa minutos, experimentan así, no uno sino dieciséis amaneceres y atardeceres cada veinticuatro horas. Afortunadamente conservan indemne en su organismo la antigua y terrenal periodicidad de 24 horas en sus funciones vitales.

Quizá algún día lleguemos a controlar la velocidad de las reacciones químicas de nuestro organismo y a manipular a nuestro arbitrio las interacciones temporales en nuestras funciones biológicas. Por ahora, somos apenas estudiosos de un fenómeno cuya complejidad nos asombra.

Y cuando afirmamos la aptitud humana para estimar duraciones, hay que hacerlo con acotaciones. Uno es el tiempo subjetivo del niño y otro el del adulto. Una es la escala de unidades de tiempo en que discurren las actividades del integrante de una metrópoli cosmopolita moderna, y otro el de un bosquimano. De Freud a Piaget, mucho se ha estudiado el desarrollo ontogénico de nuestra concepción del tiempo, de la vinculación del presente con el pasado y el futuro. Ese sentido del tiempo, que Kant consideraba como una de las categorías de lo inmanente, no es entonces inmutable sino que varía con la edad y la cultura.

¿Cómo se cifra la información sobre el tiempo en la materia viva? De lo apuntado hasta ahora podemos ya inferir que existe más de una clave de tiempo en los seres vivos, que unos serán los mecanismos que gobiernen la ejecución de una sonata y el desempeño en una sesión de esgrima, y otros los que rijan la transformación de una oruga en crisálida o de una niña en mujer.

En la generación de señales de tiempo rápidas suele intervenir la propagación de impulsos eléctricos. Las instrucciones que el cerebro del concertista o del esgrimista envía a los músculos para que ejecuten secuencias de movimientos precisos y finalmente sincronizados, viajan en fibras nerviosas a velocidades que varían de unos cuantos centímetros a más de cien metros por segundo; es decir, nuestro sistema de comunicaciones rápidas es millones de veces más lento que el de una computadora, opera en la gama de las milésimas de segundo, y el tiempo que tardamos en producir un movimiento como respuesta a un estímulo exterior es del orden de unas décimas de segundo. Esa es la escala temporal en la ocurren esos destellos de actividad neuronal que llamamos pensamientos. Aún cuando no se tienen pruebas directas, no se antoja descabellado el suponer que nuestro sentido del tiempo, es decir, la aptitud para estimar duraciones y velocidades, tenga como sustrato fisiológico una red neuronal cuya velocidad de propagación de impulsos eléctricos dé la medida de nuestro tiempo subjetivo.

La propagación de ondas de excitación eléctrica no es privativa del sistema nervioso: la gran sincronía de los latidos del corazón se debe a la conducción, ordenada de unas fibras a otras en la masa muscular cardiaca, de una onda excitatoria que suele iniciarse en un pequeño grupo de células que se constituyen en un marcapaso e imponen su ritmo al resto del corazón. Por cierto, ese pequeño conjunto de células musculares es el que más fibras nerviosas recibe, y por ellas el ritmo del corazón se convierte en satélite de nuestras emociones o de los reflejos corporales. Pero aún cuando se coloque un corazón fuera del organismo, seguirá latiendo rítmicamente mientras se le nutra. La capacidad de las células del corazón para generar este ritmo de excitación tiene su origen en un conjunto de moléculas colocadas en la membrana celular, y que actúan como canales que al abrirse o cerrarse regulan el paso a ciertos iones. La entrada de un ion a la célula afecta la permeabilidad al paso de otro, del cual depende el ingreso del primero; se crean así circuitos automáticos de entrada y salida de iones, que dan lugar a la generación de ondas eléctricas rítmicas.

Así, el tiempo biológico adquiere fisonomía química. La excitación tarda lo que el paso de iones a través de espacios acuosos en proteínas de la membrana celular. También en el sistema nervioso existen células que funcionan como marcapasos. Buen ejemplo de ello son las neuronas que gobiernan el ritmo respiratorio, algunas de las cuales contribuyen a originar los diversos ritmos electroencefalográficos. En estos casos, además de los mecanismos de índole iónica, se ha postulado la existencia de circuitos neuronales en los que la excitación de un elemento se propaga a los vecinos y luego regresa al inicial. En este caso, al tiempo propio de la excitación celular se añade el necesario para que una neurona emita sustancias químicas que, al reaccionar con proteínas en la membrana de las células vivas, les transmita un mensaje preciso. La actividad biológica ocurre entonces en el dominio del tiempo de reacción química.

Así aparece efectuarse el manejo del tiempo biológico en la escala de los segundos y los minutos, pero existe un horizonte temporal más amplio. Gran número de funciones biológicas se suceden rítmicamente cada veinticuatro horas. De hecho, todo parece indicar que los diversos seres vivos, desde los unicelulares hasta el humano, estamos inmersos en un sistema de coordenadas temporales que de alguna manera están relacionadas con los movimientos de rotación y de traslación de nuestro planeta. Muy probablemente los ciclos de luz y de oscuridad han sido el estímulo físico desencadenante de estas reacciones biológicas de índole adaptativa y, normalmente, son agentes sincronizantes muy poderosos. De hecho, durante décadas se debatió el problema del origen de los ritmos biológicos, para aceptarse ahora que aún cuando un organismo quede colocado en condiciones ambientales constantes, sus funciones continúan variando rítmicamente cada veinticuatro horas. Para afianzar este concepto ha sido necesario realizar experimentos en cavernas o en cámaras artificiales subterráneas o bien en el polo magnético del planeta, o en tripulantes de vehículos espaciales. Los resultados obtenidos han confirmado la noción de que todo ser vivo posee un sistema endógeno de cronometría que manifiesta propiedades notablemente similares en las diversas especies biológicas. Trátese de un protozoario o de un humano, al ser aislados de las variaciones ambientales sus ritmos se apartan de la periodicidad de 24 horas y se expresan en frecuencias algo diferentes (22 a 26 horas), de ahí que se haya propuesto para ellos, al denominación de circadianos o circádicos. Al cabo de días o semanas de aislamiento, la amplitud de los ritmos va disminuyendo hasta desaparecer. Sin embargo, ello no implica que el sistema de biocronometría cese en sus funciones, puesto que se le puede reactivar por estímulos aperiódicos. El que los distintos ritmos muestren propiedades comunes sugiere, por una parte, que la ritmicidad es una propiedad presente en la naturaleza desde épocas muy antiguas, conservada quizá por tener un alto valor para la supervivencia de los individuos. Además, esta cantidad de propiedades se antoja indicio de que los diversos ritmos acusan un mecanismo de origen común, y se han desplegado grandes esfuerzos para identificarlo. Se ha logrado demostrar que en algunos órganos, sobre todo en el sistema nervioso central, existen cúmulos celulares especializados en la generación de ritmos circádicos. Estos verdaderos relojes biológicos comunican sus señales de tiempo al resto del organismo. Parece tratarse de marcapasos similares a los que gobiernan el ritmo cardiaco o al respiratorio, sólo que su frecuencia natural es cercana a las 24 horas. En este caso, el mecanismo de apertura y cierre de canales iónicos, de modo sucesivo y automático, ya no podría explicar estos periodos tan largos. Se ha llegado entonces a proponer que en el origen de la ritmicidad circádica se encuentren largos ciclos de reacciones químicas en el interior celular cuyo desarrollo tome varias horas, o bien, que en el aparato genómico celular exista una clave molecular que rija la producción rítmica de una sustancia, quizá una proteína, que actúe como señal de tiempo intracelular. De hecho, se sabe que la ritmicidad circádica es hereditaria. Existen mutantes que carecen de esta función, y recientemente se ha caracterizado la estructura de una pequeña región en un cromosoma que está alterada en esos individuos, sugiriéndose en consecuencia que ése es el asiento molecular de la ritmicidad. A partir de estas estructuras marcapaso, las señales de tiempo se propagan por todo el organismo, afectando la totalidad de las funciones corporales. Algunas de ellas se activan de día otras lo hacen de noche; se cuenta ya con verdaderos mapas que describen los valores de las distintas funciones según la hora del día. En medicina viene cobrando fuerza la noción de que la sensibilidad a medicamentos o agentes físicos varía considerablemente a lo largo del ciclo de 24 horas. La eficiencia psíquica y motora de trabajadores varía también y se han formulado ya esquemas de distribución de horarios de labores en empresas, que tiendan a mejorar el rendimiento, evitando además accidentes.

El ciclo de 24 horas parece ser la unidad de cómputo para ritmos de periodo aún más largo, como son los de la naturaleza estacional. Así, todo el conjunto de cambios en el aparato reproductivo que ocurren con la llegada de la primavera pueden ser inducidos aumentando el número de horas de luz de día y, como complemento, los cambios propios del invierno son fácilmente suscitables reduciendo el lapso de iluminación cotidiano: en suma, los animales y las plantas reconocen la llegada de la primavera porque los días se alargan y las noches se acortan. La relación entre los ritmos diurnos y los de periodo más largo llega a ser tan precisa que se ha demostrado en algunas especies que la duración del ciclo astral es un múltiplo exacto del periodo circádico. Todo apunta a una compleja red de interacciones temporales en el organismo, y apenas empezamos a atisbar sus propiedades y sus implicaciones.

De hecho, a pesar de que en medicina se reconoce desde Hipócrates que a cada estación del año le corresponde un perfil distinto de enfermedades, sólo recientemente se ha logrado identificar algunas de las causas de estas variaciones.

Además de las funciones que varían rítmicamente, el tiempo biológico se expresa también de manera más rotunda; hay funciones, y aún estructuras, que aparecen o cesan de acuerdo con un calendario muy preciso, que se extiende desde el instante en que un nuevo ser es concebido hasta el momento de su muerte. Hay proteínas cuya producción sólo ocurre en etapas embrionarias. Se sabe de órganos enteros, que son prominentes en una etapa del desarrollo prenatal, que desaparecen en otra ulterior. Las proporciones corporales cambian durante el desarrollo del niño: la cabeza crece menos que el tronco y las extremidades. Al influjo de las hormonas sexuales, producidas de manera profusa en la pubertad, ocurre una nueva remodelación del cuerpo, que estimula selectivamente el desarrollo de las estructuras ligadas a los caracteres sexuales secundarios.

En el cuerpo del niño se suceden de continuo nuevas conexiones entre neuronas, se integran nuevos circuitos y en un momento dado surge el habla, brotan nuevas capacidades cognoscitivas, sensoriales y motoras. Todo ello en una secuencia ordenada; con una temporalidad propia de nuestra especie. Lo contrario ocurre en el ocaso de la vida: muerte continua de neuronas, pérdida gradual de conexiones, merma inexorable de facultades. El devenir de nuestra existencia es la sucesión ininterrumpida de sucesos singulares gobernados por un calendario biológico. Todos los esfuerzos de la medicina para prolongar la vida se vienen estrellando ante la inflexibilidad de la clave genética que integra este calendario. Se ha logrado aminorar los estragos provenientes del exterior, mueren menos seres por infecciones, es técnicamente factible mejorar la calidad del medio ambiente y, en general, la de la vida humana, pero no hemos logrado aumentar un día al lapso natural de nuestra existencia ni alterar el curso de las transformaciones de nuestro organismo a lo largo del tiempo. La eterna juventud se antoja hoy más remota que en el siglo XVI; conocemos mejor algunos de los formidables escollos que nos separan de ella.

¿Qué es lo que determina nuestro calendario biológico? ¿Por qué estamos condenados a envejecer y a morir de acuerdo con un programa?

Se han propuesto múltiples teorías para explicar el envejecimiento y la muerte. Se ha postulado que existe un gene que gobierna la síntesis de una proteína con efectos letales. Normalmente reprimido, lo llevamos en el interior de nuestras células; y un día se activa y llega así nuestro fin. Pero ello no explica lo gradual del envejecimiento, por lo cual se ha pensado que es la acumulación de errores en la síntesis de proteínas, la que una vez alcanzado un límite, resulta incompatible con la existencia. Otra posibilidad que se ha sugerido es la existencia de una proteína indispensable para la vida, que en algún momento deja de producirse. De hecho, ya que el envejecimiento se caracteriza por una gran reducción en la síntesis de diversas proteínas, esta hipótesis se antoja viable. Pero aún quedaría sin resolverse el origen del programa temporal que va inactivando gradualmente la síntesis proteica. Al no disponerse de mutantes que vivan eternamente, el genetista carece de punto de apoyo para desentrañar este misterio.

Pero si algo puede predecirse es que los humanos no cesaremos fácilmente en nuestro empeño por liberarnos del fatalismo genético que nos impone envejecer y morir.

En otra escala de tiempo, la de los millones de años, también parece haber un reloj molecular que rige la aparición de mutaciones en el genoma y, por este mecanismo, la aparición de nuevas especies. Se ha logrado ya elaborar mapas que relacionan los cambios en la estructura de ciertas proteínas que se hacen gradualmente divergentes a lo largo de la evolución. Queda como un reto el predecir cómo y cuándo ocurrirá la próxima mutación viable de partir de nuestra especie.

*Hugo Aréchiga, "El reloj de la muerte", Revista diagonales, número 3, México, 1987, pp. 11-16.